La santa pobreza

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     «Díjome el Señor, acabando de comulgar: Cuando entendiere con toda verdad y claridad que el verdadero señorío es no poseer nada» (Santa Teresa)[1].

         «Todos los cristianos… han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto»(Vaticano II)[2].

         «Nace en la pobreza más encarecida, apenas con aparato de hombre: sus primeras mantillas el heno, su abrigo el vaho de dos animales; en la sazón del año más mal acondicionada, donde la noche y el invierno le alojaron en las primeras congojas desta vida, con hospedaje que aun en la necesidad le rehusaran las fieras» (F. Quevedo)[3].

 

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       San Francisco de Asís la quiso (a la pobreza) como característica de sus frailes. Un día se presentó al Papa Inocencio III con sus doce compañeros pobremente vestidos y descalzos. El Papa no quiso recibirlo cuando supo que vestía de aquella manera. En la noche tuvo un sueño: vio  que estaba para derrumbarse la basílica de Letrán y que este pobre la sostenía. Mandó que lo buscaran y se presentara ante él. San Francisco le presentó entonces la regla de la nueva orden y la explicó con esta parábola:

           Había un hijo de rey que un día le pidió a su padre alejarse del palacio real para hacer una peregrinación. Se fue muy lejos, encontró una buena muchacha, se casó con ella y tuvo hijos, y allí permaneció hasta que su padre lo llamó. El Rey es el Padre Eterno, el Hijo es Nuestro Señor Jesucristo que vino a peregrinar a esta tierra; la dama es la pobreza, a la que también yo he escogido por esposa.

            La regla fue aprobada y en poco tiempo la nueva orden se extendió por todo el mundo.[4]

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         Como decía el Señor al Beato Susón: «Nadie puede llegar a las sublimes alturas de la divinidad ni gustar su extraordinaria dulzura si antes no ha pasado por la contemplación de la amargura y bajeza de mi humanidad. Sin eso, cuanto más uno se remonte, más abajo cae. Mi humanidad es el camino que ha de seguir quien desea llegar a los que tú buscas»[5].

         Si no somos santos es porque no tenemos la suficiente pobreza, la suficiente hambre como para mendigar la asistencia de Dios. Si esto ocurre, si vivimos a expensas de El, entonces Dios se hace presente en nuestras vidas, y las llena, las colma. El fariseismo que es un esfuerzo orgulloso por ser perfecto, santo  es lo que más impide llegar a esa actitud de dependencia que nos posibilita la santidad. La santidad no es una conquista, es gracia.

         El pobre, el pequeño, no lleva equipaje, estorbo que le impida atravesar la puerta estrecha. La pobreza es la pobreza de uno mismo, no tanto de las cosas, aunque la de estas viene por añadidura. Los que se creen ricos, los provistos de cosas, de archiparres intelectuales y hasta de “virtudes”, carecen de la pobreza necesaria, aquella que nos hace sentirnos necesitados, dependientes de Dios, sustentándose en su gracia.

         «La pobreza es una forma de vida que arrastra a todo el hombre y a toda actitud. Atañe no sólo a la posesión de las cosas, sino a toda la realidad que tenga alguna apariencia de seguridad. San Francisco solía decir; `No os tengáis en nada, para que os acoja por entero Aquel que por entero se da a vosotros’. La posesión de algo, sea externo o interno, impide a Dios darse a nosotros, volcar en nosotros su riqueza»[6].

       Al niño le es fácil acceder al Reino, al mundo de Dios, de la gracia, pues es un ser esencialmente pobre y confiado, confiado porque sabe de su debilidad y pequeñez, de su pobreza. Entonces esa pobreza, paradójicamente, se convierte en posibilidad de riqueza, de santidad.

         «Mi deseo fue siempre llegar a ser santa. Pero, ¡ay!, al compararme con los santos, me he visto siempre como un granito de arena ante una altísima montaña. Más, lejos de desalentarme, me decía a mí misma: «Dios no inspira deseos irrealizables; por tanto, puedo muy bien, a pesar de mi pequeñez, aspirara la santidad… Voy a buscar el medio de ir al cielo por un caminito nuevo, derechito y corto. Voy a buscarme un ascensor, pues soy excesivamente pequeña para subir por la ruda escala de la perfección…» Entonces hallé  estas palabras salidas de boca de la Sabiduría eterna: Si alguien es pequeñuelo, venga a mí (Prov. 9,4)…»[7].

 

ACTUALIDAD CATÓLICA

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[1] Vida,  c. 40.

[2] LG 42.

[3] Política de Dios, gobierno de Cristo: Obras Completas, Aguilar, Madrid, 1932,  p.309.

[4] SALES, L., La vida espiritual, Madrid, 1977, p.299.

[5] Eterna Sabiduría, c. 2. En ARINTERO, J. G., Cuestiones místicas, BAC, Madrid, 1956, p.237.

[6] GIORDANO CABRA, P., Amarás con todas tus fuerzas (pobreza), Sal Terrae, Santander 1982, p.25.

[7] SANTA TERESITA DE LISIEUX, Sa vie, c. 9.