“¿Por qué tenéis tanto miedo? ¿Aún no tenéis fe?”

 

El Evangelio de la misa de hoy, 1 de febrero, trata de la tempestad calmada: en que la barca en que Jesús iba con su discípulos en un momento se encuentra a punto de zozobrar por causa  de una violenta tormenta. El miedo se apodera de los discípulos de Jesús, mientras éste dormía.  

Atemorizados por miedo a hundirse despiertan a Jesús, pidiéndole que haga algo por salvarles. Jesús hace aplacarse a la tempestad. Ya renglón seguido les reprocha: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?”. De lo cual se desprende que la situación de necesidad de ser salvados (del miedo a perecer), se sucede la apertura a la fe, a tener que confiarse en Aquel que todo lo puede. Como dice el papa Francisco: «La fe comienza por el creer que no nos bastamos nosotros mismos, con el sentir que necesitamos a Dios.» 

 De modo que el ser humano –de hoy día– que vive en la insensatez, ajeno a la realidad en que vive inmerso por su misma condición humana de fragilidad y por lo tanto de necesitar del auxilio de la gracia divina. Esta toma de conciencia desemboca en la fe, que propicia la gracia, a la que a su vez responder. 

  

Lectura del santo evangelio según san Marcos  4,35-41:

Un día, al atardecer, Jesús dijo a sus discípulos: “Vamos a la otra orilla del lago”. Entonces los discípulos despidieron a la gente y condujeron a Jesús en la misma barca en que estaba. Iban además otras barcas.

De pronto se desató un fuerte viento y las olas se estrellaban contra la barca y la iban llenando de agua. Jesús dormía en la popa, reclinado sobre un cojín. Lo despertaron y le dijeron: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” Él se despertó, reprendió al viento y dijo al mar: “¡Cállate, enmudece!” Entonces el viento cesó y sobrevino una gran calma. Jesús les dijo: “¿Por qué tenían tanto miedo? ¿Aún no tienen fe?” Todos se quedaron espantados y se decían unos a otros: “¿Quién es éste, a quien hasta el viento y el mar obedecen?”

 

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Palabras del papa Francisco

(Ángelus, 20 de junio de 2021)

En la liturgia de hoy se narra el episodio de la tempestad calmada por Jesús (Mc 4,35-41). La barca en la que los discípulos atraviesan el lago es asaltada por el viento y las olas y ellos temen hundirse. Jesús está con ellos en la barca, sin embargo, se queda en la popa durmiendo sobre un cabezal. Los discípulos, llenos de miedo, le gritan: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?» (v. 38).

Y muchas veces también nosotros, asaltados por las pruebas de la vida, hemos gritado al Señor: “¿Por qué te quedas en silencio y no haces nada por mí?”. Sobre todo cuando parece que nos hundimos, porque el amor o el proyecto en el que habíamos puesto grandes esperanzas desvanece; o cuando estamos a merced de las persistentes olas de la ansiedad; o cuando nos sentimos sumergidos por los problemas o perdidos en medio del mar de la vida, sin ruta y sin puerto. O incluso, en los momentos en los que desaparece la fuerza para ir adelante, porque falta el trabajo o un diagnóstico inesperado nos hace temer por nuestra salud o la de un ser querido. Son muchos los momentos en los que nos sentimos en tempestad, nos sentimos casi acabados.

En estas situaciones y en muchas otras, también nosotros nos sentimos ahogados por el miedo y, como los discípulos, corremos el riesgo de perder de vista lo más importante. En la barca, de hecho, incluso si duerme, Jesús está, y comparte con los suyos todo lo que está sucediendo. Su sueño, por un lado nos sorprende, y por el otro nos pone a prueba. El Señor está ahí, presente; de hecho, espera —por así decir— que seamos nosotros los que le impliquemos, le invoquemos, le pongamos en el centro de lo que vivimos. Su sueño nos provoca el despertarnos. Porque, para ser discípulos de Jesús, no basta con creer que Dios está, que existe, sino que es necesario involucrarse con Él, es necesario también alzar la voz con Él. Escuchad esto: es necesario gritarle a Él. La oración, muchas veces, es un grito: “¡Señor, sálvame!”. Hoy, Día del Refugiado, estaba viendo en el programa “A sua immagine” (A su imagen), muchos que vienen en pateras y cuando se van a ahogar gritan: “¡Sálvanos!”. También en nuestra vida sucede lo mismo: “¡Señor, sálvanos!”, y la oración se convierte en un grito.

