La gracia de Dios no conoce fronteras

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          Dios no abandona al hombre sean sus circunstancias las que sean.

         Todo hombre que nace en este mundo está iluminado por el Espíritu de Dios (Jn 1,9) en la medida de su rectitud, de su disponibilidad, de su humildad.

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      Las humildes y heroicas hermanitas españolas, de la selva amazónica, mantenían desde hacía varios días a un hombre en una sala. Parecía tener lepra. Pero no era así. Se trataba de simple micosis. ¿Qué hacer? ¡Vamos a esperar! Cierto día pasó una de las hermanas por una callejuela del extrarradio de la aldea. Una placa: «Casa de Caridad».

          —¿De quién es la Casa?

          —De la señora Sinhá

           —¿Está en casa?

           —No. Pero vuelve enseguida.

        Horas después se presentaba en el convento la señora Sinhá. Buscaba a la hermanas.

           —¿De qué se trata, hermana?

           —¿Es de la señora de la Casa de Caridad?

           —Sí, señora.

            —¿Y para qué es la Casa?

        —Pues para todos los enfermos y para quien no tiene dónde albergarse.

           —Mire este hombre, dice la hermana.

          —¿Es lepra?

           —No. Es sólo micosis.

          —Pues me lo llevo a la Casa de Caridad.

          —Pero, señora Sinhá: ¿cómo mantiene usted la Casa?

       —Hermanita, compréndame. Tengo una «boite». Necesito vivir. Las mujeres de aquí no tiene trabajo. Necesitan vivir. Muchas son prostitutas. Yo, también. Y ellas trabajan conmigo. Ya sé que es contra le ley de Dios. Pero ¿no está también establecida pro Dios la le y de la vida? Se me parte el corazón, al decir esto. Pero no tengo otra solución. Con la «boite» vivimos las mujeres y yo. Ahora bien, todo lo que sobra en mi modesta vida va a parar a la Casa de Caridad. Así puedo mantener a muchos enfermos. No pagan nada. Hago comida para ellos. les lavo la ropa. Les compro medicamentos. Permanecen aquí hasta que se curan del todo. Todo gratis. Es para pagar por mi pecado. [1]

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Es real que en el estiércol florecen las más bellas flores.

Mantenerse en la esperanza contra toda esperanza porque Dios está con el hombre, no lo abandona a su suerte. Dios actúa misteriosamente aún en las condiciones más adversas.

Dios no conoce fronteras; es más, allí donde la desgracia trata de mancillar la dignidad del ser humano, de la criatura de Dios, de los hijos de Dios, allí Dios más se empeña y da la batalla. En medio de las tinieblas Dios hace resplandecer su luz. En toda contingencia, y pese a todas las deficiencias y fallos del hombre, Dios está presente en él y no lo abandona nunca, haciéndole partícipe de su amor, como fuente inagotable de su energía.

Dios es condescendiente y comprende misericordiosamente la realidad humana. Dios no exige al hombre concreto más de lo que pueda dar, Dios no suele forzar el paso, sino que se adapta, encarna en la circunstancia de cada cual, se solidariza acomodándose al principio del desarrollo y evolución moral de cada hombre, lo trata personalmente.

Dios acompaña, hace camino, ilumina a todo hombre, a cada según es, a unos de una manera y a otros de otra. A cada uno según su realidad vital, que suele ser en muchos casos demasiado limitada, profundamente ambigua y llena de contradicciones. 

Como el trigo cree con la cizaña, así crecen las obras buenas de los hombres envueltas de debilidades e imperfecciones. Ni todas las obras de los justos son justas, ni todas las de los pecadores son pecado. El hombre, por muy ahogado que se encuentre por la cizaña, por grande que sea su perversión, por muy oscurecida que se encuentre su conciencia y por muy endurecido su corazón, conservará en él la huella de la bondad de Dios, la presencia misteriosa de la gracia.

Dios ha descendido hasta el hombre; no es el hombre el que ha de empinarse hasta Dios. Y ha descendido hasta la mínima manifestación de la aniquilación de lo humano. Ha asumido al hombre hasta identificarse con él, solidarizándose con el hombre reducido a la mínima expresión. Allí donde parece no darse apenas dignidad humana a los ojos del mundo, allí está la humanidad de la divinidad de Cristo. ¡Precisamente allí!

Ni todas las obras de los justos son justas, ni todas las de los pecadores son pecado: el hombre pese al pecado, conserva una bondad fundamental e invulnerable que significa la presencia victoriosa de Dios en el hombre. Esta bondad fundamental (ontológica), aun oscurecida , hace que la vida humana contenga e irradie gracia; no llega a ahogar el espíritu ni a substraerse absolutamente a la gracia.

ACTUALIDAD CATÓLICA

[1] Leonardo Boff