El evangelio de la liturgia de la misa de hoy, 29 de febrero, se trata de la parábola de «el rico Epulón y el pobre Lázaro», contada por el mismo Jesús, y es de una notable importancia y hasta gravedad: habla de la condenación, del infierno, y del riesgo que se corre por el hecho de ser duros de corazón y no socorre al prójimo necesitado.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (16,19-31):
En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos:
«Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba cada día.
Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas, y con ganas de saciarse de lo que caía de la mesa del rico.
Y hasta los perros venían y le lamían las llagas.
Sucedió que murió el mendigo, y fue llevado por los ángeles al seno de Abrahán.
Murió también el rico y fue enterrado. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantó los ojos y vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritando, dijo:
“Padre Abrahán, ten piedad de mí y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas”.
Pero Abrahán le dijo:
«Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en tu vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado.
Y, además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros”.
Él dijo:
“Te ruego, entonces, padre, que le mandes a casa de mi padre, pues tengo cinco hermanos: que les dé testimonio de estas cosas, no sea que también ellos vengan a este lugar de tormento”.
Abrahán le dice:
“Tienen a Moisés y a los profetas: que los escuchen”. Pero él le dijo:
“No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a ellos, se arrepentirán”.
Abrahán le dijo:
«Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”».
El que tiene riquezas las ha de poner al servicio de la indigencia humana. Si no se hace así, sino que por egoísmo se emplean en placeres propios, corre el serio riesgo de verse avocado -si Dios no lo remedia- a la condenación eterna.
Hay un nexo entre el creer y el amar. Nadie puede decir creer en Dios y no amar al prójimo, y sobre todo al prójimo más pobre, el preferido de Dios.
Hay que poner de manifiesto que el rico de la parábola no socorre al necesitado porque no cree. Después, una vez muerto y condenado, el rico descubre la realidad: la existencia del cielo y el infierno, tal y como dice la doctrina bíblica, y entonces ruega que se avise a sus familiares para que no se comporte como él, y no acaben en el infierno. Pues si se les dice tal cosa con la demostración de que es un muerto resucitado quien lo haga, creerán. Pero no -y aquí está el drama común de hoy día- no se cree ya ni con pruebas. Lo más contundente para creer es la Palabra de Dios. «Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no se convencerán ni aunque resucite un muerto”»
Razones[1] (pruebas) para creer hay muchas y distintas. Que se creyera sería lo más lógico y natural.
En vivir engolfados en los excesos de sensaciones referidas a uno mismo nos hacen egoístas, embotan el corazón, lo endurecen e insensibilizan, ciegan para percibir las necesidades de los otros, nos incapacitan para amar, según hemos sido creados por Dios y su voluntad misericordiosa siempre presente. Si no amamos lo suficiente, es porque no creemos lo necesario. La Palabra de Dios es la que puede proporcionarnos la fe que cambia para amar. Es la fuente de la gracia que convierte y salva.
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Palabras del papa Francisco
(Audiencia, 18 de mayo de 2016)
Deseo detenerme con vosotros hoy en la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro. La vida de estas dos personas parece recorrer caminos paralelos: las condiciones de vida son opuestas y del todo incomunicadas. La puerta de la casa del rico está siempre cerrada al pobre, que yace allí afuera, buscando comer cualquier sobra de la mesa del rico. Este lleva puestos vestidos de lujo, mientras que Lázaro está cubierto de llagas; el rico cada día banquetea abundantemente, mientras que Lázaro muere de hambre. Sólo los perros cuidan de él, y vienen a lamer sus llagas. Esta escena recuerda la dura amonestación del Hijo del hombre en el juicio final: «Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber; estaba […] desnudo, y no me vestisteis» (Mt 25, 42-43). Lázaro representa bien el grito silencioso de los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un mundo en el que las inmensas riquezas y recursos están en las manos de pocos.
