Conversión

           «La conversión a Dios consiste siempre en descubrir su misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno a medida del Creador y Padre.» (S. Juan Pablo II)[1].

           «Con cuerdas de bondad los atraía, con lazos de amor»  (Os 11,4). .

           «Siento en mí un agua y viva y sonora, que me dice desde lo más íntimo: ven al Padre» (S- Ignacio de Antioquía).

  

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           Decía la Madre Teresa de Calcuta:

           Un día encontramos a un hombre agonizando en la calle, entre unos escombros, plagado de insectos. Tenía el cuerpo lleno de úlceras, cubiertas de sangre y de pues. Lo recogí, lo llevé a casa, lo lavé y traté de curarle las heridas una por una. Lo llevamos a la casa del Moribundo abandonado. Lo lavamos y aceptó nuestros cuidados nuestros cuidados con paciencia, sin decir palabra. Tuvimos la impresión de que estaba agonizando. Antes de cerrar los ojos, aquel hombre nos miró, nos sonrió y nos dijo:

           —He pasado toda mi vida en las calles, como un animal. Y ahora, al final, voy a morir como un ser humano, como un ángel, atendido, cuidado y querido. Gracias.

           Jamás olvidaré la serenidad de aquella sonrisa con que fue al encuentro de Dios.[2] 

..ooOoo..

           Una vez vino a «Nirmal Hriday» un hombre que no tenía fe. Unos minutos antes de su llegada, nos habían traído a un hombre recogido de la calle, cubierto de gusanos, sacado probablemente de una alcantarilla. Una hermana lo estaba atendiendo, totalmente olvidada de todo lo demás, en tanto el recien llegado a la observaba atentamente: su cariño hacia el enfermo, la manera de sonreírle, de curarlo. También yo coincidí por allí. El ateo me dijo:

           —Llegué aquí sin Dios, con el corazón repleto de odio. Me voy lleno de Dios. A través de la ternura, el amor de esa hermana hacia el moribundo, he podido observar el amor de Dios en acción. Llegué ateo, me voy creyendo.

           Por mi parte, ni conocía aquel hombre ni, menos aún, sabía que fuese ateo. Creo que jamás seré capaz de olvidarlo.[3]

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         Quien ama como Dios ama, con su mismo amor, está invitando creer reconociendo el origen de ese amor. «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1 Cor 15,10).

         El conocimiento del amor es conversor. Y la Palabra Sagrada nos hace saber que «Dios es amor« (Jn 4,8.16).

         Amar con un amor que provoca fe, es la mejor manera de evangelizar. La única señal visible de los seguidores de Cristo es el amor efectivo a los demás al estilo de Jesús. Ni la obediencia, ni la castidad, ni la pobreza, ni la humildad, ni las cuatro virtudes cardinales, ni siquiera la fe y la esperanza caracterizan al cristiano; sólo el amor-caridad.

         Experimentarse sustantivamente amado, gratuitamente creado, es descubrir que la vida tiene un origen en el Amor. Este es un amor superior a cualquier otra cosa, un amor que nos cambia, y nos abre a creer… «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído» (1 Jn 4,16).   

          «Tu me sedujiste y yo me dejé seducir» (Jer 20,1). Creer es, antes que nada, ser atraído, seducido, cautivado… por un amor incondicional y trascendente. El primer acto libre y meritorio que se nos pide es el de ceder a esta seducción, a este atractivo de dejarse amar, ser obedientes a esa Presencia amorosa de Dios que reclama la adhesión amorosa del hombre para que éste pueda llegar a su realización plena.

         Dios, causa del amor, toma la iniciativa para provocar toda conversión: «Conviértenos, Señor, y nos convertiremos» (Lc 5,21).La conversión tiene esos dos polos: pasivo y activo. Hay quien descubre el amor, porque se siente amado; este descubrimiento precipita el corazón en dirección hacia la causa y origen de ese amor. Quien no se vuelve en reconocimiento, gratitud y correspondencia hace sufrir a su ser, que se niega y resiste a dónde tiene su origen  y razón de ser.

         «No podemos nunca conducirnos `frente´ a Dios, sino porque, previamente, estamos en cierto modo envueltos por El, estamos en El, sustentados, fundamentados, `religados´ a El[4]

         El hombre orgulloso, prepotente, seguro de sus fuerzas, no necesita del amor, no siente necesidad de ser amado, es incapaz de percibir el amor de Dios. Transformar por obra de su Espíritu los «corazones de piedra», en «corazones de carne» (cf. Ec 36,26). Se requiere del un grado de pureza, inocencia, tierno arrepentimiento… “Si no cambiáis y volvéis a ser como los niños, no podréis entrar en el Reino de los cielos” (Mt 18,3).    

             Decía una conversa:Sí, soy muy católica: vengo de una familia no católica y a los 18 años experimenté una impactante conversión. Ni se me apareció alguien ni me caí de un caballo, sino que experimenté una gran humanidad en la Iglesia.” [5]

          La mística nace de la experiencia de la plenitud de sentirse amado por su Creador, por el Ser-Transcendente. El creyente es alguien que se descubre amado y que la mejor respuesta que puede dar, la única, manera de dar gracias por el amor que recibe, es la de amar. Quien no siente la necesidad de amar no ha descubierto el amor originario que lo constituye. «El descubrimiento más profundo de mi mismo es: soy alguien al que Cristo ama«[6].

         Sentirse amado por Dios lo es todo, o, por mejor decir, lo somos todo, todo lo que somos. Esta es la verdad fundamental, el «único dogma», la única enseñanza, la única experiencia. Todo lo demás arranca de ahí. De esa verdad y experiencia cumbre se deriva todo, cuantos mandamientos nos podamos crear en cada instante según ese Amor que nos inspira y nos acompaña siempre.

 

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[1] ENCICLICA «DIVES IN MISERICORDIA», n.13.

[2] Cf. GONZALEZ-BALADO, J. L., Madre Teresa de Calcuta, Acento Ed., Madrid 1998, pp.21 y 133.

[3] GONZALEZ-BALADO, J. L., Madre Teresa de Calcuta, Acento Ed., Madrid, 1998, p.141.

[4] ARANGUREN, J. L.: «Etica», Alianza Editorial, Madrid 1986, p.124.

[5]  La periodista Cristina López Schlichting) Alfa y Omega 294 (2002), p.30.

[6] MERTON, Th., citado en STINISSEN, W., Meditación cristiana profunda, Sal Tarrae, Santander, 1980, p.21.

 

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