Hoy, 16 de marzo, es el segundo domingo de Cuaresma, en el que se lee el texto del evangelio que trata sobre la transfiguración del Señor en el monte Tabor. Y previamente antes, la segunda lectura, es de la carta a la Filipenses, donde se habla de la transformación de nuestros cuerpo terreno, por medio de Jesucristo, Señor de toda gracia, según el modelo su cuerpo glorioso.
Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses (3,17–4,1):
Seguid mi ejemplo, hermanos, y fijaos en los que andan según el modelo que tenéis en nosotros. Porque, como os decía muchas veces, y ahora lo repito con lágrimas en los ojos, hay muchos que andan como enemigos de la cruz de Cristo: su paradero es la perdición; su Dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas. Sólo aspiran a cosas terrenas. Nosotros, por el contrario, somos ciudadanos del cielo, de donde aguardamos un Salvador: el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo. Así, pues, hermanos míos queridos y añorados, mi alegría y mi corona, manteneos así, en el Señor, queridos.
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Lucas (9,28b-36):
En aquel tiempo, Jesús cogió a Pedro, a Juan y a Santiago y subió a lo alto de la montaña, para orar. Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió, sus vestidos brillaban de blancos. De repente, dos hombres conversaban con él: eran Moisés y Elías, que, apareciendo con gloria, hablaban de su muerte, que iba a consumar en Jerusalén. Pedro y sus compañeros se caían de sueño; y, espabilándose, vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con él.
Mientras éstos se alejaban, dijo Pedro a Jesús: «Maestro, qué bien se está aquí. Haremos tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.» No sabía lo que decía.
Todavía estaba hablando, cuando llegó una nube que los cubrió. Se asustaron al entrar en la nube. Una voz desde la nube decía: «Éste es mi Hijo, el escogido, escuchadle.»
Cuando sonó la voz, se encontró Jesús solo. Ellos guardaron silencio y, por el momento, no contaron a nadie nada de lo que habían visto.
Somos ya transfigurados, santificados, «divinizados», por la gracia de Dios que opera en nosotros, los bautizados. El proceso ya se ha originado aunque todavía no culminado (beatificado).
Nosotros los bautizados somos los responsables de las transfiguraciones. No es Dios el que nos las niega, sino nosotros los que no nos prestamos a ellas.
Un cristiano que transfigure su imagen según la Imagen, Cristo, ha de irradiar los frutos de su Espíritu: amistad, paz, alegría, disponibilidad, fraternidad, bondad, gratuidad…
De quien dice ser cristiano necesariamente tiene que emanar una luz especial. Luz mística que, por otra parte, no todos captan: un corazón endurecido, superficial, en pecado o no gracia…, es incapaz de apreciarla. Quien es inocente, sencillo, sensible, quien tiene su interior lo suficientemente puro…, detecta –no necesariamente en el consciente– la iluminación transfigurativa de ciertas personas invadidas por lo divino.
Si el hombre de fe -habitado por el Espíritu Santo- representa un cierto grado de misterio por la bondad de su talante para los demás, entonces la luz de Dios está próxima, como la aurora, a iluminar los corazones presentes.
El ejercicio de la bondad propicia una personalidad amable y tierna. Del hondón de este alma surge suave pero nítido el resplandor de su belleza, de su paz, de su dicha…, que se trasluce en su persona. Posee un «aura» propia, que lo imanta todo, su mundo se torna de alguna forma ininteligible bondadoso. Esa luz llegará a todo y a todos.
Hay gente a cuyo lado todos se sienten bien. Un cristiano, que sea capaz de decir «ya no soy yo sino que es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20) tiene que producir esa sensación que producía Cristo al que se le aproxima, sobre todo con fe, con confianza, porque salía de él una virtud que curaba a todos (Lc 8,46).
Hay personas que transmiten buenas sensaciones, con las que uno contacta fácilmente, que da gusto estar con ellos, irradian paz, calidez, suavidad, dulzura… Rostros de una serena alegría que iluminan otros rostros, que contagian su amabilidad, su bondad, la santidad; un no sé qué cargado de afecto y amor, atmósfera cálida y envolvente. Dan testimonio de la presencia mística de la gracia del Espíritu de Cristo, que les habita.
