Amar a Dios. Alegría plena

Amar a Dios es lo único verdaderamente importante en nuestras vidas. Aunque para ser más precisos sería mejor decir “dejarse amar por Dios”; pues nuestra actividad amatoria surge de esta experiencia “pasiva”, receptiva, exultante, que se torna movilizadora, nos hacer amar, y, evidentemente en primer lugar, al mismo Dios. Quien nos ha hecho amables; hemos nacido de su amor, nos mantiene su amor y nos hará vivir siempre gracias a su amor.

Nuestro ser está totalmente determinado por esa realidad del amor divino. En el amar a Dios nos la jugamos: quien no ama según ese amor, pierde su razón de ser, su esencia, su verdad, sentido y su destino en la eternidad. Dios ha posibilitado que nos relacionemos con Él, amorosamente. Y en esa medida permaneceremos en su reinado, un reinado de amor. Lo cual comporta una alegría plena: la alegría de Jesús, la santa alegría de su amor; una felicidad de origen divino que excede cualquier medida humana.

Esto nos dice el  Evangelio según san Juan (15,9-11) de hoy, 11 de mayo:

EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Como el Padre me ha amado, así os he amado yo; permaneced en mi amor.
Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor; lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor.
Os he hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue a plenitud».

La vida de Amor es, pues, el dinamismo en el que debemos permanecer, que consiste en  hacer la voluntad de Dios, expresada en los mandamientos… y en todas sus enseñanzas evangélicas: “Si alguno me ama, guardará mi doctrina” (Jn 14,23). «El amor de Dios consiste en guardar sus mandamientos. Y sus mandamientos no son pesados» (1 Jn 5,34).

Jesús nos mostró como era su amor, el amor que nos hace permanecer en Él, a la manera como Él permanece en el Padre. El nos amó con la entrega de todas sus vida, de forma real, y “quiere de nosotros ser amado por las obras” (san Juan Crisóstomo), por la obediencia a su palabra, que se traduce en amor. Obedecer es igual a amar: “El que tenga amor a Cristo —escribe san Clemente Romano— cumple los mandamientos”; “ama a Dios el que guarda sus mandamientos en el corazón y, al mismo tiempo, los conserva en el actuar” (Gaudencio de Brescia). El que rechaza los mandamientos se niega a amar —”La necesaria demostración del amor es la observancia de los mandamientos” (san Basilio)—; se cierra al amor a Dios y al amor a los hermanos, pues “quien no ama al prójimo no observa el mandamiento; pero quien no observa al mandamiento no puede amar al Señor” (san Máximo el Confesor).

Decía san Francisco de Sales: «Algunos se atormentan buscando la manera de amar a Dios. Estas pobres almas no saben que no hay ningún método para amarle fuera de hacer lo que le agrada».  Y dice san Pablo: «juzgando por experiencia qué es lo que agrada al Señor» (Ef 5,10). Lo que a Dios le agrada es su voluntad sobre nosotros. Ese es el cometido del Señor para nosotros, para que le seamos fieles. El Espíritu Santo estando vivo en nuestro interior mueve nuestro espíritu en dirección a lo que agrada a Dios.

El que podamos amar a Dios, el que poseamos esta dignidad y grandeza de que podamos amarle, siéndole fielmente obedientes, es una gracia extraordinaria que el mismo Dios nos ha concedido, por puro amor. No hay mayor alegría.

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