Un Dios que es amor-misericordioso

Cristo al convertirse para los hombres en paradigma del amor miseriocordioso, proclama con sus obras, más que con sus palabras, que la misericordia es uno de los conocimientos esenciales del vivir el Evangelio.

Cristo nos revela que Dios es amor-misericordioso, y pide a quien le siga dejarse guiar por ese amor. De esta manera, la misericordia, que tiene la forma interior del amor, viene a ser la esencia del ethos cristiano.

El Dios que se manifiesta en la vida de Jesús es un Dios cuya omnipotencia está condicionada por la ternura y la misericordia; es más su poder y su justicia radican  paradójicamente y sorprendentemente en ese misterio de ternura y en esa misericordia.  Jesucristo nos revela que Dios es ternura amorosa (Cf. 1Jn 4,8.16),  y que este ser amorosamente misericordioso es el fundamento de  la perfección humana.

La caridad misericordiosa es característica fundamental de la personalidad moral del cristiano, sin ella todas las perfecciones y virtudes que le adornen de nada sirven (Cfr. 1Cor 13,3b).  

Este carácter singular del ethos viene, pues, a determinar o mejor a dar forma al comportamiento concreto, en su intencionalidad, en su sentido, en la radicalidad del contenido y en su exigencia.

La misericordia humano-cristiana se fundamenta en dos pilares: Por un lado en el aspecto humano, en su común naturaleza, que nos hace solidarios, y por otro, en el factor teológico,

el cual por la fe descubrimos en el otro la imagen de Dios, la presencia de Cristo, quien se identifica sobre todo con el desvalido, quien asume la naturaleza humana, quien nos hace hermanos y nos da valor eterno.

De esta manera, la misericordia humano-cristiana tiene su integración como fundamento en la solidaridad de una naturaleza fraternizada por la voluntad salvífica de Dios.

Todo ser humano comparte la condición humana, y siente con ella. Hay una resonancia con los demás. Sentimos la pertenencía a un todo, a una comunión con la humanidad. La empatía es la base de la compasión que sobrepuja a la benevolencia y al equilibrio cordial de las relaciones humanas.

El hombre, y más el cristiano, obra de Dios, creado a  imagen de Suya e incorporado a Cristo, posee una grandeza que da una profundidad infinita a su  dignidad. Y al entrar en comunión con Dios como hijos, se halla en la radical exigencia de obrar como Dios obra, a su semejanza, misericordiosamente. Porque la misericordia nos hace semejantes a Él. Con lo que el cristiano en el ejercicio del amor misericordioso actualiza la vocación a que está llamado.

La experiencia de la misericordia de Dios ha de llevar al cristiano a que su comportamiento en el contacto diario con los hombres sea fiel reflejo de la experiencia de que vive. Este dinamismo interior, esta fuerza orientadora y esa trascendetalidad ha de cristalizar en hechos concretos de justicia y en relaciones de servicio.

La misericordia divina entraña una obligación para el hombre, que ha de conformarse a la conducta de Dios revelada en plenitud en Cristo: El cristiano debe seguir su ejemplo y mostrarse como El.

El cristiano se halla, pues, vinculado a la vida de Cristo, quien otorga su Espíritu que mueve el corazón a impulsos de amor. Este Espíritu misericordioso viene a ser la ley interior de la que el creyente vive, siente y actúa.

Si el cristiano verdaderamente es aquel que tiene que ver con Cristo, que es de los suyos, que le sigue… si el cristiano es aquel con quien está Cristo: «Sabed que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo» (Mt 28,20), entonces el cristiano habrá de dar los frutos que brotan de este estar unidos a la Vid. El cristiano que se halla vitalizado por la sabia del amormisericordioso habrá de plasmar en hechos concretos la realidad espiritual en la que se sustenta.

El amor-misericordioso no es una simple emoción, una compasión, sino un afectivo y efectivo solidarizarse con el hombre, sobre todo con el «menos» hombre; porque la misericordia cuando se da, según Dios, siempre es reveladora, siempre supone una conquista de dignidad, un descubrir  consciente o inconscientemente  la grandeza insondable y palpitante que portamos.