Si el Espíritu de Cristo glorioso está presente en nosotros, templos, entonces hemos de ser transparentes a El y ser signos del El en medio del mundo. El cristiano allí donde esté es un signo de paz, de serenidad, de armonía, de comunión…, gozo interior que sólo pueden provenir de una vida sustentada en el amor que comunica Cristo al entrar en íntima comunión con su Espíritu. Cuando hacemos sonreír de corazón a alguien; cuanto un rostro oscuro, apagado, lo iluminamos transformándolo en un semblante amable; cuando acogemos a alguien que se encuentra solo; cuando nos mostramos abiertos, confiados, haciendo nacer la confianza en alguien; cuando tratamos con respeto y cariño a alguien humillado; cuando a nuestro lado expandimos un clima de «buenas vibraciones», de afecto, de amor, de benevolencia, de mansedumbre, de misericordia, de justicia, de buena voluntad, de alegría…, estamos transfigurando el mundo, encarnando el Reino de Dios, según es espíritu de las Bienaventuranzas.
Los creyentes, coherentes con nuestra fe, hemos de irradiar con humildad y naturalidad un algo de divino, un misterio de gracia… Somos portadores del glorioso Reino de Dios.
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Palabras del papa Francisco
(Ángelus del 13 de marzo de 2022)
El Evangelio de la Liturgia de este segundo domingo de Cuaresma narra la Transfiguración de Jesús (cf. Lc 9, 28-36). Mientras rezaba en un monte alto, Jesús cambia de aspecto, sus vestidos se vuelven blancos y resplandecientes, y en la luz de su gloria aparecen Moisés y Elías, hablando con Él de la Pascua que le espera en Jerusalén, es decir, de su pasión, muerte y resurrección.
Testigos de este extraordinario acontecimiento son los apóstoles Pedro, Juan y Santiago, que han subido al monte con Jesús. Nos los imaginamos con los ojos bien abiertos ante aquel espectáculo único. Y ciertamente habrá sido así. Pero el evangelista Lucas señala que «Pedro y sus compañeros estaban cargados de sueño» y que «despertándose vieron la gloria de Jesús» (cf. v. 32). El sueño de los tres discípulos parece como una nota discordante. Más tarde, estos mismos apóstoles se dormirán en Getsemaní, durante la oración angustiosa de Jesús, que les había pedido que velaran (cf. Mc 14, 37-41). Causa asombro esta somnolencia en momentos tan importantes.
Pero leyendo con atención, vemos que Pedro, Juan y Santiago se adormecen antes de que comience la Transfiguración, es decir, justo cuando Jesús está en oración. Sucederá lo mismo en Getsemaní. Evidentemente era una oración que se prolongaba, en silencio y recogimiento. Podemos pensar que al principio ellos también estaban rezando, hasta que prevaleció el cansancio, el sueño.
Hermanos, hermanas, ¿acaso no se parece este sueño fuera de lugar al sueño que nos entra en momentos que sabemos importantes? Tal vez por la tarde, cuando nos gustaría rezar, pasar un rato con Jesús después de un día de mil carreras y compromisos. O cuando es el momento de intercambiar unas palabras con la familia y ya no tienes fuerzas. Nos gustaría estar más despiertos, atentos, implicados, para no perder ocasiones únicas, pero no podemos, o lo hacemos de cualquier manera y poco.
El tiempo fuerte de la Cuaresma es una oportunidad en este sentido. Es un período en el que Dios quiere despertarnos del letargo interior, de esta somnolencia que no deja que el Espíritu se exprese. Porque —no lo olvidemos nunca— mantener el corazón despierto no depende solo de nosotros: es una gracia, y hay que pedirla. Los tres discípulos del Evangelio así lo demuestran: eran buenos, habían seguido a Jesús al monte, pero solo con sus fuerzas no conseguían mantenerse despiertos. Nos sucede también a nosotros. Pero se despiertan justo durante la Transfiguración. Podemos pensar que fue la luz de Jesús la que los despertó. Como ellos, también nosotros necesitamos la luz de Dios, que nos hace ver las cosas de otra manera; nos atrae, nos despierta, reaviva el deseo y la fuerza de rezar, de mirar dentro de nosotros y dedicar tiempo a los demás. Podemos vencer la fatiga del cuerpo con la fuerza del Espíritu de Dios. Y cuando no podamos superar esto, debemos decirle al Espíritu Santo: “Ayúdanos. Ven, ven Espíritu Santo. Ayúdame: quiero encontrar a Jesús, quiero estar atento, despierto”. Pedirle al Espíritu Santo que nos saque de esta somnolencia que nos impide rezar.
