Mandamiento del amor

Christian R. Rodríguez. Cathopic

Hoy, 5 de mayo, en la liturgia de la misa se lee el evangelio (Jn 15,9-17) en que Jesús nos expresa enfáticamente su voluntad de que -ante todo- amemos. Cuando a Jesús le quedaba poco de estar con sus discípulos, en la ultima cena, les encomendó el mandato del amor: Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros.” (Jn 13,33a-34).

 Lectura del santo evangelio según san Juan (15,9-17):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:

 «Como el Padre me ama, así los amo yo. Permanezcan en mi amor. Si cumplen mis mandamientos, permanecen en mi amor; lo mismo que yo cumplo los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho esto para que mi alegría esté en ustedes y su alegría sea plena.
Este es mí mandamiento: que os améis unos a otros como yo os he amado.
Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca.
De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé. Esto os mando: que os améis unos a otros».

Segunda lectura. Lectura de la primera carta del Apóstol San Juan (1 Jn 4,7-10):

Queridos hijos: Amémonos los unos a los otros, porque el amor viene de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama, no conoce a Dios, porque Dios es amor. El amor que Dios nos tiene se ha manifestado en que envió al mundo a su Hijo unigénito, para que vivamos por él.
El amor consiste en esto: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y nos envió a su Hijo, como víctima de expiación por nuestros pecados.

En tan sólo cuatro versículos, el termino amor aparece nada menos que ocho veces. y en el Evangelio nueve; lo cual pone de manifiesto su importancia capital para nuestro vivir como cristianos y nuestra salvación.

El amor es el que sostiene nuestra vida, la cual surgió de la Vida, que existía desde el principio (Cf. 1 Jn 1,1-2), por puro amor; pues como revela la Escritura: «Dios es amor» (1 Jn 4,8). Él vive en sí mismo la plenitud de la comunión como Trinidad, y rebosa este amor sobre sus criaturas. A cuantos le acogen, les da el poder de convertirse en hijos suyos (cf. Jn 1,12; 1 Jn 3,1), haciéndonos capaces de amar con su amor, que fluye por nuestras venas del alma. «Amémonos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor.» (1 Jn 4 ,7-8).

Jesucristo pone especial empeño en que nos conduzcamos según su voluntad que no es otra que la de que amemos. En la medida que amamos, según él, «como Yo os he amado». Le amamos, pues en el amor se manifiesta la vida y a su vez cumplimos su voluntad, en la cual se plasma en amor que le tenemos.

Jesús insiste en el término permanecer, permanecer en Él, en su amor. En la media que amamos estando en comunión con el Padre y con su Hijo Jesucristo, en esa misma medida somos capaces de amar y amamos a Dios. El permanecer aparece por Tres veces nos dice hoy Jesús en el Evangelio: “permaneced en mi amor”. El evangelista utiliza la forma imperativa, por lo que no es un consejo, sino una orden. Es una exigencia para que tengamos vida en la Vida. En un versículo anterior Jesús había dicho: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada.» (Jn 15,5). Aquí se comprende en su justa dimensión lo que supone permanecer en comunión con Jesús; de tal forma que si no hay esta íntima unión, amistad, la Vida -la gracia- que debería correr por nuestras «venas» no producirá fruto, como la savia por los sarmientos; de no ser así la vida languidece y se seca. “Os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca”.

La relación de amistad es un compartir intimidad, conocerse profundamente, con amor, comparte la intimidad, lo más profundo de nuestro ser:Os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” . Y una amistad, que como tal,  que implica  estar dispuesto a hacer lo que el amigo pida: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.” “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando.” “Lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo de”. Y la amistad  de la que Jesús llega al extremo de hacer por el amigo cuanto sea preciso, incluso hasta dar la vida: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.

A su vez este amor pone de manifiesto su origen, testifica: «La señal por la que conocerán todos que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros».

Esto es serio. Jesús insiste machaconamente en que amemos según Él. Este mandamiento ha salido de la mismísima Trinidad: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guardará mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo».

Esto dijo Jesucristo de forma concluyente: «El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama«,  «El que me ama guardará mi palabra (…). El que no me ama no guardará mis palabras«. (Jn 14,21ss).

