En Evangelio (Mt 9,27-31) de la liturgia de la misa del día de hoy, 6 de diciembre, se narra la curación de dos ciegos por Jesús. Donde se dan dos factores fundamentales para que surja el milagro: la compasión divina y la fe.
El esquema de la secuencia es un patrón conocido: unas personas enfermas, generalmente incurables, que se dirigen a Jesús a voz en grito, apelando desesperadamente a la compasión de quien les puede curar, y Jesús, misericordioso, que les pide por su parte, un muestra de fe. En otras perícopas podemos ver hechos semejantes, como el que hablamos en otro artículo: «La fe en la compasión divina«.
Más allá del milagro, les devuelve la capacidad de ver la vida con una perspectiva nueva. Sin embargo, antes de sanar, Jesús les pregunta: “¿Creéis que puedo hacerlo?”. Aquí, el Señor no solo quiere sanar sus cuerpos, sino también activar su fe, porque la verdadera luz nace de un corazón que confía plenamente en Él.
Aunque Jesús les pidió que no lo dijeran, pues, muy posiblemente la multitud le abordaría para proclamarle el Mesías, cual nuevo David, rey que haría de Israel un pueblo poderoso (políticamente), lo cual subvertiría su real misión mesiánica de traer un Reino según Dios, cuya expresión más relevante es el predicado en las Bienaventuranzas, un reino de santidad. Pero, claro, ¿cómo esos benditos de Dios, que han recobrado la vista, la luz, iban a callar tal manifestación del Reino en ellos?
Esto dice la primera lectura de la liturgia: «Aquel día, oirán los sordos las palabras del libro; | sin tinieblas ni oscuridad verán los ojos de los ciegos. Los oprimidos volverán a alegrarse en el Señor, | y los pobres se llenarán de júbilo en el Santo de Israel; porque habrá desaparecido el violento, no quedará rastro del cínico; | y serán aniquilados los que traman para hacer el mal» (Is 29,18-20).
Dios ya está actuando en medio de nosotros. Su gracia transforma nuestra ceguera espiritual en visión clara, abre nuestros oídos para escuchar su palabra y nos llena de júbilo incluso en las dificultades.
Lectura del santo Evangelio según San Mateo 9, 27-31
En aquel tiempo, dos ciegos seguían a Jesús, gritando:
«Ten compasión de nosotros, hijo de David».
Al llegar a la casa se le acercaron los ciegos, y Jesús les dijo:
«¿Creéis que puedo hacerlo?».
Contestaron:
«Sí, Señor».
Entonces les tocó los ojos, diciendo:
«Que os suceda conforme a vuestra fe».
Y se les abrieron los ojos. Jesús les ordenó severamente:
«¡Cuidado con que lo sepa alguien!».
Pero ellos, al salir, hablaron de él por toda la comarca.
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Palabras del papa Francisco
(Homilía a Nicosia, 3 de diciembre de 2021)
Mientras Jesús pasaba, dos ciegos le expresaban a gritos su miseria y su esperanza: «¡Hijo de David, ten piedad de nosotros!» (Mt 9,27). “Hijo de David” era un título atribuido al Mesías, que las profecías anunciaban como proveniente de la estirpe de David. Los dos protagonistas del Evangelio de hoy son ciegos y, sin embargo, ven lo más importante: reconocen a Jesús como el Mesías que ha venido al mundo. Detengámonos en tres pasos de este encuentro que, en este camino de adviento, pueden ayudarnos a acoger al Señor que viene, al Señor que pasa.
El primer paso: ir a Jesús para sanar. El texto dice que los dos ciegos gritaban al Señor mientras lo seguían (cf. v. 27). No lo veían, pero escuchaban su voz y seguían sus pasos. Buscaban en el Cristo lo que habían preanunciado los profetas, es decir, los signos de curación y de compasión de Dios en medio de su pueblo. A este respecto, Isaías había escrito: «Se despegarán los ojos de los ciegos» (35,5). Y otra profecía, incluida en la primera Lectura de hoy: «Los ojos de los ciegos verán sin sombra ni oscuridad» (29,18). Los dos ciegos del Evangelio se fían de Jesús y lo siguen en busca de luz para sus ojos.