En este tiempo de Cuaresma, después de las fatigas de cada día, nos hará bien no apagar la luz de la habitación sin antes ponernos bajo la luz de Dios. Rezar un poco antes de dormir. Démosle al Señor la oportunidad de sorprendernos y despertar nuestro corazón. Esto lo podemos hacer, por ejemplo, abriendo el Evangelio y dejándonos asombrar por la Palabra de Dios, porque la Escritura ilumina nuestros pasos e inflama nuestro corazón. O podemos mirar el Crucifijo y maravillarnos ante el amor loco de Dios, que nunca se cansa de nosotros y tiene el poder de transfigurar nuestros días, de darles un nuevo sentido, una luz diferente, una luz inesperada.
Que la Virgen María nos ayude a mantener nuestro corazón despierto para acoger este tiempo de gracia que Dios nos ofrece.
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(Ángelus del 28 de febrero de 2021)
Este segundo domingo de Cuaresma nos invita a contemplar la transfiguración de Jesús en el monte, ante tres discípulos (cf. Mc 9,2-10). Poco antes, Jesús había anunciado que, en Jerusalén, sufriría mucho, sería rechazado y condenado a muerte. Podemos imaginar lo que debió ocurrir en el corazón de sus amigos, de sus amigos íntimos, sus discípulos: la imagen de un Mesías fuerte y triunfante entra en crisis, sus sueños se hacen añicos, y la angustia los asalta al pensar que el Maestro en el que habían creído sería ejecutado como el peor de los malhechores. Y precisamente en ese momento, con esa angustia del alma, Jesús llama a Pedro, Santiago y Juan y los lleva consigo a la montaña.
Dice el Evangelio: «Los llevó a un monte» (v. 2). En la Biblia el monte siempre tiene un significado especial: es el lugar elevado, donde el cielo y la tierra se tocan, donde Moisés y los profetas vivieron la extraordinaria experiencia del encuentro con Dios. Subir al monte es acercarse un poco a Dios. Jesús sube con los tres discípulos y se detienen en la cima del monte. Aquí, Él se transfigura ante ellos. Su rostro radiante y sus vestidos resplandecientes, que anticipan la imagen de Resucitado, ofrecen a estos hombres asustados la luz, la luz de la esperanza, la luz para atravesar las tinieblas: la muerte no será el fin de todo, porque se abrirá a la gloria de la Resurrección. Jesús, pues, anuncia su muerte, los lleva al monte y les muestra lo que sucederá después, la Resurrección.
Como exclamó el apóstol Pedro (cf. v. 5), es bueno estar con el Señor en el monte, vivir esta «anticipación» de luz en el corazón de la Cuaresma. Es una invitación para recordarnos, especialmente cuando atravesamos una prueba difícil —y muchos de vosotros sabéis lo que es pasar por una prueba difícil—, que el Señor ha resucitado y no permite que la oscuridad tenga la última palabra.
A veces pasamos por momentos de oscuridad en nuestra vida personal, familiar o social, y tememos que no haya salida. Nos sentimos asustados ante grandes enigmas como la enfermedad, el dolor inocente o el misterio de la muerte. En el mismo camino de la fe, a menudo tropezamos cuando nos encontramos con el escándalo de la cruz y las exigencias del Evangelio, que nos pide que gastemos nuestra vida en el servicio y la perdamos en el amor, en lugar de conservarla para nosotros y defenderla. Necesitamos, entonces, otra mirada, una luz que ilumine en profundidad el misterio de la vida y nos ayude a ir más allá de nuestros esquemas y más allá de los criterios de este mundo. También nosotros estamos llamados a subir al monte, a contemplar la belleza del Resucitado que enciende destellos de luz en cada fragmento de nuestra vida y nos ayuda a interpretar la historia a partir de la victoria pascual.