Compadecerse supone una irrupción emotiva que tiende a encarnarse en gestos precisos, que tiende por su propio dinamismo a «descargarse», a ser efectiva. Ahora bien, como quiera que la condición humana en su estado actual es contingente, y que si ya en el sentir hay una precariedad  ¿y tanto más en cuanto a los medios para hacer operativa la misericordia?, habremos de contar con esta limitación; pero no obstante, no habría de limitar nuestro empeño perdiéndonos en disquisiciones, en búsquedas exhaustivas de claridad absoluta, de pureza sin tacha.

En este sentido de la efectividad de la misericordia y ante el peligro de la inoperancia de un sentimiento desviando la atención en otra dirección, vemos pasajes bíblicos y numerosas palabras en este sentido (vg.: la parábola del Buen samaritano; o la feliz frase de «misericordia quiero y no sacrificios» Mt 19,13 y 12,7). La virtud de la misericordia no es un mero sentimiento, sino una actitud práctica que debe traducirse en algo positivo: compartir con el necesitado, condescendencia con el débil, perdón al que nos ha injuriado, servicio al prójimo, disponibilidad, trato fraterno,… Es la virtud más opuesta al egoísmo,  está impregnada de generosidad sin límite.  La misericordia es el amor decidido, actuante y desinteresado en dirección a la persona para promoverla.

La verdadera fe no se juega tanto a nivel de ortodoxía sino de ortopraxis; así está en línea de salvación quien actúa con amor misericordioso con los demás, pues en ellos se halla Dios; y lo que se haya hecho a ellos, sobre todo a los más pobres, será tenido como hecho a El, aunque no se haya explicitado su nombre.

En su realización concreta la misericordia se actualiza en la justicia. De ahí que la misericordia y la justicia se necesiten mutuamente y se hallen estrechamente vinculadas.

 No es posible, pues, pensar que el amor misericordioso mantiene la distancias con arreglo a la justicia, o que la una da más mientras que la otra da lo estrictamente debido, o que la una

entabla una relación cálida y la otra rígida y distante, etc.

No hay que ver la justicia como una serie de obligaciones ajenas y límites a nuestra iniciativa, sino como un ámbito que nos permite comunicar a los demás nuestro respeto y nuestra estima. De lo contrario sería un empobrecimiento reductivo de las relaciones entre los seres humanos.

No hay posibilidad de división entre ambas ni fronteras que delimiten espacios;  esto sería una visión raquítica, imperfecta y hasta equívoca de lo que es la misericordia humano?cristiana.  Su separación sería perversión para el cristiano.

Ambas se necesitan y complementan. La misericordia necesita de la justicia para expresarse, y esta necesita de aquella de la que recibe su aliento.  La justicia será amor misericordioso, y éste será justicia, o no serán.

El amor misericordioso inspira la justicia y la exige rigurosamente. Pues la justicia ha de fundarse en el amor, del que mana y al que tiende. Es el compendio de toda la moral y el vínculo de la perfección. Todas las normas y exigencias morales pueden quedar comprendidas en la caridad (Rom 13,8). Sin la caridad nada vale (1 Cor 13).

 Para el cristiano, pues, no puede haber justicia verdadera sin caridad, sin gracia. La caridad, da a las otras virtudes su misma forma, la forma del amor, y por eso las transfigura

en su amor. El amor, conteniendo la justicia, abre el camino a la misericordia, que a su vez revela la plenitud de la misma.

Es la plenitud de la ley y la justicia; pues, quien de veras ha percibido el amor de Dios y se deja llevar por él llega a captar las exigencias que se desprenden de la justicia divina, la cual se prolonga en los demás, y ante cuyas demandas jamás podrémos sentirnos tranquilos y satisfechos.

La misericordia es esencialmente creadora. Está más allá de la justicia tirando de ella, haciéndola avanzar.

La misericordia, que implica un reconocer todas sus exigencias en grado sumo y que en ello se halla ineludiblemente el reconocimiento y el respeto absoluto a los derechos que corresponden a la dignidad de los otros, va más allá, o mejor dicho, hace que la justicia vaya más allá de si misma.