¿Y por qué, hermanos y hermanas, estas dos personas se fían de Jesús? Porque perciben que, en la oscuridad de la historia, Él es la luz que ilumina las noches del corazón y del mundo, que derrota las tinieblas y vence toda ceguera. También nosotros, como los dos ciegos, tenemos cegueras en el corazón. También nosotros, como los dos ciegos, somos viajeros a menudo inmersos en la oscuridad de la vida. Lo primero que hay que hacer es acudir a Jesús, como Él mismo dijo: «Vengan a mí todos los cansados y abrumados por cargas, y yo los haré descansar» (Mt 11,28). ¿Quién de nosotros no está de alguna manera cansado y abrumado? Todos. Pero nos resistimos a ir hacia Jesús; muchas veces preferimos quedarnos encerrados en nosotros mismos, estar solos con nuestras oscuridades, autocompadecernos, aceptando la mala compañía de la tristeza. Jesús es el médico, sólo Él, la luz verdadera que ilumina a todo hombre (cf. Jn 1,9), nos da luz, calor y amor en abundancia. Sólo Él libera el corazón del mal. Podemos preguntarnos: ¿me encierro en la oscuridad de la melancolía, que reseca las fuentes de la alegría, o voy al encuentro de Jesús y le ofrezco mi vida? ¿Sigo a Jesús, lo “persigo”, le grito mis necesidades, le entrego mis amarguras? Hagámoslo, démosle a Jesús la posibilidad de curarnos el corazón: este es el primer paso; la curación interior requiere otros dos.
El segundo paso es llevar las heridas juntos. En este relato evangélico no se cura a un solo ciego, como por ejemplo, en el caso de Bartimeo (cf. Mc 10,46-52) o del ciego de nacimiento (cf. Jn 9,1-41). Aquí los ciegos son dos. Se encuentran juntos en el camino. Juntos comparten el dolor por su condición, juntos desean una luz que pueda hacer brillar un resplandor en el corazón de sus noches. El texto que hemos escuchado está siempre en plural, porque los dos hacen todo juntos: ambos siguen a Jesús, ambos, dirigiéndose a Él, le piden la curación a gritos; no cada uno por su lado, sino juntos. Es significativo que digan a Cristo: ten piedad de nosotros. Usan el “nosotros”, no dicen “yo”. No piensa cada uno en su propia ceguera, sino que piden ayuda juntos. Este es el signo elocuente de la vida cristiana, el rasgo distintivo del espíritu eclesial: pensar, hablar y actuar como un “nosotros”, saliendo del individualismo y de la pretensión de la autosuficiencia que enferman el corazón.
Los dos ciegos, al compartir sus sufrimientos y con su amistad fraterna, nos enseñan mucho. Cada uno de nosotros de algún modo está ciego a causa del pecado, que nos impide “ver” a Dios como Padre y a los otros como hermanos. Esto es lo que hace el pecado: distorsiona la realidad, nos hace ver a Dios como el amo y a los otros como problemas. Es la obra del tentador, que falsifica las cosas y tiende a mostrárnoslas bajo una luz negativa para arrojarnos en el desánimo y la amargura. Y la horrible tristeza, que es peligrosa y no viene de Dios, anida bien en la soledad. Por tanto, no se puede afrontar la oscuridad estando solos. Si llevamos solos nuestras cegueras interiores, nos vemos abrumados. Necesitamos ponernos uno junto al otro, compartir las heridas y afrontar el camino juntos.
Queridos hermanos y hermanas, frente a cada oscuridad personal y a los desafíos que se nos presentan en la Iglesia y en la sociedad estamos llamados a renovar la fraternidad. Si permanecemos divididos entre nosotros, si cada uno piensa sólo en sí mismo o en su grupo, si no nos juntamos, si no dialogamos, si no caminamos unidos, no podremos curar la ceguera plenamente. La curación llega cuando llevamos juntos las heridas, cuando afrontamos juntos los problemas, cuando nos escuchamos y hablamos entre nosotros. Y esta es la gracia de vivir en comunidad, de comprender el valor de estar juntos, de ser comunidad. Pido para ustedes que puedan estar siempre juntos, siempre unidos; seguir adelante así y con alegría, hermanos cristianos, hijos del único Padre. Y lo pido también para mí.