Pero tengamos cuidado: ese sentimiento de Pedro de que “es bueno estarnos aquí” no debe convertirse en pereza espiritual. No podemos quedarnos en el monte y disfrutar solos de la dicha de este encuentro. Jesús mismo nos devuelve al valle, entre nuestros hermanos y a nuestra vida cotidiana. Debemos guardarnos de la pereza espiritual: estamos bien, con nuestras oraciones y liturgias, y esto nos basta. ¡No! Subir al monte no es olvidar la realidad; rezar nunca es escapar de las dificultades de la vida; la luz de la fe no es para una bella emoción espiritual. No, este no es el mensaje de Jesús. Estamos llamados a vivir el encuentro con Cristo para que, iluminados por su luz, podamos llevarla y hacerla brillar en todas partes. Encender pequeñas luces en el corazón de las personas; ser pequeñas lámparas del Evangelio que lleven un poco de amor y esperanza: ésta es la misión del cristiano.
Recemos a María Santísima para que nos ayude a acoger con asombro la luz de Cristo, a guardarla y a compartirla.
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Catena Aurea
Eusebio
Cuando el Señor habló a sus discípulos del misterio de su segunda venida, para que no pareciese que creían sólo por las palabras, procedió a las obras, manifestándoles, con fe oculta, una figura de su reino. Por lo que prosigue: «Y aconteció como ocho días después de estas palabras, que Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, y subió a un monte a orar».
San Juan Damasceno orat. de transfig
San Mateo y San Marcos dicen que tuvo lugar la transfiguración el sexto día después de hecha la promesa a los discípulos, mientras que San Lucas dice que la transfiguración se realizó después del día octavo. Pero no hay discordancia en ellos; porque los que dicen que el sexto día después, no cuentan el primero ni el último (esto es, el primero en que se hizo la promesa y el último en que se realizó) y sólo computaron los intermedios. Y el que contó ocho, computó los otros dos. Pero, ¿y por qué no todos los discípulos, sino algunos de ellos, fueron llamados a presenciar la transfiguración? Solamente había uno que no merecía ver la Divinidad, Judas , según aquellas palabras: «Quítese el impío, para que no vea la gloria del Señor» ( Is 26,10). Si hubiese sido sólo éste quien hubiese quedado privado de tan grato espectáculo, acaso se hubiera llenado de envidia y hubiera sido provocado a cometer toda clase de crímenes. Por eso el Señor quiso quitar aquella ocasión de aborrecimiento al que le había de vender, dejando con él, a la falda del monte, a la mayor parte de sus discípulos. Tomó a tres para que toda palabra esté confirmada por dos o tres testigos. Tomó a Pedro para hacerle ver -confirmado por el testimonio del Padre- el testimonio que él había dado; y también como futuro presidente de toda la Iglesia. Tomó a Santiago porque había de morir por Cristo antes que los demás discípulos. Tomó a Juan -como órgano purísimo de la teología- para que, viendo la gloria del Hijo, que no está sujeta a tiempo, resonase aquello: «En el principio era el Verbo» ( Jn 1,1).
San Ambrosio
Subió San Pedro porque había recibido las llaves del reino de los cielos; San Juan, porque había de acompañar a la Madre del Salvador; y Santiago, porque había de ser el primer mártir de entre los Apóstoles.
Teofilacto
O tomó a estos tres, porque eran los más apropiados para guardar el secreto y no lo habían de revelar a nadie. Subió al monte a orar para enseñarnos que cuando oremos debemos estar solos y elevados, no acordándonos de las cosas de la vida.
