No hay ley moral natural, cada uno es libre de vivir como quiera. La ley moral natural tiene como consecuencia la defensa del más débil: rechazada, solo existe la ley del más fuerte.
Hace unos días supimos de ese «ángel con bata» que mató al menos a siete bebés prematuros, pero se habla de cientos de pequeños; más recientemente nos hemos enterado de la violación en grupo de Palermo y de los comentarios posteriores de los autores: «Éramos cien perros encima de una gata, algo así solo lo había visto en el porno, éramos demasiados y la verdad es que me dio un poco de asco». Uno no quiere creerlo: ¿es este el mundo de hoy? ¿Es esta nuestra sociedad, el llamado mundo civilizado y democrático? Yo diría que sí: esta es la modernidad. Quizá aún no esté completa, pero me parece que el comienzo es prometedor.
Hablamos de la ley moral natural; la modernidad, es decir, el sistema filosófico cuya culminación vemos hoy, se basa en su negación. Bacon (y el empirismo) llamó idola a las leyes morales y religiosas; Voltaire (y la Ilustración) las llamó «supersticiones». La modernidad, en definitiva, nació y creció en el rechazo de la ley moral natural. El mundo cultural en el que vivimos se ha definido como «un sistema en el que cada uno vive como cree y no en función de lo que se le ordena creer»; traducido a lenguaje llano, no hay ley moral natural, cada uno es libre de vivir como quiera. Todo es bueno. «Óptimo y abundante», decíamos en mi época (hoy diríamos «seguro y eficaz»). ¡Libres de la opresión de la ley, del aguijón de la moral! Basta de moralismo, de leyes inventadas por los curas para encadenar y controlar al pueblo. Nadie (dijo aquel tipo), ninguna autoridad moral o religiosa tiene derecho a interferir en la libre negociación entre dos individuos que dan su consentimiento. Si no hago daño a nadie, ¡soy libre de hacer lo que quiera! ¡El cuerpo es mío y yo lo gestiono!
Podríamos seguir y seguir, recordando los eslóganes utilizados una y otra vez para inculcar en el pueblo el odio a la ley moral natural. Omitiendo un pequeño detalle. La ley moral natural tiene como consecuencia la defensa del más débil: rechazada, solo existe la ley del más fuerte. ¿Acaso no demostró Darwin que «los animales también lo hacen»? Entonces… es natural. ¿O no?
Esta vez los más débiles han sido los bebés asesinados por la enfermera británica; y la muchacha violada por siete compañeros. Esto ya lo explicó, hace mucho tiempo, el más lúcido y consecuente de los Ilustrados, el marqués De Sade. Durante siglos, los modernos se han burlado y ultrajado la ley moral natural, seguros de que aún, se mantendría; de que había un dique al caos; de que, tarde o temprano, habiendo tocado fondo, habría una remontada. Un poco como los adolescentes que tiran los calcetines y la ropa interior por la casa, seguros de que su madre los recogerá. Pero, ¡sorpresa! – no hay fondo: no hay límite para el abismo en el que un hombre puede hundirse. ¿Nos hemos divertido lanzando números al azar? ¿En qué semana un feto se convierte en un ser humano? Pues bien: ¿tiene o no esas semanas un bebé prematuro? ¿Hemos «liberado» la sexualidad femenina? ¿Hemos liberado a los hombres de la tarea de proteger -a costa de su propia vida- a las mujeres?
¿Quién habría imaginado que se llegaría a la violación de Palermo? ¡Pues, diablos, cualquier persona con sentido común! Uno al azar, Pablo VI. Leamos en la Humanae Vitae: «Los hombres rectos podrán convencerse todavía de la consistencia de la doctrina de la Iglesia en este campo si reflexionan sobre las consecuencias de los métodos de la regulación artificial de la natalidad. Consideren, antes que nada, el camino fácil y amplio que se abriría a la infidelidad conyugal y a la degradación general de la moralidad. No se necesita mucha experiencia para conocer la debilidad humana y para comprender que los hombres, especialmente los jóvenes, tan vulnerables en este punto tienen necesidad de aliento para ser fieles a la ley moral y no se les debe ofrecer cualquier medio fácil para burlar su observancia. Podría también temerse que el hombre, habituándose al uso de las prácticas anticonceptivas, acabase por perder el respeto a la mujer y, sin preocuparse más de su equilibrio físico y psicológico, llegase a considerarla como simple instrumento de goce egoísta y no como a compañera, respetada y amada» [§ 17]. Esto en 1968. Quién lo diría…
Y sin embargo, en el mundo laico e incluso anticatólico, algunos empiezan a recapacitar. Por no hablar del ya conocido general Vannucci y su Mondo al contrario, citaré a uno de los campeones del anticatolicismo militante, Richard Dawkins. En una entrevista reciente, refiriéndose al islam y al transexualismo, ha declarado que «necesitamos el cristianismo como una especie de contrafuerte contra algo peor». Imagina, ¡el famoso katéchon paulino, la Iglesia como contrafuerte contra el caos y el mal, invocado por quienes se han pasado la vida (ganando dinero y notoriedad) dándole patadas!
Esperemos que no sea demasiado tarde.
Roberto Marchesini en La Nuova Bussola Quotidiana