Amor humano, amor homínido

Seguramente no exista, entre todas las aspiraciones humanas, otra más noble que la de amar y ser amado. Una vida sin amor es una vida sin sustancia y sin norte, condenada a la esterilidad y a la desesperación; pues no hay nada en la Creación –desde los átomos hasta los ángeles– que pueda existir de forma aislada o independiente. Y, de entre todas las expresiones del amor, acaso ninguna nos provoque tanto interés –y, desde luego, ninguna ha desvelado tanto a poetas, novelistas y filósofos– como el amor entre un hombre y una mujer. Un amor que surge como un cataclismo interior de fuerza arrasadora y que va conociendo, en las distintas edades humanas, expresiones diversas, siempre caracterizadas –cuando el amor no está gangrenado o envenenado por la concupiscencia– por un elemento de exclusividad recíproca que impulsa a los amantes a fundirse y hacerse uno solo.

Andaba yo releyendo un sublime tratadillo sobre el amor humano de Gustave Thibon cuando me tropecé en la televisión con una casposa exaltación del amor homínido. Diez parejas supuestamente enamoradas –en realidad, una chusma sin más amores que el gimnasio y el quirófano, el tatuaje y el bótox– eran separadas y entremezcladas de forma sórdida, para poner a prueba su fidelidad. Tal vez porque no veo apenas la televisión, me impresionaron la vileza y chabacanería del programa, como a veces me ocurre cuando me asomo a los pasatiempos de los hombres de mi tiempo. Pero este programa me pareció demasiado nauseabundo, incluso para el nivel de degeneración imperante. Me llamó la atención que los homínidos, supuestamente enamorados, participasen en un concurso o prueba que consiste en separarse de quienes supuestamente aman; pues cuando uno es joven y está enamorado lo único que desea es estar siempre próximo a la persona amada, exclusivamente dedicado a ella, unido a ella por esa intimidad exclusiva que detiene el tiempo (y a la vez lo hace volar más deprisa). También me sorprendió que los concursantes, por la golosina de hacerse famosetes, asumieran con gusto –con fatuo orgullo, incluso– su condición de cobayas que muestran sin rebozo sus fétidas intimidades al escrutinio de las cámaras. Por supuesto, en el concurso se hacía más pronto famoso el que más pronto cedía a la tentación.

Me pareció todo de una sordidez y una banalidad insuperables, propio de una civilización al borde la bancarrota, o más bien de una civilización que ya ha sido condenada y entretiene su rendición definitiva a la barbarie en un lodazal de pasiones plebeyas, que además se enorgullece exhibiendo. Algún día no muy lejano pagaremos estas vilezas disfrazadas de frivolidad, cuya imitación convertirá a nuestros hijos en seres expoliados (más aún de lo que ya lo estamos nosotros), incapacitados para la lealtad y el compromiso, incapacitados para los afectos duraderos y leales, que habrán sustituido por amores nerviosos en Tinder, poliamores de baratillo y zurriburri que harán infecunda su juventud, corromperán su madurez y arrojarán su vejez a un páramo de soledad y angustia. Pero no hay que preocuparse; pues en ese páramo los estará aguardando la tentación última, más promisoria y cachonda que ninguna, en forma de inyección o pastillita letal que tal vez para entonces les administren homínidos como los concursantes de este programa, tatuados hasta el clítoris o glande, en alguna isla paradisíaca escrutada por las cámaras.

El amor humano, para sobrevivir en una época tan sórdida como la nuestra, necesita de purificaciones a veces desgarradoras. El amor juvenil, tan entusiasta y deslumbrado, corre el riesgo de convertirse en sed vulgar de una felicidad superficial e inmediata, en una divinización de la sensualidad que acaba provocando hastío. El amor de la madurez puede convertirse en una rutina esterilizante que encubre una simbiosis de egoísmos, un compromiso artificial entre dos almas que han llegado a volverse extrañas la una para la otra. El amor de la vejez, por último, acechado por las naturales decepciones y quebrantos producidos por el decaimiento físico y también por las heridas de la amargura, puede hundirse en la aridez y en la insatisfacción. Pero no debemos preocuparnos; pues a las dificultades que ofrece el amor humano nuestra civilización agónica opone las facilidades del amor homínido, tan indoloro y aséptico como la eutanasia. Ambos, en realidad, forman el anverso y el reverso de la misma moneda. Disfrutad como enanos, ¡oh, gigantes modernos!, de las delicias que os ofrece el ocaso de la civilización.

por Juan Manuel de Prada

Publicado en XL Semanal.

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