San Juan Damasceno orat. jam. notata
De un modo oran los siervos y de otro oraba el Señor. Porque la oración del siervo es una ascensión del espíritu hacia Dios; mas el espíritu sagrado de Cristo, unido hipostáticamente a Dios, nos lleva como de la mano al ascenso, con el cual subimos a Dios por la oración y nos enseña que no es adversario de Dios, sino que venera como principio al que lo engendra. Además, a fin de desorientar al demonio, que exploraba si era Dios (lo cual predicaba la virtud de sus milagros), ocultaba, por decirlo así, su anzuelo bajo cierto cebo. Lo hacía así a fin de que, el que había seducido (cogido con anzuelo) al hombre con la esperanza de la deificación, fuese engañado o cogido con el anzuelo del vestido del cuerpo. La oración es una revelación de la gloria divina. Por lo cual prosigue: «Y entre tanto que hacía oración, la figura de su rostro se hizo otra».
San Cirilo
No mudando la forma corporal y humana, sino resplandeciendo con cierto brillo de gloria.
San Juan Damasceno ut sup
Viendo el diablo que resplandecía en la oración, se acordó de Moisés, cuyo semblante fue también glorificado ( Ex 34); pero Moisés era glorificado por una gloria que le venía de fuera, mientras que el Señor brillaba con un resplandor innato de su gloria divina. Porque -como en virtud de la unión hipostática es una y la misma la gloria del Verbo y de la carne-, se transfigura, no recibiendo lo que no tenía, sino manifestando a sus discípulos lo que era. De donde se dice, según San Mateo: «Que se transfiguró delante de ellos», y que «su rostro brilló como el sol» ( Mt 17). Porque Dios es en las cosas espirituales, lo que el sol en las cosas sensibles. Así como el sol -que es la fuente de la luz- no puede ser visto fácilmente, mientras que la luz, derramada sobre la tierra, puede contemplarse, así el semblante de Cristo es deslumbrador como el sol, mientras que sus vestidos son blancos como la nieve. Por lo cual continúa: «Y sus vestidos se tornaron blancos»; esto es, por la participación de la luz eterna.
Y sigue a continuación: Así las cosas, para que se conociese que era uno mismo Dios del Antiguo y del Nuevo Testamento y se cerrasen las bocas de los herejes y se estableciese la fe de la resurrección (y además para que se creyese que El que se transfiguraba era el Señor de vivos y muertos), Moisés y Elías, como ministros, asisten al Señor en su gloria. Por ello sigue: «Y he aquí que hablaban con El», etc. Convenía, pues, que viendo la gloria y la confianza de sus consiervos, admirasen la misericordiosa condescendencia del Señor, se animasen a imitar a aquellos que los habían precedido en el trabajo -al ver el gozo de los bienes futuros- y se fortificasen más en las pruebas; pues el que conoce la recompensa de sus trabajos, los tolerará más fácilmente.
Crisóstomo, hom. 57, in Matth
¿Y por qué hace que se presenten allí Moisés y Elías? Para que se distinguiese entre el Señor y los siervos, pues el pueblo afirmaba que el Señor era Elías o Jeremías. Además, hizo que apareciesen sirviéndole, para demostrar que El no era adversario de Dios ni transgresor de la ley; pues en tal caso el legislador Moisés y Elías, los dos hombres que más habían brillado en la guarda de la ley y en el celo de la gloria de Dios, no lo hubieran servido. Igualmente, con dicha aparición manifestó las virtudes de aquellos dos hombres, pues uno y otro se expusieron muchas veces a la muerte por guardar los preceptos divinos. Quería también que sus discípulos los imitasen en el gobierno de los pueblos, para que fuesen humildes como Moisés y celosos como Elías. Los hizo venir también con objeto de hacerles ver la gloria de la cruz para consolar a Pedro y a otros que temían la pasión. Por lo cual prosigue: «Y hablaban de su partida había de terminar en Jerusalén».
San Cirilo
Esto es, del misterio de la encarnación y de la pasión salvífica, cumplida en la venerable Cruz.
San Ambrosio
Místicamente se manifiesta la transfiguración de Cristo después de las palabras antedichas. Porque quien oye y cree las palabras de Cristo verá la gloria de la resurrección. Esta se verificó en el octavo día, y de allí el que la mayor parte de los salmos se escribe por la octava: (para cantarse por octavo tono), o acaso para demostrarnos lo que había dicho, que todo aquel que perdiere su alma, la salvará, puesto que cumplirá sus promesas en el día de la resurrección.
