El reino de los cielos (I)

El evangelio (Mt 13,44-46) de la misa de hoy, 31 de julio, nos habla de algo sustantivo, lo mayor que Jescuristo nos vino a traer: el reinado de Dios.

El reino de Dios es lo más valioso e importante del mundo y de nuestras vida. El reino de Dios o reinado no es sino el dinamismo de gracia de la vida trinitaria en nosotros.  De modo que por él hay que darlo todo; lo demás es un relativo frente a un absoluto. Como dice Jesús, es un tesoro escondido y una  perla de gran valor, de modo que quien lo encuentra «se va a vender todo lo que tiene y compra…». Así es la maravilla de la fe que al descubrir a Cristo, como diría san Pablo: «todo lo estimo como basura, con tal de conocer a Cristo…». (Flp 3, 8).

En ello hay un componente de alegría y  a la vez una decisión de valentía, de darlo todo…

Lectura del santo evangelio según san Mateo (13,44-46):

En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo. El reino de los cielos se parece también a un comerciante en perlas finas que, al encontrar una de gran valor, se va a vender todo lo que tiene y la compra.»

 

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      Palabras del papa Francisco:

El Evangelio de este domingo (cfr. Mt 13, 44-52) corresponde a los últimos versículos del capítulo que Mateo dedica a las parábolas del Reino de los cielos. El pasaje tiene tres parábolas apenas esbozadas y muy breves: la del tesoro escondido, la de la perla preciosa y la de la red lanzada al mar.

Me detengo en las dos primeras en las cuales el Reino de los cielos es comparado con dos realidades diferentes «preciosas», es decir el tesoro escondido en el campo y la perla de gran valor. La reacción del que encuentra la perla o el tesoro es prácticamente igual: el hombre y el mercader venden todo para comprar lo que más les importa. Con estas dos similitudes, Jesús se propone involucrarnos en la construcción del Reino de los cielos, presentando una característica esencial de la vida cristiana: se adhieren completamente al Reino aquellos que están dispuestos a jugarse todo, que son valientes. De hecho, tanto el hombre como el mercader de las dos parábolas venden todo lo que tienen, abandonando así sus seguridades materiales. De esto se entiende que la construcción del Reino exige no solo la gracia de Dios, sino también la disponibilidad activa del hombre. ¡Todo lo hace la gracia, todo! De nuestra parte solamente la disponibilidad a recibirla, no la resistencia a la gracia: la gracia hace todo pero es necesaria “mi” responsabilidad, “mi” disponibilidad.

Los gestos de ese hombre y del mercader que van en busca, privándose de los propios bienes, para comprar realidades más preciosas, son gestos decisivos, son gestos radicales, diría solamente de ida, no de ida y vuelta: son gestos de ida. Y, además, realizados con alegría porque ambos han encontrado el tesoro. Somos llamados a asumir la actitud de estos dos personajes evangélicos, convirtiéndonos también nosotros en buscadores sanamente inquietos del Reino de los cielos. Se trata de abandonar la carga pesada de nuestras seguridades mundanas que nos impiden la búsqueda y la construcción del Reino: el anhelo de poseer, la sed de ganancia y poder, el pensar solo en nosotros mismos.

En nuestros días, todos lo sabemos, la vida de algunos puede resultar mediocre y apagada porque probablemente no han ido a la búsqueda de un verdadero tesoro: se han conformado con cosas atractivas pero efímeras, de destellos brillantes pero ilusorios porque después dejan en la oscuridad. Sin embargo la luz del Reino no son fuegos artificiales, es luz: los fuegos artificiales duran solamente un instante, la luz del Reino nos acompaña toda la vida.

