La primera lectura de la misa de hoy, 31 de octubre, se trata de la carta de san Pablo a los Efesios (6,10-20), en que hace referencia a la presencia demoniaca en nuestro mundo, realidad maligna con la que tenemos que lidiar en nuestra existencia terrena.
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (6,10-20):
Buscad vuestra fuerza en el Señor y en su invencible poder. Poneos las armas que Dios os da, para poder resistir a las estratagemas del diablo, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra los principados, autoridades y poderes que dominan este mundo de tinieblas, contra las fuerzas sobrehumanas y supremas del mal. Por eso, tomad las armas de Dios, para poder resistir en el día fatal y, después de actuar a fondo, mantener las posiciones. Estad firmes, repito: abrochaos el cinturón de la verdad, por coraza poneos la justicia; bien calzados para estar dispuestos a anunciar el Evangelio de la paz. Y, por supuesto, tened embrazado el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del malo. Tomad por casco la salvación y por espada la del Espíritu, es decir, la palabra de Dios, insistiendo y pidiendo en la oración. Orad en toda ocasión con la ayuda del Espíritu. Tened vigilias en que oréis con constancia por todos los santos. Pedid también por mí, para que Dios abra mi boca y me conceda palabras que anuncien sin temor el misterio contenido en el Evangelio, del que soy embajador en cadenas. Pedid que tenga valor para hablar de él como debo.
Estos seres de origen angélico que en un momento dado, probablemente a raíz de la decisión de Dios de crear a unos nuevos seres, lo humanos, se rebelaron, por envidia y soberbia, contra esa decisión de hacerles tan especiales, a imagen y semejanza divina, y de una naturaleza de la que participara el mismo Dios, en el Hijo. Como consecuencia de tal hecho, estos ángeles rebeldes fueron despojados de su santidad y expulsados de cielo. A partir de entonces, su lugar, a contrario de la santidad, es donde se da el mal, el infierno, y allí donde se posibilita que la maldad se haga presente. Y aquí entra la cuestión del hecho innegable del porqué esta realidad demoniaca está actuando en nuestro mundo. Para quien desee saber más sobre esto les invitamos a leer el artículo “Los demonios presentes en el aire”.
Lo que más nos interesa ahora, es la cuestión del influjo que esta presencia maligna en medio de nosotros, ejerce sobre nuestras vidas. De manera que su pretensión de hacer la guerra a Dios a través de arribarle el mayor número de estos nuevos seres humanos a los que ha dignificado con ser hijos suyos, fracase. En esta causa se comprometió Dios mismo, al encarnarse y dar la vida por Dios, en un derroche de amor por salvar a la Humanidad; tal y como se dice en la consagración Eucarística: derramó su sangre por muchos (todos).
Todos estamos llamados y posibilitados a ser salvos; ahora bien, todos, en nuestra dignidad en la que hemos sido creados con libertad, nos hacemos responsables de lo que hacemos o dejamos de hacer, lo cual compromete nuestro destino; es decir, sobre nuestro ejercicio de nuestra libérrima voluntad gravita una gran responsabilidad; al menos para acceder al cielo, en cuanto a nuestra contribución, en cuanto a otro destino (de acabar en compañía “de los ángeles caídos) no existe certeza absoluto, la condenación eterna estaría tan sólo como pasibilidad.
Que habrá juicio final para cada uno es un hecho, un dogma de fe, pero el que tal juicio sea condenatorio es incierto, sí, en cambio, salvífico. Jesús así lo demostró en la cruz, ante los dos ladrones, diciendo a Dimas “esta tarde estarás conmigo en el paraíso”, en cambio no dijo nada condenatorio sobre el otro condenado (justamente, según la leyes de los hombres).
En la lucha de nuestras decisiones para que sigan la voluntad de Dios, que nos santifican y nos abran las puertas del cielo, hemos, pues, de contar como dice san Pablo, con la fuerza en el Señor y en su invencible poder. La gracia de Dios es cuanto el ser humano puede contar para librar la terrible lucha contra las fuerzas del mal, que son más poderosas que nuestras frágiles fuerzas humanas por ellas mismas: porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso, sino contra los principados, autoridades y poderes que dominan este mundo de tinieblas, contra las fuerzas sobrehumanas y supremas del mal. Por eso, tomad las armas de Dios.
Estad firmes, repito: abrochaos el cinturón de la verdad, por coraza poneos la justicia; bien calzados para estar dispuestos a anunciar el Evangelio de la paz. Y, por supuesto, tened embrazado el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del malo. Tomad por casco la salvación y por espada la del Espíritu, es decir, la palabra de Dios, insistiendo y pidiendo en la oración. Orad en toda ocasión con la ayuda del Espíritu. Tened vigilias en que oréis con constancia por todos los santos.