Hoy podemos preguntarnos: ¿cuáles son los vientos que se abaten sobre mi vida, cuáles son las olas que obstaculizan mi navegación y ponen en peligro mi vida espiritual, mi vida de familia, mi vida psíquica también? Digamos todo esto a Jesús, contémosle todo. Él lo desea, quiere que nos aferremos a Él para encontrar refugio de las olas anómalas de vida. El Evangelio cuenta que los discípulos se acercan a Jesús, le despiertan y le hablan (cfr. v. 38). Este es el inicio de nuestra fe: reconocer que solos no somos capaces de mantenernos a flote, que necesitamos a Jesús como los marineros a las estrellas para encontrar la ruta. La fe comienza por el creer que no bastamos nosotros mismos, con el sentir que necesitamos a Dios. Cuando vencemos la tentación de encerrarnos en nosotros mismos, cuando superamos la falsa religiosidad que no quiere incomodar a Dios, cuando le gritamos a Él, Él puede obrar maravillas en nosotros. Es la fuerza mansa y extraordinaria de la oración, que realiza milagros.

Jesús, implorado por los discípulos, calma el viento y las olas. Y les plantea una pregunta, una pregunta que nos concierne también a nosotros: «¿Por qué estáis con tanto miedo? ¿Cómo no tenéis fe?» (v. 40). Los discípulos se habían dejado llevar por el miedo, porque se habían quedado mirando las olas más que mirar a Jesús. Y el miedo nos lleva a mirar las dificultades, los problemas difíciles y no a mirar al Señor, que muchas veces duerme. También para nosotros es así: ¡cuántas veces nos quedamos mirando los problemas en vez de ir al Señor y dejarle a Él nuestras preocupaciones! ¡Cuántas veces dejamos al Señor en un rincón, en el fondo de la barca de la vida, para despertarlo solo en el momento de la necesidad! Pidamos hoy la gracia de una fe que no se canse de buscar al Señor, de llamar a la puerta de su Corazón. La Virgen María, que en su vida nunca dejó de confiar en Dios, despierte en nosotros la necesidad vital de encomendarnos a Él cada día.

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Catena Aurea

San Jerónimo

Después de la doctrina van al mar, cuyas olas se encrespan. «En aquel mismo día -dice- siendo ya tarde, les dijo: Pasemos a la ribera de enfrente», etc.
 

Remigio

Se lee que el Señor tuvo tres refugios, a saber: la barca, el monte y el desierto. Cuantas veces le asediaba el gentío, se refugiaba en uno de ellos. Por tanto, cuando vio el Señor tal muchedumbre en torno suyo, queriendo librarse, como hombre, de tanto agobio, mandó a sus discípulos que remasen hacia la ribera de enfrente.

«Y despidiendo al pueblo, prosigue, estando como estaba», etc.
 

San Juan Crisóstomo, homilia in Matthaeum 28

Tomó el Señor a sus discípulos, para que fuesen testigos de los milagros que iba a obrar. Pero fue sólo con ellos, a fin de que nadie viera su poca fe. De aquí que para manifestar que otros remaban aparte, dice: «Y le iban acompañando otros varios barcos». Y para que no se enorgullecieran sus discípulos porque los llevaba a ellos solos, permitió el peligro en que se vieron, a la vez que les enseñaba con él a resistir varonilmente las tentaciones: «Levantóse entonces una gran tempestad». Con objeto, pues, de que los impresionase más el milagro que iba a obrar, da tiempo al temor entregándose al sueño: «Entretanto El estaba durmiendo en la popa sobre un cabezal». Si hubiese estado despierto, no habrían temido ni rogado por la tempestad que se levantó, o no habrían creído que pudiera hacer tal milagro.
 

Teofilacto

Los dejó caer en el peligro de la prueba, para que experimentasen en sí mismos su virtud, cuyos beneficios habían visto en los otros. Dormía, pues, sobre la popa de la barca reclinada la cabeza en una tabla.
 

San Juan Crisóstomo, homilia in Matthaeum 28

De este modo nos manifestaba su humildad, y nos enseñaba una gran sabiduría. Todavía no conocían su gloria los discípulos que estaban con El, y aunque creían que despierto podía mandar a los vientos, no creían pudiera hacerlo estando dormido o descansando. «Despiértanle, pues, y le dicen: ¿Maestro, no se te da nada que perezcamos?»
 

