Rendir la vida por Cristo, por amor a Él, es el gesto más hermoso que cabe hacer. Ahí se cumple el primero de los mandamientos «amarás a Dios sobre todas las cosas», hasta por encima de la vida propia. Y a este gesto excelso, Jesús, el Señor, responde: “Al que me confiese delante de los hombres, le confesaré también yo delante de mi Padre celestial« (Mt 10,32).
Hoy desgraciadamente se dan cada vez con más frecuencia y en mayor número. Como nunca en la Historia. El mundo -al menos en esto, que grave e importante- no ha mejorado sino todo lo contrario: la intolerancia, la violencia, la falta de libertad religiosa y el odio especialmente a Cristo es algo que está en continuo crecimiento, y en todas partes de la Tierra.
Cuando leemos los correlatos de la noticias de cristianos asesinados por su fe, no podemos por menos de conmovernos ante el impacto. Aquello que legendariamente sabemos de los primeros mártires, hoy día se repite miméticamente. La imagen de esos hombres -cristianos ortodoxos-, padres de familia, siendo pasados a cuchillo por las hordas islamistas hablan por sí solas.
Recordemos el asesinado de varios cristianos en un autobús en Egipto: Cuando subieron al vehículo los asesinos fueron pidiéndoles que renunciaran a su fe, más o menos como se les pedía en la antigua Roma. Según se cuenta, la mayoría, aún teniendo la muerte en frente e incluso siendo salpicados por la sangre del de al lado y atemorizados por el ruido de las armas, no apostataron. ¡Cuánta fe de amor a Cristo!
En España, en la guerra civil, fueron arrebatadas 8.000 vidas por su fe católica; dicen las crónicas que no se conoce ningún caso de apostasía para salvar la vida.
Los “martirios” son de “muchos tipos”: desde éste de arrebatar la vida, hasta los de amedrentar y perseguir de múltiples formas: encarcelamientos, expulsándolos de sus casas y tierra, arrebatándoles todo, vivir bajo coacción y marginación social, etc. Entonces uno recuerda aquello de los discípulos de Jesús cuando fueron maltratados ante las autoridades:
«Después de haberles azotado, les intimaron que no hablasen en nombre de Jesús. Y les dejaron libres. Ellos marcharon de la presencia del Sanedrín contentos por haber sido considerados dignos de sufrir ultrajes por el Nombre» (Hch 5,40-41).
No es que seamos masoquistas y deseemos gustosamente padecer esas atrocidades. No. Sino que a veces, a algunos la vida les pone a prueba; tesituras vitales que les colocan entre la espada y la pared, en un desafió en que se les hace adjurar de lo que más quieren –“amarás a Dios sobre todas las cosas”-, y no les queda más remedio que dar un paso al frente… Hace falta mucho temple, una gracia especial que otorga el Señor, para aguantar la mirada a la muerte que te viene de frente. Y de modo, que no solo la fe se pone a prueba, también la gracia de la presencia divina se manifiesta, dando valor y coraje; esto es algo que se palpa en el momento del martirio de tantos, los relatos así lo confirman, y los hechos lo demuestran: en España, de los miles de cristianos, miembros del clero, ninguno apostató en ese momento crucial, para salvar su vida.
Perder la vida, por entregarla con amor a Cristo y a los hermanos, está asociado al sacrificio de las víctimas inocentes -«hacerse sagrado», pues se reserva expiatoriamente para Dios-; rompe el espacio profano para trascender, y proporciona alegre esperanza, paz, fecundidad, salvación. Su sacrificio no ha sido en balde; tiene un gran valor, el máximo, pues se ha vinculado al martirio de Cristo.
A raíz de esto último, hace tiempo, la mujer de un mártir (de esos de la imagen) realizó unas declaraciones que fueron impactantes. Se llamaba Miriam, y decía con una naturalidad que sobrecoge: «Soy la esposa de un mártir. No estoy triste y no lo estaré jamás». El orgullo de la familia de un mártir es algo que nadie podrá arrebatar a los que han padecido el dolor de su pérdida.
Sabe que es una vida no perdida sino ganada para un lugar preferente, de palco, en la corte celestial. Aquellos que han lavado sus vestiduras con la sangre… y se hallan en primera fila delante del Señor. «Cuando abrió el quinto sello, vi debajo del altar las almas de los degollados a causa de la Palabra de Dios y del testimonio que mantuvieron» (Ap 6,9).
Hay quienes que no lo puede comprender. O sí; solo que no pueden vencer un sentimiento maligno que les embarga; ellos sabrán por qué, y si no, es que ignoran qué demonios los poseen. Se les hace poco el que se les halla arrebatado la vida, sino que también quieren arrebatarles el buen nombre, la palma del martirio y hasta, si fuera posible, la Gloria.