El Evangelio (Jn 11,45-57) de la liturgia de hoy, 23 de marzo, nos habla de cómo los jefes judíos trataron de armarse de razones para autoconvencerse de que debían matar a Jesús.
Tal día como hoy sábado previo a la Pascua, Jesús, consciente del riesgo que corría, se hallaba en Efraín: «Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se retiró a la región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos.«
Por aquel entonces Jesús era muy popular: su fama se había extendido entre la gente no solo de Jerusalén, también de otros lugares, lugares próximos: «Se acercaba la Pascua de los judíos, y muchos de aquella región subían a Jerusalén, antes de la Pascua, para purificarse. Buscaban a Jesús.»
A lo largo de tres años, Jesús había predicado el reino de Dios, revelando un rostro de Dios más cercano, tierno, íntimo y paternal, para el que todos eran sus hijos, más universal, sin exclusión de nadie, y lo había hecho con autoridad y acompañado de milagros. El último prodigio había sido la resurrección de Lázaro, tras cuatro días muerto, en una población cercana a Jerusalén; noticia que había se había extendido rápidamente: «algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús.» Esta cada vez mayor popularidad inquietaba a los fariseos, escribas, doctores de la ley y dirigentes judíos, de modo que: «Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron: `¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación´».
Esta causa de que los romanos vieran a Jesús como un peligroso líder político que aglutinara al pueblo contra el imperio que les tenía sometidos no parece muy consistente, pues como luego se verá a Pilato no le preocupaba lo más mínimo la existencia de Jesús; fue una causa propiamente judía la que propició las acusaciones contra él. Aunque la expresión del sumo sacerdote Caifás tenía alcance teologico-profético: «conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera». «Habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos. Y aquel día decidieron darle muerte.»
Fueron varias las causas por las que acabaron con la vida de Jesús, además de las reseñadas, podríamos añadir el que Jesucristo, se mostrará con ese trato tan cercano e íntimo, de relación filial y estrecha vinculación con Dios, como Padre; el que se le identificara ya como más que un profeta, como el Mesías; el que la plenitud de la ley comportaba una visión nueva y más profunda de la misma, unido a la misericordia por los pecadores y proscritos, provocó un rechazo de los doctores de la ley, fariseos y escribas, que en un intento -paradójico- de querer defender a Dios terminaron matando al mismo Dios, en la figura de Jesucristo.
Detrás de estas causas que motivaron ese movimiento asesino contra Jesús, estuvo, claro, la mano que movía la cuna: Satanás. La influencia del Maligno que obra en los corazones para impetrarles el odio contra todo lo que haga referencia a lo santo, fue la causa de las causas que llevaron a colgar, como un maldito, al Hijo de Dios de una cruz.
Y he aquí la paradoja: dando muerte a Jesús, se dio vida, vida eterna, a la Humanidad. He aquí que justamente cuando Jesús moría, con la apariencia de un fracaso, fue cuando Satanás perdió la posibilidad de rendir a Jesús y que este renegará de su misión: amar hasta el extremo, para que asumiendo la carne humano, por amor, la elevara a la santidad de acceso al reino de los cielos.
Lectura del santo evangelio según san Juan (11,45-57):
EN aquel tiempo, muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús.
Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron:
«¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación».
Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo:
«Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera».
Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente, anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no solo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos.
Y aquel día decidieron darle muerte. Por eso Jesús ya no andaba públicamente entre los judíos, sino que se retiró a la región vecina al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos.
Se acercaba la Pascua de los judíos, y muchos de aquella región subían a Jerusalén, antes de la Pascua, para purificarse. Buscaban a Jesús y, estando en el templo, se preguntaban:
«¿Qué os parece? ¿Vendrá a la fiesta?».
Los sumos sacerdotes y fariseos habían mandado que el que se enterase de dónde estaba les avisara para prenderlo.
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Palabras del papa Francisco
(Homilía Santa Marta, Sábado, 4 de abril de 2020)
Hacía tiempo que los doctores de la ley, incluso los sumos sacerdotes, estaban inquietos porque sucedían cosas extrañas en el país. Primero ese Juan, que al final lo dejaron estar porque era un profeta, bautizaba allí y la gente iba, pero no había otras consecuencias. Luego llegó este Jesús, señalado por Juan. Empezó a hacer señales, milagros, pero sobre todo empezó a hablarle a la gente y la gente lo entendía, lo seguía, y no siempre observaba la ley, y esto los inquietaba mucho. “Este es un revolucionario, un revolucionario pacífico… Este atrae al pueblo, el pueblo lo sigue…” (cf. Jn 11,47-48). Y estas ideas les llevaron a hablar entre ellos: “Mira, a mí esto no me gusta… eso otro…”, y así entre ellos tenían este tema de conversación, de preocupación también. Luego algunos fueron a él para ponerlo a la prueba, y siempre el Señor tenía una respuesta clara que a ellos, los doctores de la ley, no se les había ocurrido. Pensemos en esa mujer casada siete veces, viuda siete veces: “Pero en el cielo, ¿de cuál de estos maridos será esposa?” (cf. Lc 20,33). Él respondió claramente y ellos se fueron un poco avergonzados por la sabiduría de Jesús y otras veces se marcharon humillados, como cuando quisieron apedrear a esa señora adúltera y Jesús dijo al final: “Los que estén sin pecado tiren la primera piedra” (cf. Jn 8,7) y dice el Evangelio que se marcharon, empezando por los ancianos, humillados en ese momento.
