«…pide una señal, y no se le dará otra señal que la señal de Jonás.» (Lc 11,30)
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J. M. apenas tenía treinta años y gozaba de una posición envidiable en la vida. Licenciado en Derecho y Empresariales trabajaba para un banco holandés. Era de familia adinerada, poseía, por supuesto, coche, un buen sueldo y muchos amigos. Pero lo abandonó todo. Desde hace casi diez años vive en África, felizmente casado, tiene dos hijos y emplea su talento en ayudas al desarrollo. El mismo cuenta cómo cambió y se hizo creyente.
«Estaba a gusto con mi vida, pero era consciente de lo que significaba trabajar en un banco de negocios: enriquecer a los ricos. Los que ya tienen casas, coches, barcos y, una buena cuenta bancaria multiplican su dinero a base de información privilegiada. Estoy seguro de que si pensaran que en realidad lo que están haciendo es robar a los pensionistas, a la pobre viejecita que tiene sus ahorrillos invertidos, no lo harían, porque es lo mismo que atracarles. Finalmente me atreví, pedí un año de excedencia y me fui con la madre Teresa de Calcuta. Me decían «Vas a tirar tu futuro por la borda», y racionalmente hablando tenían razón. Luego, cuando aprendes a vivir el día a día, te das cuenta de que tanto pensar en el futuro te esclaviza. Mi trabajo consistía en ayudar por la mañana en un manicomio y por las tardes recoger moribundos. El primer mes me tenía que sujetar los pies para no salir corriendo. Limpiaba los escupitajos de los tuberculosos, los excrementos y las heridas llenas de gusanos de los enfermos. Me decía: «A ver si veo un milagrito y empiezo a creer en todo esto, que no me creo nada». Y luego te das cuenta de que el milagro es el del amor, el de la madre Teresa y sus hermanas, el de los enfermos. La madre Teresa me decía: «Los enfermos están haciendo mucho más por ti que tú por ellos». Cuesta, pero al final lo entiendes y empiezas a recibir y a cambiar».
De Calcuta pasó a Malawi y Sudán, África, donde emplea sus conocimientos en organizar clínicas móviles que atienden a 40.000 pacientes; un proyecto para huérfanos del SIDA que asiste a 3.250 huérfanos; otro para obtener medicación y ropa para que vayan a la escuela. Y están en curso diversos proyectos de desarrollo agrícola. No arruinó su futuro cuando cambió de vida. Lo encontró.
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Abunda mucho entre la gente (de fe) el querer ver -y hacer- cosas extraordinarias. En los Evangelios, Cristo se distancia de eso, huye de toda espectacularidad; siempre aparece el término «sémeion», y solo una ve «thauma» (prodigio); los mismos fariseos le piden a Jesús que haga un gran signo, y Jesús les dice que no tendrán más signo que el de Jonás, que no es nada espectacular.
El amor misericordioso es la signo hecho don, gracia, fe.
Cuando tu seas ojos para guiar al ciego, piernas para trasladar el imposibilitado, oídos para el sordo no quede aislado, cuando todos tus recursos se pongan en ayuda de quien los necesita, cuando te pongas a servir,… es que el Espíritu Santo mora en ti, y opera contigo con la fuerza de su gracia para obrar «milagros».
¡Cuántos milagros ocurren al día sin saberlo. Cuántos impulsos de la gracia que permanecen desconocidos y en el anonimato, Cuánta bondad derramada en cada instante de forma tímida, operando secretamente desde los corazones. Cuánto amor. Y todo ello es como un milagro silencioso!
«Buscamos demasiado lo excepcional, nos sentimos demasiado inclinados a concebir siempre la acción de Dios en nosotros, todos su impulsos, como necesariamente distintos de los nuestros. Pero estamos en un error, ya que entonces no se percibirá como acción del Espíritu en la vida del hombre más que lo extraordinario, lo que puede ser atribuido directamente a Dios. ¡Nos gustaría que nuestra vida estuviera sembrada de milagros, milagros de luz, milagros de transformación de nosotros mismos, milagros de liberación! Es cierto que el Espíritu es Otro y produce en nosotros los pensamientos, los deseos y los quereres de Otro. Pero ese Espíritu no es un extraño, no sustituye con su acción a la nuestra; al contrario, nos concede ser responsables y dueños de nuestra vida. El hacer ver, hace querer, hace elegir, pero somos nosotros los que vemos, los que queremos, los que elegimos. El discípulo de Jesús es habitado por Otro, tan íntimo a él mismo que lo convierte en un hombre libre, ya que ese Espíritu es la libertad misma de Dios en él, puesto que Solo Dios es totalmente libre.»[1]
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[1] VOILLAUME, R.: «El eterno viviente», Paulinas, Madrid 1978. p.91.