El Reino de los cielos es lo contrario de las cosas superfluas que ofrece el mundo, es lo contrario de una vida banal: es un tesoro que renueva la vida todos los días y la expande hacia horizontes más amplios. De hecho, quien ha encontrado este tesoro tiene un corazón creativo y buscador, que no repite sino que inventa, trazando y recorriendo caminos nuevos, que nos llevan a amar a Dios, a amar a los otros, a amarnos verdaderamente a nosotros mismos. El signo de aquellos que caminan en este camino del Reino es la creatividad, siempre buscando más. Y la creatividad es la que toma la vida y da la vida, y da, y da, y da… Siempre busca muchas maneras diferentes de dar la vida.

Jesús, Él que es el tesoro escondido y la perla de gran valor, no puede hacer otra cosa que suscitar la alegría, toda la alegría del mundo: la alegría de descubrir un sentido para la propia vida, la alegría de sentirla comprometida en la aventura de la santidad.

La Virgen Santa nos ayude a buscar cada día el tesoro del Reino de los cielos, para que en nuestras palabras y en nuestros gestos se manifieste el amor que Dios nos ha donado mediante Jesús. (Ángelus, 26 julio 2020).

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Catena Aurea

 

Semejante es el reino de los cielos a un tesoro escondido en el campo, que cuando lo halla un hombre, lo esconde: y por el gozo de ello va, y vende cuanto tiene, y compra aquel campo«. (v. 44)
 

San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 47,2

Las parábolas que el Señor puso arriba de la levadura y de la mostaza, dicen relación al poder de la predicación del Evangelio, que debía someter a todo el mundo. Ahora, para manifestar la hermosura y brillo de esa predicación, se vale de la parábola del tesoro y de la piedra preciosa diciendo: «Semejante es el reino de los cielos a un tesoro escondido en el campo». Porque la predicación del Evangelio está oculta en el mundo, y si no vendiereis todo no lo compraréis, y esto lo debéis hacer con alegría, y por eso sigue: «Que cuando halla el hombre, lo esconde.»
 

San Hilario, in Matthaeum, 13

Este tesoro se halla gratuitamente, porque la predicación del Evangelio es sin condición. Pero el usar y poseer con el campo este tesoro no puede hacerse sin condición, porque no se pueden poseer las riquezas del cielo sin el sacrificio de algunas cosas de la tierra.
 

San Jerónimo

Mas cuando se esconde una cosa no lo hace por miedo a la envidia, sino por el temor de perder una cosa que se prefiere a las antiguas riquezas y se desea conservar.
 

San Gregorio, homiliae in Evangelia, 12

O de otra manera, el tesoro escondido en el campo significa el deseo del cielo, y el campo en que se esconde el tesoro es la enseñanza del estudio de las cosas divinas: «Este tesoro, cuando lo halla el hombre, lo esconde», es decir, a fin de conservarlo; porque no basta el guardar el deseo de las cosas celestiales y defenderlo de los espíritus malignos, sino que es preciso además el despojarlo de toda gloria humana. Porque esta vida es como el camino que nos conduce a la patria, y los espíritus malignos, a la manera de ciertos rateros, están continuamente acechando nuestro camino, y desean despojar a los que llevan públicamente por el camino ese tesoro. Y os digo esto no con el fin de que nuestros prójimos no vean nuestras obras buenas, sino a fin de que no busquemos las alabanzas exteriores en nuestras buenas obras. Y el reino de los cielos es semejante a las cosas de la tierra en el sentido de que el alma debe elevarse de las cosas conocidas a las desconocidas, y del amor a las cosas visibles al de las invisibles. Sigue: «Y a causa del gozo». Compra sin duda el campo después de haber vendido todo lo que posee aquél que renunciando a los placeres de la carne echa debajo de sus pies todos sus deseos terrenales por guardar las leyes divinas.
 

San Jerónimo

O también, ese tesoro en que se ocultan todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, o es el Verbo-Dios que parece que está escondido en la carne de Cristo, o son las Santas Escrituras en que está contenido el conocimiento del Salvador.
 

