El verdadero tesoro

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Hoy, 21 de junio, el Evangelio de la Liturgia (Mt 6,19-23) recoge la predicación de Jesús en que trsata de lo que es verdaderamente importante en lavida, que no son precisamente auellos de tgejas abajo, en las que se afanan muchos hombres, sino lo eu sed atesora en el cielo. Y lo sentencia: «donde está tu tesoro allí está tu corazón«. Frase cargada de contenido y que encierra verdad,  que responabiliza sin que podamos fazarnos de ella así como así, como si nada.

Lectura del santo evangelio según san Mateo (6,19-23):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «No atesoréis tesoros en la tierra, donde la polilla y la carcoma los roen, donde los ladrones abren boquetes y los roban. Atesorad tesoros en el cielo, donde no hay polilla ni carcoma que se los coman ni ladrones que abran boquetes y roben. Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, tu cuerpo entero tendrá luz; si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Y si la única luz que tienes está oscura, ¡cuánta será la oscuridad!»

 

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          Reunido el Pleno del Ayuntamiento, tomó la palabra el Alcalde e informó:

       —He recibido un comunicado del obispado anunciándome que el próximo domingo de Ramos vendrá el mismísimo Jesucristo en persona a visitarnos. Ante tan excelsa y extraordinaria visita hemos de disponernos a dar con todos los honores el recibimiento que corresponde a tan divina dignidad. Por lo tanto, según el bando municipal que redactaré de inmediato, todo el pueblo queda obligado a propiciarle todo tipo de atenciones, poniendo cuanto tenemos a su disposición, sin regatear esfuerzo y sacrificio alguno.

      De esta manera el pueblo se dispuso con las mejores galas a acoger la llegada del Señor. El día señalado vieron venir por la lontananza a un hombre vestido de pobre.

         —«¡Ya llega!, ¡Ya llega!» exclamó el primero que apostado a la entrada del pueblo le vio aparecer.

         —Sí, efectivamente El es confirmó el sacerdote del pueblo. Viene como a El le gustó siempre ser: pobre.

         Le agasajaron según lo previsto, dispensándole todo tipo de atenciones: le dieron una suculenta comida y le vistieron con las mejores prendas, y a la partida le ofrecieron un cofre repleto de monedas de oro, para que atendiera a las necesidades de los pobres y marginados.

         Al día siguiente llegó un hombre; y se presentó en el Ayuntamiento:

        —Perdonad, pero me retrasé. Tuve que arreglar el día de ayer unos asuntos allá arriba en el cielo.

        —¡Cómo! ¡Eres tu Jesús! —exclamó sorprendidísimo el alcalde. ¡Corred, corred; salgamos en busca del mendigo de ayer, y recuperemos cuanto le dimos!

       Todo el mundo salió por los caminos persiguiendo el tesoro que el «falso» Jesús se había llevado. Y Dios se quedó solo. 

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¡Cuántos corren tras el falso tesoro del falso dios!, alejándose del Verdadero Tesoro que se encuentra con nosotros, dentro de nosotros.

Llegó Jesús, y se fueron. Porque allí donde está Dios, no puede estar prevalente el negocio mundano, su negación; son opciones -planteadas en terminos absolutos- contrapuestas. No hay lugar para dos señores.

Cuando el interés propio nos arrastra, nos hace alejarnos; cuando el oro sustituye a Dios, entonces somos ateos.

Hay quien en la vida persigue un tipo de riqueza -de los muchos tipos de ella existentes en un mundo empequeñecido que oferta gran variedad de ambiciones, que son efímeros placeres y orgullos marchitos-, e ignora el verdadero tesoro. ¡Riqueza que son verdadera pobreza!

La Escritura nos pone en guardia contra ese amor a la riqueza de la manera más seria. Lo hace mediante ejemplos tal como los de Balaam (Núm 22-24 y 2 Pe 2,15-16), de Giezi (2 Re 5) y de Judas (Mt 26,14-16 y 27,3-5). El amor al dinero llevó al primero por caminos perversos; el segundo enfermó de lepra y el tercero cometió la más grande traición que se pueda cometer.

 “Nadie saldrá de este mundo cargado de bienes terrenos, sino desnudo de todas las cosas, incluso de su mismo cuerpo. Mas los que hubieran predicado la virtud tendrán una riqueza espiritual y llevarán de compañera de viaje la luz de su caridad para con los pobres” (San Cirilo de Alejandría)[1].

El Reino de Dios no tiene precio, y sin embargo cuesta exactamente lo que tengas (…). A Pedro y a Andrés les costó el abandono de una barca y de unas redes; a la viuda le costó dos moneditas de plata…” (San Gregorio Magno)[2].

Si nos determinamos por atesorar lo máximo posible según la mundanidad, estaremos parasitados por los bienes materiales, de modo que allí donde estén estos está nuestro corazón, nuestro ser, yo. Recordemos el destino de estos bienes: ser roidos por la polilla y la carcoma; y esta será la suerte de nuestra alma, si nos apegamos definitivamene a ellas. Avisados estamos.

Siendo formados en la caridad y en toda riqueza de plenitud de la inteligencia para llegar al conocimiento del misterio de Dios, que es Cristo, en el que se encuentran ocultos todos los tesoros… (Col 2,2-3).

          Te daré los tesoros secretos,

         las riquezas escondidas,

         para que sepas que yo soy Yavé,

         el Dios de Israel, que te ha llamado por tu nombre (Is 45,3).

«Siguiendo a Cristo, tratando de vivir de manera conforme a su Palabra, atesoramos riquezas que ni se echan a perder ni nadie nos puede robar. Se trata de tesoros “en el cielo”, pero que ya operan aquí en la tierra, en forma de luz y sabiduría para ver y discernir (elegir y realizar) valores y dimensiones que, sin esa luz del Evangelio, permanecen escondidos y en la oscuridad.» (José M. Vegas).

Si nuestro corazón está cegado por la osrudidad de la avaricia de los interes, especialmente del señor dinero,  ¡cuánta será la oscuridad!

 

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[1] En R. SIERRA BRAVO, Doctrina Social y Económica de los Padres de la  Iglesia, Cía. Bibliográfica Española, S.A., Madrid 1967, n.551.

[2] Hom. 5 sobre los Evangelios

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