Rostro de ángel

Cristo de Rembrandt

               ¡Mándanos la luz de tu semblante, oh Yavé! (Sal 4,7b)

               Su cara era como el sol que brilla en todos su esplendor. (Ap 16b)

         Moisés, que ponía un velo sobre su rostro para que no se fijasen los israelitas en su resplandor (2 Cor 3.12-13).

 

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            Estando Esteban, ante el Sanedrín,

         «vieron su rostro como el rostro de un ángel».  (Hch 6,15b). 

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                 El corazón del hombre se refleja en su semblante (Eclo 13,25).

              Se lee en la vida de san Francisco de Sales que dos herejes se confabularon para matarle y se pusieron a esperarle por donde solía pasar solo. Pero cuando compareció san Francisco, vieron su rostro tan grave y tan lleno de  bondad, que no osaron llevar a efecto su malvado designio. El les salió al encuentro y les saludó como a amigos.[1]

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            Es tal la admirativa veneración que sienten por su confesor, que les parece descubrir en su rostro resplandores angélicos cuando les lleva el Santísimo.

           El Reformador se puso a decir misa, que oyen todas las monjas. Estando fray Juan en el altar, la madre Ana advierte un resplandor misterioso que sale del sagrario y envuelve al celebrante. La luz aumenta en intensidad a medida que adelanta al santo sacrificio. En el momento de la comunión observa la priora que el rostro de fray Juan resplandece, mientras sus ojos destilan “unas lágrimas muy serenas”.[2]  

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         Cuando la cosas —especialísimamente el ser humano— entran en contacto con la gracia divina, se iluminan, irradian amor, gloria de Dios. Una irradiación amorosa, sobrenatural, que hacia a los verdugos del padre Kolbe pedirle que no les mirara.

         Sólo una cosa es importante pertenecer la Reino —reinado— de Dios, estar instalados en esa corriente divina de la gracia, y ser arrastrados, transportados, absorbidos por ella, trasnsfigurados. Cuando esto suceda, entonces uno se sentirá amado misericordiosamente, santificado, distanciado de las cosas, intocable en el centro por el mal, envuelto por una atmósfera de paz, por una corriente sublime, amable, cálida, tierna…, salvífica.

         No hay otra cosa que hacer que entrar en la corriente de vida que brota de Dios, ser saciados por la gracia, y florecer. Lo único que podemos hacer es dejarnos llevar, dejarnos hacer, ser dúctiles a la acción del Espíritu de Dios en nosotros. Ello requiere un grado de abandono, que sólo los sencillos, lo pequeños… son capaces de realizar, o mejor, dejarse realizar.

         La corriente divina está ahí, no tenemos que inventarla ni crear la atracción, está ahí, simplemente. Tan sólo tenemos que sentirlo y creerlo, y entregarnos. Es todo. Dios intervendrá entonces, lo está deseando.         

         Una fe viva es un don, un don que es fuente de vida. Que ha de informar todos los actos y toda la existencia del creyente. Todo cristiano coherente con su fe debe reflejar en él con toda sencillez un no sé qué de divino, de misterio…, transportar un magnetismo en torno suyo, haciendo partícipes de una forma analógica a los demás de esa irradiación divina que lo habita.

         Si habéis tenido ocasión de tratar con algún hermano/a de vida consagrada, habréis percibido el sosiego bondadoso, dulce, feliz, el resplandor sereno que proveniente del alma se le asoma al rostro. Dios irradia a través de la persona contemplativa que ama. Quien ha visto a estas almas de clausura, aunque haya sido por un momento, esa sensación única es una experiencia momentánea que nunca se olvida.

          Dios se hace presente como signo visible en el rostro del hombre que ama. Esta es la revelación de su gloria: la vida del hombre que se presta a que aflore en su conducta la gracia que lleva dentro, a que la vida de la que vive fluya, a que su ser sea. El hombre que se atreve a ser lo que es, se convierte en testigo de la Verdad eterna.

          Dios es amor, y el hombre está constituido ontológicamente con amor; el amor forma (parte de) su ser. Y quien ama actúa según su natural modo de ser.  Amar, amarse, es permitirse ser lo que es. Actuar bondadosamente es poner de manifiesto lo que se lleva dentro; es la presencia de Dios irradiando vida en la vida. Amar es divinizarse.