Y el tercer paso es anunciar el Evangelio con alegría. Después de haber sido curados juntos por Jesús, los dos protagonistas anónimos del Evangelio, en los que podemos reflejarnos, comenzaron a difundir la noticia en toda la región, a hablar de eso en todas partes. Hay un poco de ironía en este hecho: Jesús les había recomendado que no dijeran nada a nadie, sin embargo, ellos hicieron exactamente lo contrario (cf. Mt 9,30-31). Pero por el relato se entiende que no era su intención desobedecer al Señor, sino que simplemente no lograron contener el entusiasmo por haber sido curados y la alegría por lo que habían vivido en el encuentro con Él. Aquí hay otro signo distintivo del cristiano: la alegría del Evangelio, que es incontenible, «llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 1); la alegría del Evangelio libera del riesgo de una fe intimista, distante y quejumbrosa, e introduce en el dinamismo del testimonio.
Queridos amigos, es hermoso verlos y percibir que viven con alegría el anuncio liberador del Evangelio: les agradezco por esto. No se trata de proselitismo —por favor, nunca hagan proselitismo—, sino de testimonio; no es moralismo que juzga —no, no lo hagan—, sino misericordia que abraza; no se trata de culto exterior, sino de amor vivido. Los animo a seguir adelante en este camino. Como los dos ciegos del Evangelio, renovemos también nosotros el encuentro con Jesús y salgamos de nosotros mismos sin miedo para testimoniarlo a cuantos encontremos. Salgamos a llevar la luz que hemos recibido, salgamos a iluminar la noche que a menudo nos rodea. Hermanos y hermanas, se necesitan cristianos iluminados, pero sobre todo luminosos, que toquen con ternura las cegueras de los hermanos, que con gestos y palabras de consuelo enciendan luces de esperanza en la oscuridad; cristianos que siembren brotes de Evangelio en los áridos campos de la cotidianidad, que lleven caricias a las soledades del sufrimiento y de la pobreza.
Hermanos, hermanas, el Señor Jesús pasa, también pasa por nuestras calles de Chipre, escucha el grito de nuestras cegueras, quiere tocar nuestros ojos, quiere tocar nuestro corazón, quiere atraernos hacia la luz, hacernos renacer y reanimarnos interiormente: esto quiere hacer Jesús. Y también a nosotros nos dirige la pregunta que hizo a aquellos ciegos: «¿Creen que puedo hacer esto?» (Mt 9,28). ¿Creemos que Jesús pueda hacer esto? Renovemos nuestra confianza en Él. Digámosle: Jesús, creemos que tu luz es más grande que cualquiera de nuestras tinieblas, creemos que Tú puedes curarnos, que Tú puedes renovar nuestra fraternidad, que puedes multiplicar nuestra alegría; y con toda la Iglesia te invocamos, todos juntos: ¡Ven, Señor Jesús! [todos repiten: “¡Ven, Señor Jesús!”] ¡Ven, Señor Jesús! [todos repiten: “¡Ven, Señor Jesús!”] ¡Ven, Señor Jesús! [todos repiten: “¡Ven, Señor Jesús!”]
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Catena Aurea
San Jerónimo
Al milagro de la hija del príncipe y al de la mujer enferma, sigue el de los ciegos, a fin de que lo que allí se demostró con ocasión de la muerte y la enfermedad, se demuestre aquí con ocasión de la ceguera. Por eso dice: «Y saliendo Jesús de allí (esto es, de la casa del príncipe), le siguieron dos ciegos clamando y diciendo: Compadeceos de nosotros, hijo de David».
San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 32,1
No es pequeña la acusación que aquí hace a los judíos. Mientras los que carecen de vista reciben la fe por el oído, ellos que tenían vista y presenciaban los milagros se declaraban contra la fe. Ve aquí el deseo de los ciegos, porque no se acercan simplemente a Jesús, sino que le suplican y le piden una sola cosa: que tenga misericordia de ellos. Y le llaman hijo de David; porque les parecía que con este nombre lo honraban.
Remigio
Con razón, pues, le llaman hijo de David, porque la Virgen María trae su origen de la estirpe de David.
San Jerónimo
Oigan Marción, Maniqueo y todos los demás herejes, que destrozan el Antiguo Testamento y aprendan por qué el Salvador es llamado hijo de David, pues ¿cómo pudo ser llamado hijo de David, si no nació en la carne?
San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 32,1
Es necesario advertir, que Jesús hizo muchas veces milagros después de habérselo suplicado, a fin de que nadie creyera que se valía de los milagros como de un medio para adquirir una fama brillante.