Teofilacto

Levantándose entonces, manda desde luego al viento que formaba las olas y la tempestad, como dicen las palabras siguientes: «Y levantándose amenazó al viento». En seguida mandó al mar. «Y le dijo a la mar: Calla tú, sosiégate».
 

Glosa

Del movimiento del mar se levanta cierto sonido o ruido que parece ser como su voz que anuncia el peligro que amenaza. Por esto, usando de una metáfora, le manda que se sosiegue con la palabra «calla», así como usa el Evangelista de la palabra «amenazó» para refrenar la violencia de los vientos que alborotan el mar, porque los que tienen poder suelen refrenar con la amenaza del castigo a los que alteran violentamente la paz de los hombres. De este modo se nos da a entender que, así como un rey puede reprimir a los revoltosos con amenazas y contestar con leyes a los murmullos de sus súbditos, así también Cristo, Señor de todas las creaturas, sujetó la violencia de los vientos con su amenaza e indicó silencio al mar. El efecto vino en seguida. «Y al instante calmó el viento (que había sido amenazado) y sobrevino una gran bonanza» en el mar, al que había impuesto silencio.
 

Teofilacto

Reprendió también a sus discípulos por su falta de fe: «Y les dijo: ¿De qué teméis? ¿Cómo no tenéis fe todavía?» Si hubieran tenido fe, hubiesen creído que aun durmiendo podía conservarlos incólumes. «Y quedaron sobrecogidos -continúa- de grande espanto, diciéndose unos a otros: ¿Quién es éste?», etc. Dudaban, por tanto, acerca de El. Calmando, pues, el mar con su mandato, no como Moisés con la vara ( Ex 14), ni con la oración como Eliseo en el Jordán ( 2Re 2), ni por medio del arca como Josué ( Jos 3), se mostró a ellos como Dios, y como hombre, por cuanto se rindió al sueño.
 

San Jerónimo

1 La popa en sentido místico es el principio de la Iglesia, y en ella duerme el Señor corporalmente, puesto que jamás duerme el que guarda a Israel ( Sal 120). La popa, bajo una apariencia exterior de muerte, alberga a los vivos, rompe las olas y está reforzada con leños; esto quiere decir que la Iglesia es salvada por la muerte del Señor en la cruz. El cabezal es el cuerpo del Señor, sobre el cual está reclinada la Divinidad como la cabeza; el viento y el mar son los demonios y los perseguidores, a los cuales dice: «Callaos», cuando quiere hacer cesar los edictos de los reyes injustos; la gran bonanza es la paz de la Iglesia después de la persecución, o la vida contemplativa después de la activa.
 

Beda

Por la barca en que entró se entiende el árbol de la Pasión, por la cual llegan los fieles a la patria celestial como al descanso de un puerto seguro. Las demás barcas que se dice estaban con el Señor, representan a los que llenos de fe en su cruz están al abrigo del aguacero de las tribulaciones, o gozan de la bonanza de la paz después de las tormentas de las tentaciones. Se entrega Cristo al sueño en tanto que bogan los discípulos, porque llega el tiempo de la Pasión del Señor para los fieles que meditan en el descanso del reino futuro. Sucedió por la tarde, para significar que el sueño del Señor, no sólo es el ocaso del verdadero sol, sino que se verificó en la misma hora que la luz desaparece. Mientras que El se levanta en la popa de la cruz, se encrespan las olas de los perseguidores blasfemos, movidos por las tormentas infernales, que no alteran la paciencia del Señor, pero sí a sus ignorantes discípulos. Despiertan éstos al Señor, porque pedían con los mayores votos la resurrección de aquel cuya muerte veían. Levantándose amenaza al viento, porque después de su resurrección aplasta la soberbia del diablo y manda callar al mar, porque, resucitado combate el furor de los judíos. Reprende a sus discípulos porque después de la resurrección ha de reprenderlos por su incredulidad. Y a nosotros también cuando, instruidos en la doctrina del Crucificado, nos disponemos a abandonar el mundo, subimos con Jesús a la barca, y nos esforzamos por pasar el mar. Pero mientras navegamos se entrega al sueño entre los bramidos del mar, cuando en medio de los esfuerzos de las virtudes languidece la llama del amor combatida por los espíritus inmundos, por los hombres depravados o por el ímpetu de nuestros mismos pensamientos. Mas si en medio de estas tormentas nos apresuramos a despertarle, bien pronto calmará la tempestad, restablecerá la tranquilidad y nos dará el puerto de salvación.

 

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