
En evangelio de la misa de hoy, 21 de noviembre, nos habla de un pecador arrepentido, Zaqueo. Y como dice el papa Francisco: “Zaqueo nos enseña que, en la vida, nunca está todo perdido. Por favor: ¡nunca está todo perdido, nunca! Siempre podemos dar espacio al deseo de recomenzar, de reiniciar, de convertirnos.”
Antes de nada, hacer notar la actitud de Zaqueo tiene cierta semejanza (además de ser ambos de Jericó) con la del ciego del evangelio de ayer san Lucas 18,35-43 (ver al final): aquel, por bajo, no podía ver a Jesús, al que le rodeaba mucha gente; este, por ciego y pobre maginado que se hallaba al borde el camino, no podía acceder a Jesús, rodeado también de gente. Ambos, ansiosos y necesitados, entablan contacto con Jesús, a su manera: el uno subiéndose a un árbol, para verle y ser visto; el otro, una vez que ha oído que es Jesús quién pasa por allí, a voz en grito, apelando ser escuchado, exclama: Entonces empezó a gritar:
«¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!».Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte:»Hijo de David, ten compasión de mí!».
Dios busca, pasa por allí, por donde estos personajes están; igual que pasa -y está- a nuestro lado. Todos, ante la presencia del Señor que está expectante en busca nuestra reacción, tenemos que poner algo de nuestra parte: como hizo Zaqueo y el ciego al borde de camino. Es necesaria nuestra participación en este proceso de contacto santificador y salvador con Cristo. Lo cual nos recuerda aquella frase memorable de san Agustín: «Dios que te creó sin ti, no te salvará sin ti». La respuesta de nuestra persona, cuya dignidad otorgada con la libertad querida por Dios, que ni el mismo osa en vulnerar, se hace necesaria para entrar en una relación de amor de amistad con aquel que cura física y espiritualmente, que salva.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (19,1-10):
EN aquel tiempo, Jesús entró en Jericó e iba atravesando la ciudad.
En esto, un hombre llamado Zaqueo, jefe de publicanos y rico, trataba de ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa del gentío, porque era pequeño de estatura. Corriendo más adelante, se subió a un sicomoro para verlo, porque tenía que pasar por allí.
Jesús, al llegar a aquel sitio, levantó los ojos y le dijo:
«Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa».
Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento.
Al ver esto, todos murmuraban diciendo:
«Ha entrado a hospedarse en casa de un pecador».
Pero Zaqueo, de pie, dijo al Señor:
«Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más».
Jesús le dijo:
«Hoy ha sido la salvación de esta casa, pues también este es hijo de Abrahán. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido».
Jesús ha venido a salvar a los pecadores, busca a la oveja perdida… Dios es compasivo, tierno y misericordioso. Todo el que se arrepiente y vuelve hacia Dios que le tiende sus brazos, recibe automáticamente su gracia santificadora. Ahora bien, quien no se arrepiente y cambia, se endurece y se aleja de Dios.
Como el Padre del Hijo Pródigo que salía todos los días hasta un altozano para esperar con los brazos abiertos la llegada de su hijo, Jesús también toma la iniciativa se y contacta con Zaqueo pidiéndole una invitación: «Zaqueo, date prisa y baja, porque es necesario que hoy me quede en tu casa«. Y Zaqueo responde, poniendo de su parte, y se aproxima a Jesús: Él se dio prisa en bajar y lo recibió muy contento. El Hijo Pródigo volvió arrepentido a la casa del Padre: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo” (Lc 15,19). Y Zaqueo le dijo a Jesús, como muestra de su arrepentimiento y conversión:«Mira, Señor, la mitad de mis bienes se la doy a los pobres; y si he defraudado a alguno, le restituyo cuatro veces más».
Por mucho que Dios se muestre entrañablemente misericordioso, primero hay que pasar por el sacramento de la Confesión o Penitencia. Jesucristo perdonó y salvó a la adultera de ser lapidada; pero no la dijo vete y sigue igual, sino «Vete, y en adelante no peques más.» (Jn 8,11).
Dios era y es tierno y bondadoso, clemente y misericordioso, pero… Ante quienes se resisten tiesamente y duramente orgullosa y soberbiamente al Reino, Jesús se muestra contundente: a los fariseos le llama hipócritas y sepulcros blanqueados, etc., y a Herodes, le califica zorro, y en su presencia al final, en la Pasión, se mostro distante, en silencio, pues Herodes eran una piedra.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,35-43):
Cuando se acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino pidiendo limosna. Al oír que pasaba gente, preguntaba qué era aquello; y le informaron:
«Pasa Jesús el Nazareno».
Entonces empezó a gritar:
«¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!».
Los que iban delante lo regañaban para que se callara, pero él gritaba más fuerte:
«Hijo de David, ten compasión de mí!».
Jesús se paró y mandó que se lo trajeran.
Cuando estuvo cerca, le preguntó:
«¿Qué quieres que haga por ti?».
Él dijo:
«Señor, que recobre la vista».
