“Amaos los unos a otros como yo os amé. Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os mando» (Jn 15,12-14).
El Señor hablaba a Moisés cara a cara, como habla un hombre a su amigo (Ex 33,11)
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Alejandro Magno quiso recompensar a su amigo y filósofo Zenocrates ofreciéndole una bolsa llena de monedas de oro. Este, para sorpresa de aquél, renunció tomarla:
—Gracias, magno Alejandro, pero no lo necesito.
Alejandro, contrariado y molesto por el desprecio, le espetó:
—¡Desdeñas el tesoro que te ofrezco! ¡Nefasta filosofía la tuya! ¿Es que acaso no dispones de amigos entre los cuales repartir esa bolsa? No me bastan a mí los tesoros de Darío para recompensar a todos mis amigos, y tu… ¿no eres capaz repartir entre los tuyos…?
—La recompensa para mis amigos soy yo. Mis amigos, a cambio de los tu tuyos, no necesitan de tales recompensas; por eso son mis amigos.
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«El que es incapaz de amistad es incapaz de religión» (= de religación al Absoluto) (Girardi).
«No permitáis que haya en la amistad otro interés que el que os lleve a profundizar en el espíritu». (Gibran Jalil Gribran[1]).
«Es más o menos lo que sucede en la amistad. Mediante la inhabitación se estable una íntima amistad entre Dios y el hombre. La amistad supone la unión de los amigos en los afectos y valores comunes, y se fomenta con la mutua presencia y el encuentro. Puesto que la amistad entre Dios y el hombre es divina, evidentemente se trata de una amistas perfectísima y de suma unión, que implica una presencia íntima de Dios en la vida del hombre justo y bueno.» (Leonardo Boff).
Cuando los que iban a ser apóstoles de Jesús, y Éste les llamó a seguirle y estar con Él, ellos le preguntaron «¿dónde vives»; Él respondió «venid y veréis», y le siguieron. La casa donde vivía era el espacio abierto, el campo, los caminos, la casa en la que le daban cobijo cuando caía la noche… Eso no les arredró y le siguieron, ninguno le abandonó ante esa especie de vagabundez de ir de un lado para otro, de recorrer Judea, Samaria, Galilea y otros pagos. ¿Por qué? Porque el hogar de todo ellos era la amistad de Jesús, su intimidad, el calor de su amor que supera el de cualquier hogar.
La amistad de Jesucristo, la intimidad de su Sagrado Corazón, es lo que nos ofrece, si nos echamos a andar y seguirle, sin pedirle nada a cambio, sin aferrarnos a seguridades de ningún tipo, únicamente confiando en su Él, en la amistad que nos ofrece, la cual contiene toda plenitud. Tener fe en esto es lo únicamente importante, y la única, verdadera e imperecedera recompensa: la de estar con Él, en su proximidad, en comunión espiritual, inflamado por su amor. Este es el inigualable tesoro de la amistad que el Señor nos ofrece, y al cual nos invita para siempre.
Esta es la clase de amistad verdadera, la que nos hace afines y congeniar Jesús; nos invita a hacer su voluntad, a tener sus sentimientos, a asemejarnos a Él.
Dios pide confianza, acoger el don de la fe; cuando esto sucede entonces se precipita su gracia sobre nuestra alma. Esto supone la plenitud de que cuanto pudiera esperar.
La amistad con Dios lo es esto. De ahí que diera santa Teresa de Jesús: «¡Solo Dios basta!
Aquellos que han forjado su ser en la amistad con Dios, son quienes están en disposición de adentrarse en el mundo sin ser derribados, porque la maldad aunque les tiente no les toca ya en el abismo inalcanzable de su ser. Son de Dios, y el resplandor de su gloria hace impenetrable las tinieblas.
«El secreto de Yavé es para sus fieles» (Sal 25,14). “Un fiel amigo —advertía El Salvador a Santa Matilde— hace participante de todos sus bienes a su amigo y le comunica sus secretos; y así hago yo también”[2]. “Yo os he llamado amigos, porque os manifesté todas las cosas que oí de mi Padre” (Jn 15,15b).
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[1] «El Profeta», EDAF, Madrid, 1986, p. 63.
[2] En ARINTERO, J. G., Cuestiones místicas, BAC, Madrid, 1956, p.434.