San Jerónimo
Y, sin embargo, no curaba en los caminos y como al paso, a los que se lo suplicaban (como ellos pensaban), sino después de haber llegado a sus casas y haberse acercado ellos a El para que entrara. Discute primero su fe, a fin de que puedan recibir de esta manera la luz de la verdadera fe. Por eso se dice: «Y habiendo llegado a la casa, se le aproximaron los ciegos y les dijo Jesús: ¿Creéis que yo puedo hacer esto con vosotros?»
San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 32,1
De nuevo nos enseña Jesús en este lugar a despreciar la gloria que dan los hombres y estando próxima la casa, conduce a ella a los ciegos, para darles la salud en particular.
Remigio
No ignoraba El que podía dar la vista a los ciegos, si efectivamente tenían éstos fe; sino que les hizo esa pregunta, con el objeto de que al confesar ellos de palabra su fe interior, merecieran mayor recompensa según aquello de San Pablo: «La confesión de la boca es para la salud» ( Rom 10).
San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 32,1
Y no solamente por esto, sino para hacerles ver que eran dignos de ser curados y y para reprender a aquellos que pretendían que puesto que sólo la misericordia salva, todos debíamos salvarnos. Y por eso les exige la fe, para elevarlos a cosas más sublimes y puesto que le llamaron hijo de David, debían pensar de El otras cosas más elevadas, de ahí es que no dijo: ¿Creéis que yo puedo suplicar al Padre?, sino: ¿creéis que yo puedo hacer esto? y su respuesta fue: ¡Ciertamente, Señor! No le llaman otra vez hijo de David, sino que se elevan a mayor altura y confiesan su dominio y entonces El mismo les impone sus manos y les toca los ojos diciéndoles: «Hágase en vosotros según vuestra fe». Les dijo esto para confirmarlos más en su fe y para contestar a aquellos que decían que no eran más que una adulación las palabras que dijeron al Señor. Después de esto sigue la curación: «y fueron abiertos sus ojos». Después que fueron curados, les manda un silencio absoluto sobre este acto y. No lo manda sencillamente, sino con gran energía. Jesús les dirigió con fuerza estas palabras: «cuidad que nadie lo sepa. Pero ellos salieron de allí y lo publicaron por todo el país».
San Jerónimo
Les mandó el Señor el silencio por amor a la humildad y para evitar todo brillo y vanidad. Pero ellos agradecidos no pudieron dejar en el silencio tan grande beneficio.
San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 32,1
No está en oposición con esto lo que se dice en otro lugar: «Ve y anuncia la gloria de Dios» ( Lc 8,39). El nos enseña que lo que debemos impedir, es el que nos alaben a nosotros, a causa de nosotros mismos, pero no debemos impedir, sino antes al contrario, mandar el que todas las obras tengan por objeto la gloria de Dios y se hagan por El.
San Hilario, in Matthaeum, 9
O también manda el Señor callar a los ciegos porque el ministerio de la predicación pertenece a los Apóstoles.
San Gregorio Magno, Moralia, 19
Debemos preguntar aquí: ¿en qué consiste que el mismo Omnipotente (para quien son una misma cosa el querer y el poder), manda que no se publiquen sus milagros y, sin embargo, son publicados como a pesar suyo, por los mismos que recibieron la luz? Da en esto un ejemplo a los discípulos, que quieren seguir sus huellas, para que oculten ellos sus propias virtudes y dejen, a pesar suyo, a los demás el que las divulguen, a fin de que se aprovechen todos de tan buenas obras. Ocúltelas, pues, el deseo y publíquelas la necesidad: sirva la ocultación para la propia salvación y su publicación para utilidad ajena.
Remigio
En sentido alegórico, los dos ciegos representan los dos pueblos, el judío y el gentil; o también las dos facciones, que se formaron en tiempo de Roboam, del pueblo judío. Cristo se dirigió a los que de uno y otro pueblo creían en El con el objeto de iluminarlos en su casa, esto es, en la Iglesia, porque fuera de la unidad de la Iglesia no puede haber salvación. Y aquellos de entre los judíos que creyeron en El, fueron los que divulgaron por toda la tierra la venida del Señor.
Rábano
La casa del príncipe es la sinagoga sujeta a Moisés y la de Jesús, la Jerusalén celestial. Los dos ciegos siguen al Señor en su paso por este mundo y de regreso a su casa. Pues muchos de entre los judíos y gentiles, después de predicado el evangelio por los Apóstoles, comenzaron a seguirle. Después que subió a los cielos, entró en su casa, esto es, en su Iglesia y los iluminó allí.

