La fanatización de la ley y la libertad de los que son de Dios

    

El sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado (Mt 2,27).

        Es lícito hacer el bien en sábado (Mt 12,12b).

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           En unas lejanas tierras existía un río que, como en tantos otros lugares,  recorría el valle, siendo fuente de vida para el lugar. Pero sucedió que, sin saber cómo ni porqué, comenzó a contaminar los frutos del campo que regaba. Produciendo una gran mortandad entre las personas y los animales que se alimentaban de aquellos productos o que simplemente bebían de aquel agua.

           Las autoridades civiles y religiosas de la comarca ribereña se reunieron y promulgaron, a fin de proteger la vida de los ciudadanos y evitar así por mandato divino que atentaran contra sus vidas, el siguiente precepto: «Todo aquel que ose beber o regar los campos con las aguas del río comete una gravísima transgresión de la ley divina y humana».

           Pasaron siglos, generaciones y generaciones, hasta que con los avances técnicos se descubrió la causa de la contaminación del río, y se consiguió eliminar el foco del mal, procedente de una beta de metales pesados: plomo y mercurio.

           Con ello se conseguía la potabilidad de las aguas, y las expectativas y las posibilidades de desarrollo y enriquecimiento iban a ser extraordinarias para aquel valle depauperado y mísero.

           Pero la ley que era considerada sacrosanta, herencia de una tradición milenaria, seña de identidad y cultura de un pueblo, había de ser respeta en extremo. Políticos y religiosos se opusieron a cualquier modificación de la ley con temerosos y feroces discursos y sermones que profetizaban todo tipo de males y penas.

           Hubo gente de sentido común que quebrantó la ley. Y entonces se desataron todo tipo de persecuciones.  Muchos fueron expulsados, otros apresados, torturados… alguno llegó a ser crucificado.

 

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             Paradójicamente, aquellos judíos que decían pretender defender a Dios fueron precisamente quienes mataron a Dios.

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El diablo procura que la ley se haga absurda y que lo absurdo se haga ley. Así consigue, que media parte se burle de la ley y la otra media la sufra.

 “¿Es lícito curar en sábado?” (Mt 12,10). (Nota: para los no versados, el sábado según la ley judía no se podía hacer nada nada). Y por lo tanto, por nada del mundo se podía contravenir esa ley del sábado, era sagrada.  Su transgresión era pecado. «Por la Ley tenemos solamente el conocimiento del pecado« (Rom 3,20).

Jesús le respondió: “¡Hipócritas! ¿No suelta cada uno de vosotros su buey o su asno del pesebre en sábado, y lo lleva a beber? Y a esta mujer, que es una hija de Abraham, a la que Satanás tenía atada desde hace dieciocho años, ¿no se la puede soltar de su atadura en sábado?” (Lc 13,15-16).

La voluntad de Dios es una voluntad salvadora, de bien, de amor.  Respondió entonces Pedro con los Apóstoles: “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres.” (Hch 5,29).

La primera ley es la de la misericordia, que sobrepuja al bien contenido de ternura, a modo de como Dios es, quiere y actúa.

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No hay duda que la nota central de la personalidad de Jesús es la libertad. Jamás ningún hombre habló como éste (Jn 7,46). Manifiesta al máximo su libertad y autoridad y cuando, frente a la tradición (habéis oído que se dijo…), presenta el amor a Dios y el amor al prójimo son el fundamento sobre el que reposa toda la perfección del hombre: De estos dos mandamientos penden toda la ley y los profetas (Mt 22,40)

Jesús se presenta extraordinariamente libre, no teniendo miedo a las reacciones coactivas que pueda provocar. Es libre frente al modo con que los letrados enseñan y aplican la ley. Criticó duramente las numerosas y estrictas observancias de la Ley que aquellos guardianes —escribas y fariseos— habían prescrito, y seguramente con buena intención. Pero ello supuso una imposición inhumana y opresiva que minimizaba la libertad y la dicha del ser humano.

Como dice el `Gran Inquisidor’ de Dostoievski: «En lugar de dominar la conciencia, viniste a profundizarla aún más; en lugar de cercenar la libertad de los hombres, viniste a ampliar aún más su horizonte… Tu deseo consistía en liberar a los hombres para el amor. Y libre debe el hombre seguirle, sentirse atraído y agarrado por Ti. En lugar de obedecer a las duras leyes del pasado, el hombre debe a partir de ahora, con corazón libre, decidir ante sí mismo qué es bueno y qué es malo, teniendo Tu ejemplo ante los ojos«[1].