Jesús le dijo:
«Recobra la vista, tu fe te ha salvado».
Y enseguida recobró la vista y lo seguía, glorificando a Dios. Y todo el pueblo, al ver esto, alabó a Dios.
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Palabras del papa Francisco
(Ángelus, 30 octubre 2022)
Hoy, en la liturgia, el Evangelio narra el encuentro entre Jesús y Zaqueo, jefe de los publicanos en la ciudad de Jericó (Lc 19,1-10). En el centro de esta narración se halla el verbo buscar. Estemos atentos: buscar. Zaqueo «buscaba ver quién era Jesús» (v. 3), y Jesús, tras haberlo encontrado, afirma: «El Hijo del Hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (v.10). Detengámonos un momento en las dos miradas que se buscan: la mirada de Zaqueo que busca a Jesús, y la mirada de Jesús que busca a Zaqueo.
La mirada de Zaqueo. Se trata de un publicano, es decir, de uno de aquellos hebreos que recaudaban los impuestos por cuenta de los dominadores romanos —un traidor a la patria— y que se aprovechaban de su posición. Por este motivo, Zaqueo era rico, odiado por todos y señalado como pecador. El texto dice que «era pequeño de estatura» (v. 3), y con esto quizá alude también a su bajeza interior, a su vida mediocre, deshonesta, con la mirada siempre dirigida hacia abajo. Pero lo importante es que era bajito. Y sin embargo, Zaqueo quiere ver a Jesús. Algo lo empuja a verlo. «Se adelantó corriendo —dice el Evangelio— y se subió a un sicómoro para verle, porque iba a pasar por allí» (v. 4). Se subió a un sicómoro: Zaqueo, el hombre que dominaba todo, hace el ridículo, va por el camino del ridículo para ver a Jesús. Pensemos qué sucedería si, por ejemplo, un ministro de economía se subiese a un árbol para ver algo: se arriesga a las burlas. Y Zaqueo se arriesgó a que se burlasen de él para ver a Jesús, hizo el ridículo. Zaqueo, en su bajeza, siente la necesidad de buscar otra mirada, la de Cristo. Aún no lo conoce, pero espera a alguien que lo libere de su condición —moralmente baja—, que le haga salir de la ciénaga en la que se encuentra. Esto es fundamental: Zaqueo nos enseña que, en la vida, nunca está todo perdido. Por favor: ¡nunca está todo perdido, nunca! Siempre podemos dar espacio al deseo de recomenzar, de reiniciar, de convertirnos. Y esto es lo que hace Zaqueo.
En este sentido, es decisivo el segundo aspecto: la mirada de Jesús. Él ha sido enviado por el Padre a buscar a quien se ha perdido; y cuando llega a Jericó, pasa precisamente bajo el árbol en el que está Zaqueo. El Evangelio narra que «Jesús levantó la mirada y le dijo: “Zaqueo, baja pronto, porque conviene que hoy me quede en tu casa”» (v. 5). Es una imagen muy hermosa, porque si Jesús debe alzar la mirada, significa que mira a Zaqueo desde abajo. Esta es la historia de la salvación: Dios no nos ha mirado desde lo alto para humillarnos y juzgarnos, no; por el contrario, se ha rebajado hasta lavarnos los pies, mirándonos desde abajo y restituyéndonos la dignidad. Así, el cruce de miradas entre Zaqueo y Jesús parece resumir toda la historia de la salvación: la humanidad con sus miserias busca la redención; pero, ante todo, Dios con su misericordia busca a la criatura para salvarla.
Hermanos, hermanas, recordemos esto: la mirada de Dios no se detiene nunca en nuestro pasado lleno de errores, sino que ve con infinita confianza lo que podemos llegar a ser. Y si a veces nos sentimos personas de baja estatura, que no están a la altura de los desafíos de la vida y, menos aún, de los del Evangelio, empantanadas en los problemas y en los pecados, Jesús nos mira siempre con amor: como con Zaqueo, viene a nuestro encuentro, nos llama por nuestro nombre y, si lo acogemos, viene a nuestra casa.
Podemos entonces preguntarnos: ¿Cómo nos vemos a nosotros mismos? ¿Nos sentimos inadecuados y nos resignamos, o precisamente cuando nos sentimos desanimados buscamos a Jesús? Y, además, ¿cómo miramos a quienes se han equivocado y tienen dificultad para levantarse del polvo de sus errores? ¿Es una mirada desde lo alto que juzga, desprecia, que excluye? Recordemos que solo es lícito mirar a una persona de arriba abajo para ayudarla a levantarse; nada más. Solamente así es lícito mirar de arriba abajo. Los cristianos debemos tener la mirada de Cristo, desde abajo, que abraza, que busca al que está perdido, con compasión. Esta es, y debe ser, la mirada de la Iglesia, siempre, la mirada de Cristo, no una mirada de condena.
Recemos a María, cuya humildad miró el Señor, y pidámosle el don de una mirada nueva sobre nosotros mismos y sobre los demás.