         Quien de alguna manera participa místicamente de la vida trinitaria, como miembros de la Iglesia, se convierten en canales por los que transcurre visible y explícitamente la gracia sobrenatural. Transmisores de la gracia.

      El rostro de la ternura desarmada. El amor es la única fuerza transformante verdaderamente, radical, a “profundis”.

         Transformar cuanto nos rodea, haciendo que quien nos vea diga como Jacob a su hermano: “He visto tu rostros y es como si hubiese visto el rostro de Dios”. (Gén 33,10).        

         El rostro divinizado compromete. Según el sabio filósofo de origen judio Levinas: la gran cuestión de la filosofía es el Otro, el rostro del otro es la pregunta, la interpretación del rostro que interpela, es ética; la filosofía tiene que ser ética. El otro nos resitua; como responsabilidad moral.

         En todo hombre brilla con mayor o menor intensidad la cualidad de su ser, por lo que todos somos sujetos activos a la vez que pasivos:

         «Dios mío, haz que para mi brille tu rostro en la vida de otro. Esta luz irresistible de tus ojos, encendía en el fondo de las cosas, me han alcanzado ya sobre todo trabajo factible, sobre todo dolor a atravesar. Dame sobre todo que pueda descubrirte en los más íntimo, en lo más perfecto, en lo más lejano del alma de mis hermanos». [3]     

      «Hemos de reconocer que el cuerpo terrestre no se adapta ya al espíritu humano cuando éste está completamente poseído por el Espíritu Santo. Puede ocurrir el cuerpo irradie por el Espíritu Santo que vive en él, de tal forma que comience a anticipar el cuerpo glorioso y deje ver la gloria del Espíritu. La tradición ortodoxa habla en ese caso, siguiendo a Gregorio Palamos (1296-1359), de la luz del Tabor; ésta penetra al hombre como una energía divina y se hace visible en el cuerpo. Pero este fenómeno es muy raro y no es nunca continuo. Existe una desproporción entre el cuerpo terreste y la vida “espiritual” cuando ésta alcanza cierto grado de intensidad. “No toda carne es igual” escribe Pablo. Existe un cuerpo mortal, corruptible y “un cuerpo espiritual, glorificado, inmortal” (1 Co 15,39-44).  Sólo este cuerpo glorificado está completamente adaptado al Espíritu Santo que vive en nosotros. Sólo cuando recibamos el cuerpo glorificado podremos vivir en una armonía total.»[4]

            Todos nosotros, a cara descubierta, reflejamos como espejos la gloria del Señor y nos transformamos en la misma imagen  de gloria, como movidos por el Espíritu del Señor (2 Cor 3,18).

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En la primera lectura (Hechos de los apóstoles 6,8-15) de la litrugia de la misa del 24 de abril, se lee el episodio de san Esteban, momentos ates de su martirio:

En aquellos días, Esteban, lleno de gracia y poder, realizaba grandes prodigios y signos en medio del pueblo. Unos cuantos de la sinagoga llamada de los libertos, oriundos de Cirene, Alejandría, Cilicia y Asia, se pusieron a discutir con Esteban; pero no lograban hacer frente a la sabiduría y al espíritu con que hablaba.
Entonces indujeron a unos que asegurasen:
«Le hemos oído palabras blasfemas contra Moisés y contra Dios».
Alborotaron al pueblo, a los ancianos y a los escribas, y, viniendo de improviso, lo agarraron y lo condujeron al Sanedrín, presentando testigos falsos que decían:
«Este individuo no para de hablar contra el Lugar Santo y la Ley, pues le hemos oído decir que ese Jesús el Nazareno destruirá este lugar y cambiará las tradiciones que nos dio Moisés».
Todos los que estaban sentados en el Sanedrín fijaron su mirada en él y su rostro les pareció el de un ángel.

 

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[1] SALES, L.: «La vida espiritual», Madrid, 1977, p.451.

[2] JESUS DE, CR., Vida de san Juan de la Cruz; en Vida y obras completas de san Juan de la Cruz, BAC, Madrid, 1964, pp. 100 y 266.

[3] P. Teilhard de Chardin, «El medio divino», Madrid 1967, 159-160.

[4] STINISSEN, W., Meditación cristiana profunda, Sal Tarrae, Santander, 1980, pp.  80-81.

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