Beda
Pues así como El resucitó después del día séptimo del sábado, en que había descansado en el sepulcro, así nosotros después de las seis edades del mundo y la séptima del reposo de las almas, que se pasa en la otra vida, resucitaremos, por decirlo así, en la edad octava.
San Ambrosio
San Mateo y San Marcos dicen que después de seis días fue cuando tomó a sus discípulos y se transformó, de lo que podríamos deducir que resucitaremos después de seis mil años, que mil años para Dios son lo que un día para nosotros; pero se computan más de seis mil años, y preferimos entender esos seis días como la figura de los seis días de la creación de las obras del mundo, de suerte que el tiempo signifique las obras y las obras signifiquen el mundo. Así es como se nos ha revelado la resurrección futura, o puede ser también que aquel que ha ascendido sobre la tierra, y ha trascendido las importantes generaciones espere, sentado en lo alto del cielo, el fruto eterno de la resurrección futura.
Beda
Por ello sube a orar y a transfigurarse a la cumbre de un monte, para dar a entender que aquellos que esperan el fruto de la resurrección y desean ver al Rey inmortal en toda su gloria, deben habitar en los cielos con el espíritu y consagrarse a oraciones constantemente.
San Ambrosio
Si no distinguiese a los elegidos, consideraría que en aquellos tres que fueron guiados al monte, místicamente está comprendido el género humano, porque la humanidad entera descendió de los tres hijos de Noé. Son tres los elevados para que suban al monte, porque nadie puede ver la gloria de la resurrección si no cree en el misterio de la Santísima Trinidad con fe sincera.
Beda
Cuando el Señor se transfigura, nos da a conocer la gloria de la resurrección suya y de la nuestra. Porque tal y como se presentó a sus discípulos en el Tabor, se presentará a todos los elegidos después del día del juicio. El vestido del Señor representa el coro de sus santos, el cual parecía despreciado mientras el Señor estuvo en la tierra. Pero dirigiéndose El al monte, brilla con nuevo fulgor. Así ahora somos los hijos de Dios, pero lo que un día seremos, no parece todavía; mas sabemos que, cuando aparezca, seremos semejantes a El ( 1Jn 3,2).
San Ambrosio
O de otro modo, el Verbo de Dios se achica o agranda, según la medida de tus fuerzas. Si no subes a la cumbre de la más alta sabiduría, no podrás ver cuánta sea la gloria en el Verbo de Dios. Las palabras de la Sagrada Escritura son como los vestidos del Verbo y como ciertos velos del entendimiento divino. Y así como el vestido resplandeció en blancura, así el sentido de las divinas lecciones blanquea por su claridad en los ojos de tu inteligencia. Así es como aparecen Moisés y Elías, esto es, la ley y los profetas en el Verbo. Porque no puede haber ley sin el Verbo, ni profeta, sino el que vaticinó sobre el Hijo de Dios.
Teofilacto
Cuando Cristo estaba en oración, Pedro se vio oprimido por el sueño. Era débil y cumplió lo que era humano. Por ello se dice: «Mas Pedro y los que con él estaban se hallaban cargados de sueño». Pero habiendo despertado, vieron la gloria de Jesús y a los dos varones que con El estaban. De donde sigue: «Y despertando, vieron su majestad y los dos varones que estaban con El».
Crisóstomo, hom. 57, in Matth
Puede ser que llame sueño al gran estupor que les produjo aquella visión. No era noche, en verdad, sino que, por el contrario, el excesivo brillo de la luz mortificaba la debilidad de los ojos.
San Ambrosio
El brillo de la divinidad incomprensible abruma nuestros sentidos corporales. Porque si los ojos de nuestro cuerpo no pueden resistir el resplandor de los rayos del sol, ¿cómo los miembros corruptibles del hombre podrán contemplar la gloria de Dios? Y acaso estaban dormidos para que viesen una especie de resurrección después del descanso. Y así, vigilantes, vieron la majestad de El. Porque ninguno ve la gloria de Cristo, si no vigila. Se entusiasmó San Pedro y, aquel que no conocía los atractivos de la vida, apeteció la gloria de la resurrección. Por lo cual prosigue: «Y cuando se apartaron de El», etc.
