En el día de hoy, 31 de octubre, la primera lectura (Rom 8,18-25) y el evangelio (Lc 13,18-21)) de la liturgia de la misa nos hablan de la esperanza del reinado de Dios.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,18-25):
Sostengo que los sufrimientos de ahora no pesan lo que la gloria que un dia se nos descubrirá. Porque la creación, expectante, está aguardando la plena manifestación de los hijos de Dios; ella fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por uno que la sometió; pero fue con la esperanza de que la creación misma se vería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy la creación entera está gimiendo toda ella con dolores de parto. Y no sólo eso; también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la hora de ser hijos de Dios, la redención de nuestro cuerpo. Porque en esperanza fuimos salvados. Y una esperanza que se ve ya no es esperanza. ¿Cómo seguirá esperando uno aquello que ve? Cuando esperamos lo que no vemos, aguardamos con perseverancia.
Lectura del santo evangelio según san Lucas (13,18-21):
En aquel tiempo, decía Jesús: «¿A qué se parece el reino de Dios? ¿A qué lo compararé? Se parece a un grano de mostaza que un hombre toma y siembra en su huerto; crece, se hace un arbusto y los pájaros anidan en sus ramas.»
Y añadió: «¿A qué compararé el reino de Dios? Se parece a la levadura que una mujer toma y mete en tres medidas de harina, hasta que todo fermenta.»
Dios entregó al hombre como don (y tarea), la creación; que quedó fustrado al no ser aceptado ese don, debido al pecado. Así la creación, existe en perspectiva -gimiendo con dolores de parto-, preñada de esperanza. Todos gemimos aguardando por ser liberados de la esclavitud pecado, por una plena filiación de Dios, viviemos en la esperza de esa plenitud. Hemos de aguardar la realización de las promesas del Reino, y hacerlo con perseveración. Un día veremos la gloria del Reino.
La realidad parece contradecir que haya semillas del Reino en medio del mundo actual, cabe rememorar ahora más que nunca las palabras de san Juan: «el mundo yace bajo el poder del Maligno» (1 Jn 5,19). Aunque no veamos florecer el reino de Dios como cabría desear por todos los que creemos, no por ello debemos dejarnos desfallecer y no perder la esperanza, pues aunque no parezca visible, el reino de Dios cree por obra de la gracia de Dios. El evangelio de hoy pone de relieve en la fuerza expansiva y transformadora del reinado de Dios: con las dos parábolas a las que se parece el Reino, un pequiñisimo grano de mostaza que crece y crece hasta hacerse tan grande que es capaz de acobijar nidos de pájaros, y la lavadura de la masa de harina, que la hace fermentar…
El reinado, mejor que reino, de Espíritu divino en la historia humana tiene ese carácter -como la forma verdad de gerundio- de dinamismo, de vitaliad contanste, pues «no es Dios de muertos, sino de vivos» (Lc 20,38); el Señor se mueve y actua en nosotros, y nos hace crecer, si se lo permitimos, en dirección a la santísima caridad, hacía la vida de la gracia plena.
El reino de Dios es, pues, un reino de santidad y gracia. Dios lo hace casi todo, partiendo de algo pequeño, casi insignificante, puede llegar a ser sobreabundancia prodigiosa. Todo lo hace Dios, en su reino, donde el reina cuidando -como Señor del «territorio» que gobierna y protege- de sus ciudadanos, de los que se prestar a vivir en sus dominios de santidad. Ahí la gracia, la acción divina actúa para el bien de los suyos
Al reino de Dios hay que dejarle hacer… dentro de nosotros y en en medio de nosotros, en nuestra historia.
El reino o reinado de Dios es fruto gratuito que supera con mucho la acción humana, es más, el ser humano tan solo tiene que «estar», prestarse «pasivamente», dejarse hacer, a que la semilla crezca, mientras él esta «como ausente», durmiendo, la gracia del reino, la acción divina en el terreno (alma) humana va actuando y haciéndola crecer en santidad.
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Palabras del papa Francisco
(Santa Marta, 29 octubre 2019)
La esperanza es vivir en tensión, siempre, sabiendo que no podemos hacer el nido aquí: la vida del cristiano está «en tensión hacia». Si un cristiano pierde esta perspectiva, su vida se vuelve estática y las cosas que no se mueven se corrompen. Pensemos en el agua: cuando el agua está quieta, no corre, no se mueve, se corrompe. Al cristiano que no es capaz de estar en tensión hacia la otra orilla, le falta algo: terminará corrupto. Para él, la vida cristiana será una doctrina filosófica, la vivirá así, dirá que es fe pero sin esperanza no lo es.
Si queremos ser hombres y mujeres de esperanza, debemos ser pobres, pobres, no apegados a nada. Pobres. Y abiertos hacia la otra orilla. La esperanza es humilde, y es una virtud que se trabaja – por decirlo así – todos los días: todos los días es necesario volver a tomarla, todos los días debemos tomar la cuerda y ver que el ancla está fija allí y que yo la tengo en la mano; todos los días es necesario recordar que tenemos el anticipo, que es el Espíritu que trabaja en nosotros con las cosas pequeñas.
Por eso, la esperanza es una virtud que no se ve: trabaja desde abajo; nos hace ir y mirar desde abajo. No es fácil vivir en la esperanza, pero yo diría que debería ser el aire que respira un cristiano, el aire de la esperanza; de lo contrario, no podrá caminar, no podrá seguir adelante porque no sabe adónde ir. La esperanza – esto sí es verdad – nos da seguridad: la esperanza no defrauda. Jamás. Si tú esperas, no te decepcionarás. Debemos abrirnos a esa promesa del Señor, inclinándonos hacia esa promesa, pero sabiendo que hay un Espíritu que trabaja en nosotros.
Que el Señor nos dé a todos nosotros esta gracia de vivir en tensión, en tensión, pero no por los nervios, los problemas, no: en tensión por el Espíritu Santo que nos arroja hacia la otra orilla y nos mantiene en la esperanza.