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PALABRAS PAPA FRANCISCO

(Homilía del papa Francisco en santa misa y canonización de 10 beatos, 15 de mayo de 2022)

(Beatos: Titus Brandsma – Lázaro Devasahayam – César de Bus – Luis María Palazzolo – Justino María Russolillo – Carlos de Foucauld – María Rivier – María Francisca de Jesús Rubatto – María de Jesús Santocanale – María Domenica Mantovani)

Hemos escuchado algunas palabras que Jesús entregó a los suyos antes de pasar de este mundo al Padre, palabras que expresan lo que significa ser cristianos: «Así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros» (Jn 13,34). Este es el testamento que Cristo nos dejó, el criterio fundamental para discernir si somos verdaderamente sus discípulos o no: el mandamiento del amor. Consideremos dos elementos esenciales de este mandamiento: el amor de Jesús por nosotros —así como yo los he amado— y el amor que Él nos pide que vivamos —ámense los unos a los otros.

Ante todo, como yo los he amado. ¿Cómo nos ha amado Jesús? Hasta el extremo, hasta la entrega total de sí. Impacta ver que pronuncia estas palabras en una noche sombría, mientras el clima que se respira en el cenáculo está cargado de emoción y preocupación. Emoción porque el Maestro está a punto de despedirse de sus discípulos. Preocupación porque anuncia que precisamente uno de ellos lo traicionará. Podemos imaginar qué dolor tendría Jesús en su alma, qué oscuridad se acumulaba en el corazón de los apóstoles, y qué amargura ver a Judas que, después de haber recibido del Maestro el bocado mojado en su plato, salía de la sala para adentrarse en la noche de la traición. Y, justo en la hora de la traición, Jesús confirmó el amor por los suyos. Porque en las tinieblas y en las tempestades de la vida lo esencial es que Dios nos ama.

Hermanos, hermanas, que este anuncio sea central en la profesión y en las expresiones de nuestra fe: «no consiste en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero» (1 Jn 4,10). No lo olvidemos nunca. No son nuestros talentos, nuestros méritos los que están en el centro, sino el amor incondicional y gratuito de Dios, que no hemos merecido. En el origen de nuestro ser cristianos no están las doctrinas y las obras, sino el asombro de descubrirnos amados, antes de cualquier respuesta que nosotros podamos dar. Mientras el mundo quiere frecuentemente convencernos de que sólo valemos si producimos resultados, el Evangelio nos recuerda la verdad de la vida: somos amados. Y este es nuestro valor, somos amados. Un maestro espiritual de nuestro tiempo escribió: «Antes de que cualquier ser humano nos viera, hemos sido mirados por los amorosos ojos de Dios. Antes de que alguien nos escuchara llorar o reír, hemos sido escuchados por nuestro Dios, que es todo oídos para nosotros. Antes de que alguien en este mundo nos hablara, la voz del amor eterno ya nos hablaba» (H. Nouwen, Sentirsi amati, Brescia 1997, 50). Él nos amó primero, Él nos esperó. Él nos ama y sigue amándonos. Esta es nuestra identidad: somos amados por Dios. Esta es nuestra fuerza: somos amados por Dios. 

Esta verdad nos pide una conversión en relación con la idea que a menudo tenemos sobre la santidad. A veces, insistiendo demasiado sobre nuestro esfuerzo por realizar obras buenas, hemos erigido un ideal de santidad basado excesivamente en nosotros mismos, en el heroísmo personal, en la capacidad de renuncia, en sacrificarse para conquistar un premio. Es una visión a menudo demasiado pelagiana de la vida y de la santidad. De ese modo, hemos hecho de la santidad una meta inalcanzable, la hemos separado de la vida de todos los días, en vez de buscarla y abrazarla en la cotidianidad, en el polvo del camino, en los afanes de la vida concreta y, como decía Teresa de Ávila a sus hermanas, “entre los pucheros de la cocina”. Ser discípulos de Jesús es caminar por la vía de la santidad y, ante todo, dejarse transfigurar por la fuerza del amor de Dios. No olvidemos la primacía de Dios sobre el yo, del Espíritu sobre la carne, de la gracia sobre las obras. A veces nosotros damos más valor, más importancia al yo, a la carne y a las obras. No. Primacía de Dios sobre el yo, primacía del Espíritu sobre la carne, primacía de la gracia sobre las obras.