El «culto» a la ley no puede ejercerse en perjuicio del hombre y del hermano.  Hay quien ama más a la ley que al hombre.

El diablo se sirve de cualquier medio ¾hasta de la misma “palabra” de Dios¾ para evitar que el hombre haga el bien. El diablo, el mal, se aprovecha de hasta el bien -lo correcto, la ley, etc.-para conseguir sus objetivos. Por eso, la virtud de la prudencia, para no ser manipulados, por el padre del engaño.

«El concepto de autoridad, de desobediencia y de pecado de Santo Tomás de Aquino es humanista; o sea, el pecado no consiste en desobedecer a la autoridad de irracional, sino en ir contra el bienestar humano. Así, Santo Tomás afirmó: `A Dios no podemos ofenderlo, a menos que actuemos contra nuestro propio bienestar’ (S. c. Gent. 3,122).»[2]

Si la ley tiraniza al hombre, el hombre estará en su perfecto derecho de llamar tirano a quien la promulgó.

«Cuando las leyes del país contradicen a las de la humanidad, un verdadero hombre debe elegir las leyes de la humanidad», dice E. Fromm citando el pensamiento de B. Russell.

Hay quien toma la ley al pie de la letra —sobre todo si es «sagrada»— y como algo que hubiera que reverenciar, y no como algo que debía usarse para el bien de las personas. El fanatismo absolutiza lo que es relativo, del medio hace un fin, de la letra de la ley una idolatría.

El dogmático al dar razón de su creencia queda en evidencia por la endeblez de su argumento y hasta por lo ridículo del mismo. El fanático hace sonrojarse al mismísimo Dios.

Jesús previene a sus discípulos contra la doctrina y mentalidad farisaicas y les detalla algunos rasgos esta mentalidad dogmático-legalista de los escribas y fariseos.

Lo que se aleja del sentido común es proclive a caer en el fanatismo. Quien piensa que Dios actúa, exige y piensa irracionalmente, está pensando irracionalmente y sin sentido común. A priori, se puede decir que si Dios «pide» cosas incomprensibles o «absurdas» no hay «stricto sensu» que seguirlas (ni siquiera las extraordinarias): porque conseguir las otras «sensatas» o normales de la vida, ya es bastante;  y para evitar equivocaciones o fanatismos propios. El sentido común nacido del amor es el que ha de examinar nuestro juicio. Dios no es arbitrario y caprichoso. ¡No se necesita tanto el sentido común como en las cosas sobrenaturales!

Es clásico lo de la acción humana es virtuosa cuando corresponde a la recta razón; es decir, cuando el hombre obra tal como su razón, en conformidad con la ley natural, le exige o permite. Del cumplimiento de una ley se «excusa a quien conociendo una norma no la ve sentido» (Cf. Rahner y Haring).

Una ley inasumible —por incomprensible e inhumana— empuja a la gente a aceptar a regañadientes la ley, no el amor a la justicia, por el  miedo a ser perjudicados. Así, la sociedad que se ordena por el miedo (el peso de la ley) es frágil y moralmente inmadura. Represiva.

 El fracaso de la exigencia moral es su juridización. Cuando la libertad espiritual se tiene que hacer ley, para que siga en pie, es que no tiene fuerza por sí misma o es que no encuentra la suficiente realidad humana para que esa fuerza de manifieste.

El legalismo esta impersonalizando la conducta del hombre: no  hay responsabilidad moral personal sino una responsabilidad legal sin conciencia. La conciencia persona ya no es juez que emita juicios de valor sobre le bien y el mal de mi conducta, sino un juez desconocido, extraño y ajeno a mí, y legal, que emite un juicio de delito o no delito (bien o mal) según unas leyes de un ente llamado Estado.

El que «solo es ético lo que es legal» es del que fue liberalismo ético.

Se puede ser legal y no íntegro, pues el íntegro es honesto, moralmente intachable, pues la dimensión moral es constituyente de su integridad humana.

Las leyes, las ordenanzas, los dogmas, los mandamientos, etc., están al servicio del hombre; de lo contrario, lo esclaviza.

A la mucha ley, poca conciencia, menos libertad y represión del amor misericordioso.

 

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[1] Citado por BOFF, L.: «Jesucristo el Liberador», Sal Tarrae, Santander 1980, p.112.

[2] FROMM. E.: «¿Tener o ser?», Fondo de Cultura Económica, Madrid, 1986, pp.120-1.

 

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