Santo Tomás, apóstol al que le costara creer…, pronunció el dogma más rotundo —Jesucristo, Dios y Señor— y acabó su vida dando testimonió de su fe con su sangre. Y que como consta en la lectura del evangelio del día (ver más abajo), la fe se hace central en personaje, al que Jesús si dirige especialmente, pues dudaba de lo que oyó de los demás apóstoles cuando, al estar ausente en la tarde del domingo de resurrección, Jesús se les apareció resucitado.
La escena es de los más plástica y convincente: Jesús le pide que palpe las heridas de su pasión. Y le dice: «y no seas incrédulo, sino creyente.»
Entonces Tomás exclamó con una confesión total: «¡Señor mío y Dios mío!».
Pero esa una declaración del reconocimiento del señorío y divinidad de Jesús resucitado, producto de la comprobación, de la ausencia de fe; de ahí Jesús dijera: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.» Es decir, agraciados los que tenga fe (los que crean si haber visto como Tomás).
Quizá resultara demasiado hermoso (el que Jesús hubiera resucitado), para creerlo. Pero en ello, hay un grado de obturación, de terca desconfianza, de falta de pureza, de inocencia, de espíritu de la infancia, de estar disponibles a la verdad, a confiar en la palabra…, a dejarse sorprender, fascinar, a enamorarse de la Verdad.
Tener fe, como dice el Señor, es una dicha. Y el muchas partes de los evangelios el mismo Jesús afirma que hay confesiones de fe, que no proceden de la carne sino del Padre; es decir, que no son de cosecha propia sino gracia, don de Dios.
Para recibir este don se requiere una disposición a acogerlo. Hoy esto se ha hecho complicado; pues se precisa de un grado de humanidad.
Hay una correlación entre la deshumanización y la carencia de fe. La importancia de la fe para mantenernos humanos en una sociedad que cada vez nos deshumaniza más. Cada vez va a hacer más falta creer en ese Dios que ha creado y salvado lo humano a pesar de sus miserias. La urgencia de la fe se hace patente. Ya no se trata de tener fe para acercarse a Dios, sino para seguir siendo humanos.
La fe ha de fascinar y solo en una humanidad no escéptica y refractaria puede exclamar, sin haber visto: «¡Señor mío y Dios mío!»
Pedir pruebas en la fe, quebranta la virtualidad de la misma. Pues su esencia radica en la confianza, en una confianza amorosa y fascinada por aquel objeto de fe que es un Dios Amor, digno de toda confianza. Y porque la fe es una virtud teologal; no es de origen humano, sino divino.
Los que tenemos fe hemos de estar eternamente agradecidos. Es el bien mayor, y se nos ha dado gratuitamente.
Lectura del santo evangelio según san Juan (20,24-29):
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.
Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor.»
Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo.»
A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos.
Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros.»
Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.»
Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!»
Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto.»