La justicia, por exigente que sea por sí misma, es urgida aún de un modo más apremiante y más elevado por la misericordia.  Esta no es un conjunto de obligaciones menos obligantes o un apendice complementario a las obligaciones en sentido estricto de la justicia. Implica una radicalización de las exigencias de la justicia, las da una motivación nueva y una fuerza interior, ya que Cristo ha conferido valor divino al hombre. La justicia que el hombre, imagen de Dios y hermano de Cristo, al encontrar a Dios en él, encuentra a su vez la exigencia absoluta de justicia y de amor propio de Dios. Amor que además de exigir a la justicia, la trasciende.

La caridad?misericordiosa se encuentra unida a la justicia, si se quiere místicamente; al igual que no hay oposición entre el orden de la gracia y el de la naturaleza humana; el orden del hombre, tal y como lo conocemos es uno, es decir, el de la persona humana elevada al orden sobrenatural; así también la justicia humana se halla sobrenaturaliza.

 La fe cristiana propone un ideal de justicia fundando sobre la lógica de la misericordia, que es el de la justicia sin medida, a modo de Dios, y bajo el dinamismo su Espíritu que la robustece y la motiva, a la par que la interioriza en el corazón, siendo el alma que la anima y que la conduce mucho más lejos, ilimitadamente.

La justicia cristiana ha de ser expresión de la experiencia transcendente, de su existir desde la fe, de su vinculación a Cristo, al que se acepta razón de su existencia, y desde un vivir desde la ley interior del Espíritu «derramado él en nuestros corazones por medio del Espíritu santo» (Rom 5,5). Es el amor al que tiende la vida. Este amor del que han de ser testigos los cristianos en medio del mundo y de la historia humana.

La caridad para con Dios constituye el componente trascedente, el horizonte del cristiano. Esta dimensión de la fe se patentiza, pasa a través del amor misericordioso hacía los demás, y sobre todo cuando éstos son pobres. Y éste contenido ahí normativizado toma cuerpo, se plasma en la realización de la justicia. La justicia es la mediación intrahistórica para que ese

universo simbólico cristiano sea significativo, operativo y transformador de la realidad; convirtiéndose en fermento humanizante.

La voluntad de nuestro Dios es la voluntad de un Dios misericordioso, que otorga a los hombres el derecho que el Primogénito ha adquirido, y que nunca llegamos del todo a comprender. Un derecho que abruma y fascina, un derecho de responsabilidad y esperanza, que nos vincula íntimamente a todos los hombres como hermanos en una insondable dignidad. Es la dignidad de los hijos de Dios, miembros del mismo Cristo y coherederos todos del mismo patrimonio eterno.

El cristiano a la luz de la fe mira la justicia que apunta a su consumación; es decir, cobrando sentido desde el horizonte hacía el que se dirige: La plenitud de la relación simétrica, a imagen y semejanza de la relación de las Personas de la Trinidad.

 La Iglesia nacida de la misericordia y para la misericordia, ha de ser para el mundo la expresión de la dimensión nueva del amor misericordioso manifestado en Jesús que se dirige a todos los hombres, y preferentemente a los que se hallan en desgracia. Tal y como Cristo lo realizó y quiere seguir realizándolo desde su Cuerpo, que está para servir y no ser servido. El servicio liberador de Jesús encomendado a su Iglesia consiste en curar las heridas de los pobres de dentro a fuera, para que sean hombres nuevos, es decir, hijos y hermanos,

sentados a la mesa los primeros, para estar asímismo los primeros dispuesto a servir en el camino.

La Iglesia ha de ser la gran samaritana, que recoge y acoge al hombre con entrañas maternas: «Venid a mí los que estáis fatigados y agobiados, que yo os aliviaré» (Mt 11,28).

 La Iglesia, comunidad fraterna de los hijos de Dios, fundada en la caridad misericordiosa ha de ser perceptible como una comunidad que práctica el amor más entrañable que la humanidad ha conocido.

Por este amor fraterno fluye la misericordia incesante en busca de la dignidad más valiosa para el hermano, y de una justicia contenida en una igualdad otorgada por Dios mismo: que nos hizo a imagen suya y hermanos en Cristo.

La fraternidad universal comportada por Cristo ha de realizarse ya como anticipo de la escatológica participación comunitaria en Cristo glorioso.

Para los que obran con justicia desde la misericordia será el juicio escatológico un acto de salvación, y la misericordia de Dios será la fuente de toda su esperanza, de la que viven.

«El Señor es compasivo y misericordioso,

lento a la ira y rico en clemencia.«  (salmo 102)

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