Jesús dice que un día aquel hombre rico murió: los pobres y los ricos mueren, tienen el mismo destino, como todos nosotros, no hay excepciones a esto. Y entonces aquel hombre se dirigió a Abraham suplicándole con el apelativo de «padre» (v. 24.27). Reivindica, por lo tanto, ser su hijo, perteneciente al pueblo de Dios. Y sin embargo en vida no mostró ninguna consideración hacia Dios, más bien hizo de sí mimo el centro de todo, cerrado en su mundo de lujo y de derroche. Excluyendo a Lázaro, no tuvo en cuenta ni al Señor, ni a su ley. ¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Esto debemos aprenderlo bien: ignorar al pobre es despreciar a Dios. Hay un particular en la parábola que cabe señalar: el rico no tiene un nombre, sino sólo el adjetivo: «el rico», mientras que el del pobre se repite cinco veces, y «Lázaro» significa «Dios ayuda». Lázaro, que se halla ante la puerta, es una llamada viviente al rico para que se acuerde de Dios, pero el rico no acoge esta llamada. Será condenado por lo tanto no por sus riquezas, sino por haber sido incapaz de sentir compasión por Lázaro y socorrerlo.
En la segunda parte de la parábola, reencontramos a Lázaro y al rico tras su muerte (v. 22-31). En el más allá la situación se ha invertido: el pobre Lázaro es llevado por los ángeles al cielo con Abraham, el rico en cambio cae entre los tormentos. Entonces el rico «levantó los ojos y vio de lejos a Abraham, y a Lázaro a su lado». Parece que ve a Lázaro por primera vez, pero sus palabras lo traicionan: «Padre Abraham —dice— ten piedad de mí y manda a Lázaro a mojar en el agua la punta del dedo y a humedecerme la lengua, porque sufro terriblemente en esta llama». Ahora el rico reconoce a Lázaro y le pide ayuda, mientras que en vida fingía no verlo. —¡Cuántas veces mucha gente finge no ver a los pobres! Para ellos los pobres no existen— ¡Antes le negaba hasta las sobras de su mesa, y ahora querría que le trajese algo para beber! Cree todavía poder alegar derechos por su precedente condición social. Declarando imposible cumplir su petición, Abraham en persona ofrece la clave de todo el relato: él explica que bienes y males han sido distribuidos en modo de compensar la injusticia terrena, y la puerta que separaba en vida al rico del pobre, se transformó en «un gran abismo». Hasta que Lázaro estuvo bajo su casa, para el rico había posibilidad de salvación, abrir la puerta, ayudar a Lázaro, pero ahora que ambos están muertos, la situación se ha vuelto irreparable. Dios no es nunca llamado directamente en causa, pero la parábola advierte claramente: la misericordia de Dios hacia nosotros está relacionada con nuestra misericordia hacia el prójimo; cuando falta esta, también aquella no encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro de par en par la puerta de mi corazón al pobre, aquella puerta permanece cerrada. También para Dios. Y esto es terrible.
A este punto, el rico piensa en sus hermanos, que corren el riesgo de tener el mismo final, y pide que Lázaro pueda volver al mundo a advertirles. Pero Abraham responde: «Tienen a Moisés y a los profetas, que les oigan». Para convertirnos, no debemos esperar eventos prodigiosos, sino abrir el corazón a la Palabra de Dios, que nos llama a amar a Dios y al prójimo. La Palabra de Dios puede hacer revivir un corazón marchito y curarlo de su ceguera. El rico conocía la Palabra de Dios, pero no la dejó entrar en el corazón, no la escuchó, por eso fue incapaz de abrir los ojos y de tener compasión del pobre. Ningún mensajero y ningún mensaje podrán sustituir a los pobres que encontramos en el camino, porque en ellos nos viene al encuentro el mismo Jesús: «Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» ( Mt 25, 40), dice Jesús. Así en el cambio de las suertes que la parábola describe se esconde el misterio de nuestra salvación, en que Cristo une la pobreza a la misericordia. Queridos hermanos y hermanas, escuchando este Evangelio, todos nosotros, junto a los pobres de la tierra, podemos cantar con María: «Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes; a los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada» ( Lc 1, 52-53).
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[1] Ver: Creer es razonable y 77 razones para creer .