San Agustín, quaestiones evangeliorum, 1,13

Este tesoro escondido en el campo son los dos Testamentos que hay en la Iglesia, de los cuales, cuando alguno llega a entender alguna parte, comprende que aun hay en ellos ocultas grandes cosas, y se marcha y vende cuanto tiene y los compra, es decir, compra con el desprecio de las cosas temporales la tranquilidad y se hace rico con el conocimiento de Dios.

 

«Asimismo es semejante el reino de los cielos a un hombre negociante, que busca buenas perlas, y habiendo hallado una de gran precio, se fue, y vendió cuanto tenía, y la compró». (vv. 45-46)
 

San Juan Crisóstomo, homiliae in Matthaeum, hom. 47,2

La palabra de Dios no solamente reporta una gran ganancia como tesoro, sino que también es preciosa como una perla. Por esta razón pone el Señor a continuación de la parábola del tesoro la de la perla, diciendo: «Asimismo es semejante el reino de los cielos a un hombre que busca buenas perlas», etc. Dos cosas que están contenidas en la comparación del negociante deben tenerse presentes en la predicación, a saber: el estar separado de los negocios de la tierra, y el de estar siempre vigilante. La verdad es una y no está dividida, y por eso habla de una sola perla encontrada. Y así como el que posee la perla comprende que es rico y solo él conoce su valor, -y muchas veces, si la perla es pequeña, la aprieta con su mano-, así sucede en la predicación del Evangelio: los que la poseen saben que son ricos; pero los infieles, que no poseen este tesoro, ignoran nuestras riquezas.
 

San Jerónimo

También puede entenderse por buenas perlas la ley y los profetas. Escuchad, pues, Marción y Maniqueo, que la ley y los profetas son buenas perlas. Pero la más preciosa perla es la Ciencia del Salvador, y también su pasión y resurrección. Y cuando la ha hallado el hombre negociante, semejante al Apóstol San Pablo, desprecia como si fueran escoria todos los misterios de la ley y de los profetas y las antiguas prácticas, en las que sin culpa suya había vivido, a fin de ganar a Cristo ( Flp 3). No porque el hallazgo de la buena perla sea una condenación de las antiguas perlas, sino porque éstas, comparadas con aquélla, son de un valor muy pequeño.
 

San Gregorio, homiliae in Evangelia, 11,2

O también se entiende por buena perla la dulzura de la vida del cielo, por cuya posesión quien la encuentra vende todo lo que tiene. Porque el que conoció una vez perfectamente, en cuanto es posible, la dulzura de la vida del cielo, abandona con gusto todo lo que antes había amado sobre la tierra, halla sin belleza cuanto le agradaba a sus ojos, y sólo brilla en su alma la claridad de la perla preciosa.
 

San Agustín, quaestiones evangeliorum, 1,12

O también, el hombre que busca las perlas buenas, halla una sola que es preciosa. Esto es, al buscar a los hombres buenos para vivir con utilidad con ellos, halla a uno solo, que está sin pecado, a Jesucristo. O al buscar los preceptos por los que puede vivir bien en medio de los hombres, halla el amor del prójimo, en el que, según palabras del Apóstol, están contenidas todas las cosas. O al buscar los buenos pensamientos, halla aquel Verbo que los abarca todos: «En el principio era el Verbo» ( Jn 1,1), palabra que brilla con el candor de la verdad, que es sólida con la fuerza de la eternidad, que esparce por todas partes su luz con la hermosura de la Divinidad, y que cuando se la penetra deja ver a Dios bajo el velo de la carne. Pero sea cualquiera de esas tres cosas la que puede el hombre hallar, o sea cualquiera el significado que se dé a la perla preciosa, el valor de esa perla somos nosotros mismos, que no podemos poseerla más que poniendo en segundo lugar, por poseerla, todo lo que tenemos sobre la tierra. Y después de haberlo vendido todo no recibimos otro precio mayor que el que hallarnos a nosotros mismos (porque no nos pertenecíamos embebidos en tales cosas), a fin de que nos podamos entregar para obtener esa perla; no porque nuestro valor iguale al suyo, sino porque no podemos dar por ella más de lo que damos.

 

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