La fe lo es todo

La fe es una virtud teologal, es gracia, un don que Dios otorga a todo el que la quiere recibir. En ella se sostiene la relación del ser humano con Dios, sin esta comunión mística desfallece el ser; sin ella no es nada y con ella, todo. 

Creer es lo más maravilloso que le puede ocurrir al ser humano. Ahí empieza la gran aventura: la irrupción de lo sobrenatural en esta naturaleza nuestra, la acción del Espíritu de Dios presente en la vida humana. Y esto es de una grandeza que sobrepasa todo lo inimaginable; un camino de sorpresas…, si nos prestamos a ello; es decir, si la acogemos y le dejamos hacer.

Todo está en proporción directa a nuestra disposición; pues el don —la gracia divina, el Espíritu Santo— es seguro, por misericordia del Señor. Todo funciona a partir de que Dios encuentre la generosidad suficiente por nuestra parte; una disposición que no necesite garantías.

No hay mucho que hacer, nuestra aportación es un tanto por ciento muy pequeño —si se nos permite hablar así—; Dios pone casi todo, pero la parte tan pequeña nuestra es imprescindible, y esto una gran responsabilidad por nuestra parte. No tenemos mucho esfuerzo qué hacer: es como la samaritana junto al pozo del agua, Cristo es la fuente, el agua Viva, tan solo hay que darse cuenta de que se tiene sed de esa agua vital, y beber, gratuitamente. Es Dios, Cristo, el que invita. Y siempre es así.

La confianza -la fe- es la característica fundamental de la relación con Dios. La falta de entrega, las vacilaciones, los cuestionamientos, las deslealtades, las faltas, las dudas… dificultan la acción divina en nosotros. La confianza debe ser total.

El estado de inocencia es el estado más genuino del hombre; luego confiarse debería ser lo más natural en él. Pero sin embargo, vivimos en una época sin inocencia, de dureza de corazón, en la que ya no se confía sin pruebas.

Quien pide pruebas manifiesta que su fe es endeble. Y si las obtuviéramos, la perderíamos, pues las pruebas hacen innecesaria la fe, y carecer de fe es dejar de apoyarnos en Dios, prescindir de su gracia. “Cabe preguntar si el creyente, cuando pide pruebas, no estará intentando simplemente poder prescindir de la fe y del Espíritu Santo. (…) La adhesión a Jesucristo pertenece al orden de la confianza, de la fe” (E. Charpentier)[1]. Bienaventurados todos los que en El confían (Sal 2,12).

«Deseamos tener pruebas. Somos como los judíos que le pedían a Jesús grandes señales en el cielo. Y Jesús les respondía: No vais a tener más señal que la de Jonás (Lc 11,29); Jonás predicó en Nínive sin hacer milagros y sin dar ninguna prueba, predicó simplemente. Y los habitantes percibieron en su predicación la palabra de Dios que les invitaba a la conversión. Lo mismo vosotros: también tenéis mi palabra de hombre, mi ser de hombre, y en ese ser y esa palabra tenéis que percibir el misterio«[2].

Quien no se apoya en la Palabra, pretende apoyarse en algo del más acá, no en la experiencia mística, en el encuentro con Dios, que siempre es misterio.

Confiar hasta abandonarse en los brazos de Dios lo es todo. Creámoslo. Y a veces, sobre todo en este tiempo tan contrario a la fe, se necesita de un grado de coraje que desafíe toda duda. Ahí nos los jugamos todo.

Yavé Dios, después de haber soportado por ti a lo largo de mi vida toda clase de atentados, burlas y asaltos, al final, ¿no serás tú quizá más que un espejismo, un simple vapor de agua? (Jer 15,15-18). A lo largo de la vida siempre nos asaltarán dudas, como esta, —dada nuestra condición de seres caídos—, pero hay que soportarlas humildemente y con firmeza, contra viento y marea; la tormenta amainará; Dios está cerca, durmiendo en la misma barca.  

«Lo que espera el cristiano no es un espejismo, está garantizado con la muerte y la resurrección de Cristo, tenemos en el bolsillo un documento firmado con sangre y sellado con gloria. Lo prometido es tan desmesurado, que excede la imaginación, pero su magnitud no mengua su certeza»[3].

A partir de la fe, se puede dejar que la vida trascurra, sabiendo que se está en la certeza de estar en las manos de Dios, de quien depende todo.

 

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PALABRAS DEL PAPA FRANCISCO SOBRE LA FE

(Audiencia, 1 mayo 2024)

Hoy quisiera hablarles de la virtud de la fe. Como la caridad y la esperanza, esta virtud se llama «teologal». Las virtudes teologales son tres: fe, esperanza y caridad. ¿Por qué son teologales? porque sólo podemos vivirlas gracias al don de Dios. Las tres virtudes teologales son los grandes dones que Dios hace a nuestra capacidad moral. Sin ellas, podríamos ser prudentes, justos, fuertes y templados, pero no tendríamos ojos que ven incluso en la oscuridad, no tendríamos un corazón que ama incluso cuando no es amado, no tendríamos una esperanza que osa contra toda esperanza.