San Cirilo
Creía acaso San Pedro que se acercaba el tiempo de poseer el reino de los cielos, por lo que deseaba continuar allí en el monte.
San Juan Damasceno orat. de transfig. ut sup
No te conviene, Pedro, que Cristo permanezca allí. Porque si hubiera permanecido allí, no hubiese podido cumplirte lo que te había ofrecido, ni hubieses podido obtener las llaves del reino de los cielos, ni la tiranía de la muerte hubiese sido abolida. No busques antes de tiempo la felicidad, como Adán la deificación. Ya vendrá el día en que contemples sin cesar ese semblante y habites con Aquel que es la luz y la vida.
San Ambrosio
Pedro, como más sobresaliente, no sólo en el afecto, sino que también en las obras, promete el servicio de un común obsequio y, obrero laborioso, quiere construir tres tiendas. Prosigue, pues: «Y hagamos tres tiendas, una para ti», etc.
San Juan Damasceno ut sup
El Señor no te ha constituido en constructor de tiendas, sino en organizador de la Iglesia universal. Tus palabras, tus discípulos, tus ovejas realizaron tu deseo construyendo un tabernáculo para el Cristo y sus siervos. Pedro no hablaba así con intención, sino por la inspiración del Espíritu Santo, que le revelaba lo que había de suceder. Por lo cual prosigue: «No sabiendo lo que decía».
San Cirilo
Y no sabía lo que decía, porque no había llegado el tiempo del fin del mundo, ni de participar los santos de las gracias ofrecidas. Y como ya había empezado a dispensar sus gracias el Señor, ¿cómo podía convenir que Cristo dejase de amar al mundo y de querer padecer por él?
San Juan Damasceno ut sup
Convenía también no concretar las consecuencias de la encarnación a aquel monte, sino extenderlas a todos los creyentes. Es decir, todo lo que no podía obtenerse de otro modo que consumando el sacrificio de la cruz.
Tito Bostrense
Ignoraba también San Pedro lo que decía, porque no era conveniente hacer tres tabernáculos para los tres. No se pueden contar a la vez el Señor y sus siervos, ni las criaturas pueden compararse con su Creador.
San Ambrosio
Tampoco puede la debilidad humana hacer en este cuerpo mortal un tabernáculo digno al Señor, ni en su alma, ni en su cuerpo, ni en ninguna otra cosa. Y, aun cuando Pedro no sabía lo que decía, sin embargo, ofrecía sus servicios a quien distinguía con su afecto, no por una petulancia impremeditada, sino por una pronta devoción, fruto de su piedad. Su ignorancia venía de su condición y lo que prometía, de su devoción.
Crisóstomo, ut sup
O de otro modo: había oído que convenía que El muriese y resucitase al tercer día. Veía mucha distancia y soledad y creyó que aquel lugar era el más seguro. Por lo que dijo: «Bueno es que estemos aquí». Estaba también allí Moisés -que había entrado en la nube ( Ex 24)- y Elías -que en el monte había traído el fuego del cielo ( 2Re 1)-. Por eso el Evangelista, para expresar la confusión de su espíritu que lo hacía hablar así, dijo: «No sabiendo lo que decía».
San Agustín, de cons. evang. 2, 56
En cuanto a lo que San Lucas dice aquí de Moisés y Elías: «Y cuando se apartaron de El, dijo Pedro a Jesús: Maestro, bueno es que nos estemos aquí», no debe creerse que allí esté en contradicción con lo que dicen San Mateo y San Marcos, que unieron lo que dijo San Pedro con lo que hablaban con el Señor Moisés y Elías. No expresaron que lo dijera entonces, sino que más bien pasaron en silencio lo que éste añadió, es decir, que Pedro habló así al Señor cuando Moisés y Elías se retiraron.
