«Aunque no hubiese infierno que amenazase, ni paraíso que convidase, ni mandamiento que constriñese, obraría el justo por sólo el amor de Dios lo que obra.» (San Juan de Avila[1])
Estaba Dios un día paseando por el
cielo cuando, para su sorpresa, se
encontró con que todo el mundo se
hallaba allí. Ni una sola alma había
sido enviada al infierno. Esto le inquietó,
porque ¿acaso no tenía obligación para
consigo mismo de ser justo? Además,
¿para qué había sido creado el infierno,
si no se iba a usar?
De modo que dijo al ángel Gabriel: «Reúne
a todo el mundo ante mi trono y léeles
los Diez Mandamientos».
Todo el mundo acudió y leyó Gabriel el
primer mandamiento. Entonces dijo Dios:
«Todo el que haya pecado contra este
mandamiento deberá trasladarse al infierno
inmediatamente». Algunas personas se separaron
de la multitudes y se fueron llenas de
tristeza al infierno.
Lo mismo se hizo con el segundo
mandamiento, con el tercero, el cuarto,
el quinto… Para entonces, la población
del cielo había decrecido considerablemente.
Tras ser leído el sexto mandamiento, todo
el mundo se fue al infierno, a excepción
de un solo individuo gordo, viejo y calvo.
Le miró Dios y dijo a Gabriel: «¿Es ésta
la única persona que ha quedado en el cielo?».
«Sí», respondió Gabriel.
«¡Vaya!», dijo Dios, «se ha quedado bastante
solo, ¿no es verdad? Anda y dí a todos que vuelvan».
Cuando el gordo, viejo y clavo individuo oyó
que todos iban a ser perdonados, se indignó
y gritó a Dios: «¡Eso es injusto! ¿Por qué
no me lo dijiste antes?».[2]
..ooOoo..
Dice el soneto de Al Cristo Crucificado autor desconocido (pero posiblemente de san Juan de Ávila):
No me mueve mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido,
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.
Tu me mueves, Señor, muéveme el verte
clavado en una cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muéveme tus afrentas y tu muerte,
Muéveme en fin, tu amor de tal manera
que aunque no hubiera cielo yo te amara
y aunque no hubiera infierno te temiera.
No me tienes que dar por que te quiera,
porque aunque cuanto espero no esperara
lo mismo que te quiero te quisiera.
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[1] «Audi filia», cap. L.
[2] ANTHONY DE MELLO: «El canto del pájaro», Sal Terrae, Santander 1982, pp. 156-7.