En el tercer domingo de Cuaresma en la liturgia de la misa se lee el Evangelio que narra el encuentro de Jesús con una mujer samaritana en el pozo de Sicar, según san Juan (4,5-42).
Esta maravillosa escena –que pueden leer más abajo– es perfecta para la contemplación o la Lectio Divina.
A Jesús le apenaba el que la gente anduviera sin conocer el don de Dios. Así que se empleaba en predicar incansablemente para darlo a conocer.
El don de Dios, ¿qué es concretamente? Es el Espíritu Santo, el reinado de Dios, la gracia operando en nosotros, la vida trinitaria escondida en nuestro corazón. Es la caridad divina, la amistad trinitaria. Y es la Eucaristía, es ese río de amor que sale del costado de Cristo, la fuente de agua vida.
El hecho ocurre en el Sicar es la ciudad de Samaria, donde Jesús, durante su viaje de Judea a Galilea, decidió, un día, detenerse y descansar. Aquí estaba el pozo que Jacob había comprado con toda la tierra, dejándola como una herencia para su hijo José. Es decir, es un sitio significativo, con historia; el lugar más relevante y santuario de los samaritanos, Garizim. Y es justamente ahí, donde Jesús se va a manifestar a esa parte que 9 siglos atrás fuera también del pueblo judío, de las 12 tribus. Es ya un paso más hacia la apertura de su ofrecimiento de salvación a los excluidos. Es una epifanía de quién es Jesús para los samaritanos: La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo.» Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo.» (vv. 25-26).
Jesús toma la iniciativa, se acerca y espera. La mujer necesita agua y va a buscarla. Se encuentra allí a Él. Jesús quiere llegar a un encuentro personal “de tu a tu” con Dios, y provoca el diálogo con una solicitud: “Dame de beber” (v. 7). Jesús rompe todas las barreras al tender ese puente de acercamiento a la samaritana. La mujer se encuentra sorprendida de esa actitud de Jesús, de dignarse a hablar con ella. Y es que Dios sorprende siempre. Jesús invita a la samaritana a ir más allá de las normas y los cultos. Como dice Jesús, se acerca la hora en que los que adoran a Dios lo harán en “espíritu y en verdad” y no en un lugar concreto, en este monte o en el otro, o cumpliendo unas leyes u otras. A Dios se le adora allá donde se le encuentra. Y se le encuentra en el prójimo. Más específicamente, en el prójimo necesitado y sufriente. A este punto se nos viene a la memoria la cita de San Ireneo: “La gloria de Dios es la vida del hombre”.
Jesús conoce la vida de la mujer, se la cuenta. Y conoce su sed. Como la sed de todo ser humano, que llevamos dentro. Jesús es el pozo donde ahora hay que beber y apagar la sed. Esa sed sobrenatural. Nuestro corazón está sediento. Es la sed más grande que el ser humano puede tener: sed infinita puede ser saciada sólo por su amor infinito.
Entonces Jesús revela a la samaritana el misterio del agua viva, es decir, el Espíritu Santo, el don de Dios. A la reacción de sorpresa de la mujer, Jesús responde: Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice: «Dame de beber!», le habrías pedido y te habría dado agua viva (v. 10).
La mujer asombrada se dirige a sus conciudadanos para invitarles a ver a Aquel que «me contó todo lo que he hecho«. La Samaritana se convierte en una anunciadora del Evangelio de Jesús.
Se trata (la vida de la Trinidad) del amor con que el Padre ama al Hijo, y cuyo fruto es el Espíritu Santo. Este Amor está en nosotros y nos vivifica.
Lectura del santo evangelio según san Juan (4,5-42):
En aquel tiempo, llegó Jesús a un pueblo de Samaria llamado Sicar, cerca del campo que dio Jacob a su hijo José; allí estaba el manantial de Jacob. Jesús, cansado del camino, estaba allí sentado junto al manantial. Era alrededor del mediodía.
Llega una mujer de Samaria a sacar agua, y Jesús le dice: «Dame de beber.» Sus discípulos se habían ido al pueblo a comprar comida.
La samaritana le dice: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy samaritana?» Porque los judíos no se tratan con los samaritanos.
Jesús le contestó: «Si conocieras el don de Dios y quién es el que te pide de beber, le pedirías tú, y él te daría agua viva.»
La mujer le dice: «Señor, si no tienes cubo, y el pozo es hondo, ¿de dónde sacas agua viva?; ¿eres tú más que nuestro padre Jacob, que nos dio este pozo, y de él bebieron él y sus hijos y sus ganados?»
Jesús le contestó: «El que bebe de esta agua vuelve a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré nunca más tendrá sed: el agua que yo le daré se convertirá dentro de él en un surtidor de agua que salta hasta la vida eterna.»
La mujer le dice: «Señor, dame de esa agua así no tendré más sed ni tendré que venir aquí a sacarla.»
Él le dice: «Anda, llama a tu marido y vuelve.»
La mujer le contesta: «No tengo marido».
Jesús le dice: «Tienes razón que no tienes marido; has tenido ya cinco y el de ahora no es tu marido. En eso has dicho la verdad.»
La mujer le dijo: «Señor, veo que tú eres un profeta. Nuestros padres dieron culto en este monte, y vosotros decís que el sitio donde se debe dar culto está en Jerusalén.»
Jesús le dice: «Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén daréis culto al Padre. Vosotros dais culto a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los que quieran dar culto verdadero adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto así Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.»
La mujer le dice: «Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él nos lo dirá todo.»
Jesús le dice: «Soy yo, el que habla contigo.»
En aquel pueblo muchos creyeron en él. Así, cuando llegaron a verlo los samaritanos, le rogaban que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Todavía creyeron muchos más por su predicación, y decían a la mujer: «Ya no creemos por lo que tú dices; nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que él es de verdad el Salvador del mundo.»