Teofilacto
Diciendo Pedro: «Hagamos tres tiendas», el Señor fabrica un tabernáculo, que no es obra de la mano del hombre, y entra en él con sus profetas. Por ello sigue: «Y cuando El estaba diciendo esto, vino una nube y los cubrió», para dar a entender que no era menor que el Padre. Porque así como en el Antiguo Testamento se decía que el Señor habitaba en una nube, así ahora una nube tomó al Señor, no tenebrosa, sino clara y resplandeciente.
San Basilio
Porque la oscuridad de la ley había pasado ya, y así como el humo procede del fuego, así la nube procede de la luz. Mas como la niebla es señal de calma, se da a conocer el descanso de la eterna mansión por medio de la nube.
San Ambrosio
Esta sombra es del Espíritu Santo, que no oscurece los afectos de los hombres, sino que revela los misterios.
Orígenes in Mat. tract. 3
No pudiendo soportar los discípulos tanta gloria, se postraron humillados bajo la poderosa mano de Dios, sobrecogidos de temor, sabiendo lo que se había dicho a Moisés: «No verá el hombre mi cara mientras viva» ( Ex 33,20). Por lo cual prosigue: «Y tuvieron miedo, viéndole entrar en la nube».
San Ambrosio
Téngase entendido que esta nube no fue formada por los negros vapores del aire y no cubría el cielo de horror y de tinieblas; sino que era una nube luminosa, que no los inundó con la lluvia de las aguas, sino que derramó el rocío de la fe y regó las inteligencias de los hombres con la voz de Dios Omnipotente. Prosigue, pues: «Y vino una voz de la nube, diciendo: Este es mi Hijo amado». No es Elías este hijo, no es Moisés este hijo, sino que mi Hijo es éste a quien veis solo.
San Cirilo in Tesauro, lib. 12 cap 14
¿Cómo, pues, podría creerse que el que es verdaderamente el Hijo sea hecho o creado cuando Dios el Padre tronó desde arriba: «Este es mi Hijo»?. Como si dijere: No uno de los hijos, sino el que verdadera y naturalmente es Hijo, a semejanza del cual otros son adoptivos. Así manda obedecerlo, cuando añade: «A El oíd». Ymás que a Moisés y a Elías, porque Cristo es el fin de la Ley y de los Profetas. Por lo que el Evangelista prosigue: «Y al salir esta voz, hallaron solo a Jesús».
Teofilacto
Para que no creyese alguien que aquellas palabras: «Este es mi Hijo el amado», se referían a Moisés o a Elías.
San Ambrosio
Estos se retiraron al punto que el Señor empezó a ser designado. Tres se vieron al principio, uno al fin: uno son en la fe perfecta; luego ellos son, por decirlo así, recibidos en el cuerpo de Cristo, porque nosotros también seremos uno en Cristo o quizá porque la Ley y los Profetas vienen del Verbo.
Teofilacto
Así, lo que comenzó en el Verbo termina en el Verbo. Esto nos insinúa que la Ley y los Profetas no eran más que por su tiempo -como Moisés y Elías- y que luego desaparecerían para dejar solo a Jesús; pues ahora queda solo el Evangelio, y los legales pasaron.
Beda
Y observa que tanto en el momento en que Jesús es bautizado en el Jordán, cuanto en el que aparece transfigurado en el monte, se da a conocer el misterio de la Santísima Trinidad; porque habremos de ver la gloria de Aquél, que confesamos en el bautismo, en el día de la resurrección. Y no aparece aquí en vano el Espíritu Santo en una nube brillante y allí bajo la forma de paloma. Porque el que ahora guarda en la simplicidad de su corazón la fe que ha recibido, contemplará entonces con la luz de una clara visión las cosas que había creído.
Orígenes
El Señor no quiere que antes de su pasión se digan las cosas que pertenecen a su gloria. Por lo que prosigue: «Y ellos callaron», etc. Porque se hubieran escandalizado (y especialmente el vulgo) si hubiesen visto crucificar a Aquel que había sido así glorificado.
San Juan Damasceno orat. de tranfigur. ut sup
También mandó esto mismo el Señor, conociendo las imperfecciones de sus discípulos, que todavía no habían recibido la plenitud del Espíritu Santo, con el fin de que no tuviesen tristeza los que no lo habían visto, y para que no se excitase la envidia del que lo había de vender.