El amor que recibimos del Señor es la fuerza que transforma nuestra vida, nos ensancha el corazón y nos predispone para amar. Por eso Jesús dice —y he aquí el segundo aspecto— «así como yo los he amado, ámense también ustedes los unos a los otros». Este así no es solamente una invitación a imitar el amor de Jesús, significa que sólo podemos amar porque Él nos ha amado, porque da a nuestros corazones su mismo Espíritu, el Espíritu de santidad, amor que nos sana y nos transforma. Es por eso que podemos tomar decisiones y realizar gestos de amor en cada situación y con cada hermano y hermana que encontramos. Porque somos amados tenemos la fuerza de amar. Así como yo soy amado, puedo amar. Siempre, el amor que yo doy está unido al amor de Jesús por mí: “así”. Así como Él me ha amado, así yo puedo amar. Es así de simple la vida cristiana, ¡así de simple! Somos nosotros los que la complicamos con tantas cosas. Pero en realidad es así de simple.     

Y, en concreto, ¿qué significa vivir este amor? Antes de darnos este mandamiento, Jesús les lavó los pies a sus discípulos; y después de haberlo pronunciado, se entregó en el madero de la cruz. Amar significa esto: servir y dar la vidaServir significa no anteponer los propios intereses, desintoxicarse de los venenos de la avidez y la competición, combatir el cáncer de la indiferencia y la carcoma de la autorreferencialidad, compartir los carismas y los dones que Dios nos ha dado. Preguntémonos, concretamente, “¿qué hago por los demás?”. Esto es amar. Y vivamos las cosas ordinarias de cada día con espíritu de servicio, con amor y silenciosamente, sin reivindicar nada.

Y, luego, dar la vida, que no es sólo ofrecer algo, como por ejemplo dar algunos bienes propios a los demás, sino darse uno mismo. A mí me gusta preguntar a las personas que me piden un consejo: “Dime, ¿tú das limosna?” —“Sí, Padre, yo doy limosna a los pobres” —“Y cuando tú das la limosna, ¿tocas la mano del pobre o le dejas caer la moneda y te limpias la mano?”. Y las personas se sonrojan y responden: “No, yo no toco”. “Cuando tú das limosna, ¿miras a la persona que estás ayudando o miras para otro lado?” —“Yo no miro”. Tocar y mirar, tocar y mirar la carne de Cristo que sufre en nuestros hermanos y hermanas. Esto es muy importante, esto es dar la vida. La santidad no está hecha de algunos actos heroicos, sino de mucho amor cotidiano. «¿Eres consagrada o consagrado? —hay muchos hoy aquí—Sé santo viviendo con alegría tu entrega. ¿Estás casado o casada? Sé santo y santa amando y ocupándote de tu marido o de tu esposa, como Cristo lo hizo con la Iglesia. ¿Eres un trabajador o una mujer trabajadora? Sé santo cumpliendo con honradez y competencia tu trabajo al servicio de los hermanos, y luchando por la justicia de tus compañeros, para que no se queden sin trabajo, para que tengan siempre el salario justo. ¿Eres padre, abuela o abuelo? Sé santo enseñando con paciencia a los niños a seguir a Jesús. Dime, ¿tienes autoridad? —y aquí hay muchas personas que tienen autoridad— Les pregunto: ¿tienes autoridad? Sé santo luchando por el bien común y renunciando a tus intereses personales» (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 14). Este es el camino de la santidad, así de simple. Viendo siempre a Jesús en los demás. 

Estamos llamados también nosotros a servir al Evangelio y a los hermanos y a ofrecer nuestra propia vida desinteresadamente —esto es un secreto: ofrecer desinteresadamente—, sin buscar ninguna gloria mundana. Nuestros compañeros de viaje, hoy canonizados, vivieron la santidad de este modo: se desgastaron por el Evangelio abrazando con entusiasmo su vocación —de sacerdote, algunos, de consagrada, otras, de laico—, descubrieron una alegría sin igual y se convirtieron en reflejos luminosos del Señor en la historia. Esto es un santo o una santa, un reflejo luminoso del Señor en la historia. Intentémoslo también nosotros: el camino de la santidad no está cerrado, es universal, es una llamada para todos nosotros, comienza con el Bautismo, no está cerrado. Intentémoslo también nosotros, porque todos estamos llamados a la santidad, a una santidad única e irrepetible. La santidad es siempre original, como decía el beato Carlos Acutis, no hay santidad de fotocopia, es la mía, la tuya, la de cada uno de nosotros. Es única e irrepetible. Sí, el Señor tiene un proyecto de amor para cada uno, tiene un sueño para tu vida, para mi vida, para la vida de cada uno de nosotros. ¿Qué más puedo decirles? Llévenlo adelante con alegría.

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