¿Qué es la fe? El Catecismo de la Iglesia Católica, nos explica que la fe es el acto por el cual el ser humano se entrega libremente a Dios (n. 1814). En esta fe, Abraham fue nuestro gran padre. Cuando aceptó dejar la tierra de sus antepasados para dirigirse a la tierra que Dios le mostraría, probablemente se le juzgó loco: ¿por qué dejar lo conocido por lo desconocido, lo seguro por lo incierto? Pero, ¿por qué hacerlo? ¿Está loco? Pero Abraham se pone en camino, como si viera lo invisible. Esto es lo que la Biblia dice de Abraham: «Se puso en camino como si viera lo invisible«. Esto es hermoso. Y seguirá siendo lo invisible lo que le hace subir al monte con su hijo Isaac, el único hijo de la promesa, que sólo en el último momento se librará del sacrificio. Con esta fe, Abraham se convierte en el padre de una larga estirpe de hijos. La fe le hizo fecundo.

Hombre de fe fue también Moisés, que, aceptando la voz de Dios incluso cuando más de una duda podía asaltarlo, permaneció firme confiando en el Señor, e incluso defendió al pueblo que tantas veces carecía de fe.

Mujer de fe será la Virgen María, quien, al recibir el anuncio del Ángel, que muchos habrían desechado por demasiado exigente y arriesgado, responde: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38). Y con el corazón lleno de fe, con el corazón lleno de confianza en Dios, María emprende un camino del que no conoce ni la ruta ni los peligros.

La fe es la virtud que hace al cristiano. Porque ser cristiano no es ante todo aceptar una cultura, con los valores que la acompañan, sino que ser cristiano es acoger y custodiar un vínculo, un vínculo con Dios: Dios y yo; mi persona y el rostro amable de Jesús. Este vínculo es lo que nos hace cristianos.

A propósito de la fe, me viene a la mente un episodio del Evangelio. Los discípulos de Jesús están cruzando el lago y se ven sorprendidos por una tormenta. Creen que podrán salir adelante con la fuerza de sus brazos, con los recursos de su experiencia, pero la barca comienza a llenarse de agua y les entra el pánico (cfr. Mc 4,35-41). No se dan cuenta de que tienen ante sus ojos la solución: Jesús está allí con ellos, en la barca, en medio de la tormenta, y Jesús duerme, dice el Evangelio. Cuando por fin lo despiertan, asustados e incluso enfadados porque creen que Él les deja morir, Jesús les reprende: «¿Por qué tienen miedo? ¿Todavía no tienen fe?« (Mc 4,40).

He aquí, pues, el gran enemigo de la fe: no es la inteligencia, no es la razón, como por desgracia algunos siguen repitiendo obsesivamente, sino que el gran enemigo de la fe es el miedo. Por eso, la fe es el primer don que hay que acoger en la vida cristiana: un don que es preciso acoger y pedir cada día, para que se renueve en nosotros. Aparentemente es un don pequeño, pero es el esencial. Cuando nuestros padres nos llevaron a la pila bautismal, anunciaron el nombre que habían elegido para nosotros, – esto sucedió en nuestro bautismo -: y luego el sacerdote les preguntó:  «¿Qué le piden a la Iglesia de Dios?». Y nuestros padres respondieron: «¡La fe, el bautismo!».

Para un padre cristiano, consciente de la gracia que se le ha concedido, es ése el don que debe pedir también para su hijo: la fe. Con ella, un padre sabe que, incluso en medio de las pruebas de la vida, su hijo no se ahogará en el miedo. He aquí el enemigo es el miedo. Él sabe también que, cuando deje de tener un padre en esta tierra, seguirá teniendo a Dios Padre en el cielo, que nunca le abandonará. Nuestro amor es frágil, y sólo el amor de Dios vence la muerte.

Por supuesto, como dice el Apóstol, la fe no es de todos (cfr. 2 Ts 3,2), e incluso nosotros, que somos creyentes, a menudo nos damos cuenta de que solo tenemos una pequeña reserva. Jesús podría reprendernos con frecuencia, como a sus discípulos, por ser «hombres de poca fe». Pero es el don más feliz, la única virtud que nos está permitido envidiar. Porque quien tiene fe está habitado por una fuerza que no es sólo humana; en efecto, la fe «suscita» en nosotros la gracia y abre la mente al misterio de Dios. Como dijo una vez Jesús: «Si tuvieran un poco de fe como un granito de mostaza, podrían decir a esa morera:» Arráncate y plántate en el mar», y les obedecería.» (Lc 17, 6). Por eso también nosotros, como los discípulos, repetimos: Señor, ¡aumenta nuestra fe! (cfr. Lc 17,5) ¡Es una hermosa oración! ¿La decimos todos juntos? «Señor, aumenta nuestra fe». La decimos juntos: [todos] «Señor, aumenta nuestra fe». Demasiado débil, un poco más alto: [todos] «¡Señor, aumenta nuestra fe!». Gracias.

 

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[1] Para leer el Nuevo Testamento, Verbo divino, Estella (Navarra), 1982, p.19.

[2] CH, p.112.

[3] MATEOS, J., Cristianos en fiestas, Ed. Cristiandad, Madrid 1975, p.149.

 

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