Esto hacía crecer esta conversación entre ellos: “Debemos hacer algo, esto no está bien…”. Luego enviaron a los soldados a buscarlo y volvieron diciendo: “No pudimos atraparlo porque este hombre habla como nadie”… “Ustedes también se dejaron engañar” (cf. Jn 7,45-49): enojados porque ni siquiera los soldados pudieron atraparlo. Y también, después de la resurrección de Lázaro —lo hemos oído hoy— muchos judíos iban allí a ver a las hermanas de Lázaro, pero algunos iban allí para ver bien qué había sucedido y referirlo, y algunos de ellos fueron y les dijeron a los fariseos lo que Jesús había hecho (cf. Jn 11,45). Otros creían en Él. Y esos que fueron, los charlatanes de todos los tiempos, que viven llevando las habladurías… fueron a informarles. En ese momento, ese grupo que se había formado de doctores de la ley hizo una reunión formal: “Esto es muy peligroso y tenemos que tomar una decisión. ¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos —reconocen los milagros—; si le dejamos continuar así, todos creerán en él, es un peligro, el pueblo irá tras él, se separará de nosotros” —el pueblo no estaba con ellos —. “Vendrán los romanos y destruirán nuestro templo y nuestra nación” (cf. Jn 11,48). En esto había parte de verdad, pero no toda, era una justificación, porque habían encontrado un equilibrio con el ocupador, pero odiaban al ocupador romano, aunque políticamente habían encontrado un equilibrio. Así que hablaban entre ellos. Uno de ellos, Caifás —era el más radical—, era sumo sacerdote, dijo: “¿No se dan cuenta de que les conviene que un solo hombre muera por el pueblo, y no que se arruine toda la nación?” (cf. Jn 11,50). Era el sumo sacerdote e hizo la propuesta: “Eliminémosle”. Y Juan dice: “Pero esto no lo dijo por sí mismo, sino que, como era sumo sacerdote aquel año, profetizó que Jesús debía morir por la nación… A partir, pues, de aquel día decidieron matarlo” (cf. Jn 11,51-53). Fue un proceso, un proceso que comenzó con pequeñas inquietudes en tiempos de Juan el Bautista y luego terminó en esta sesión de los doctores de la ley y los sacerdotes. Era un proceso que crecía, un proceso que estaba bien seguro de la decisión que tenían que tomar, pero nadie lo había dicho tan claramente: “Hay que eliminar a este”.
Este modo de proceder de los doctores de la ley es precisamente una figura de cómo actúa la tentación en nosotros, porque detrás de ella estaba obviamente el diablo que quería destruir a Jesús y la tentación en nosotros generalmente actúa así: comienza con poco, con un deseo, una idea, crece, contagia a otros y, al final se justifica. Estos son los tres pasos de la tentación del diablo en nosotros, y aquí están los tres pasos que dió la tentación del diablo en la persona del doctor de la ley. Empezó con poco, pero creció, creció, luego contagió a otros, tomó cuerpo y al final se justificó: “Es necesario que uno muera por el pueblo” (cf. Jn 11,50), la justificación total. Y todos se fueron a casa tranquilamente. Dijeron: “Esta es la decisión que teníamos que tomar”. Y todos nosotros, cuando somos vencidos por la tentación, terminamos tranquilos, porque hemos encontrado una justificación para este pecado, para esta actitud pecaminosa, para esta vida que no está de acuerdo con la ley de Dios. Deberíamos tener el hábito de ver este proceso de tentación en nosotros. Ese proceso que hace cambiar nuestros corazones del bien al mal, que nos lleva por el camino en bajada. Algo que crece, crece lentamente, luego contagia a otros y al final se justifica. Es difícil que las tentaciones nos lleguen de golpe, el diablo es astuto. Y sabe cómo tomar este camino, lo tomó para llegar a la condena de Jesús. Cuando nos encontramos en un pecado, en una caída, sí, debemos ir y pedir perdón al Señor, es lo primero que debemos hacer, pero luego debemos decir: “¿Cómo llegué a caer? ¿Cómo comenzó este proceso en mi alma? ¿Cómo creció? ¿A quién he contagiado? ¿Y cómo al final me he justificado para caer?”.
La vida de Jesús es siempre un ejemplo para nosotros y las cosas que le sucedieron a Jesús son cosas que nos sucederán, las tentaciones, las justificaciones, las personas buenas que están a nuestro alrededor y tal vez no las sentimos, y las malas personas, en el momento de la tentación, tratamos de acercarnos a ellos para hacer crecer la tentación. Pero no lo olvidemos nunca: siempre, detrás de un pecado, detrás de una caída, hay una tentación que empezó pequeña, que ha crecido, que ha contagiado y al final encuentro una justificación para caer. Que el Espíritu Santo nos ilumine en este conocimiento interior.