La aniquilación de la Conciencia

La pretensión de los dioses Estados —y servidumbre de la política ideológica de turno, siempre ya progre, con raras excepciones: Hundiría y Polonia— es acabar, como ultima estancia, con la Conciencia, que hace libres y que representa la suma dignidad donde resuena la voluntad de Dios creador y siempre fiel y respetuoso, que nos impulsa a ser buenos y a amar.

Entre otras razones: por expulsar a Dios de la vida del ser humano, por odio diabólico al Señor creador y providente de todo; por arrancar al ser humano de la capacidad de decirse por sí mismo, quitarle la libertad, y que, sometido a los interese del poder estatal, para evitar que ejercerá la invitación de la voluntad de bien y amor de Dios, y que el ser humano la asuma y la elija en su conciencia libremente, de modo que, ya imposición y sin respeto a  la dignidad humana diga ese poder sobrevenido del dios Estado, lo que cada uno de los seres vivientes deben pensar y hacer.

Esto es un hecho al que ya se ha llegado: las conciencias están siendo parasitadas por la voluntad de los poderes estatales, que disponen de todos los medios para llevar a cabo esta invasión del alma humana. La inmensa masa de individuos al que se les está arrebatando la Conciencia que hace libres, cada vez más aparecen ante los ojos de quien aún se atreve a mirar críticamente la realidad, como corchos que flotan -eso sí, placenteramente- a la derivara. Estos nuevos dioses no son como el Dios verdadero, el cristiano, tan respetuoso de la dignidad humana, de la que no arrebata nada sino que la potencia. (Vean: «El delicado respeto de Dios y el factor humano«).

Les invitamos a leer el gran artículo del valiente intelectual católico Juan Manuel de Prada, titulado «Conciencias arrasadas«, publicado en ABC. Del que entresacamos algunas líneas significativas:

Acaban de emitir los obispos españoles una nota doctrinal en la que muy atinadamente denuncian una ofensiva legislativa fundada «en principios antropológicos que absolutizan la voluntad humana, o en ideologías que no reconocen la naturaleza del ser humano», otorgando «nuevos derechos» que en realidad no son sino «la manifestación de deseos subjetivos». Pero, tras un diagnóstico tan certero de la situación presente, los obispos vuelven a anclarse en la defensa de un «derecho a la objeción de conciencia» que esta ofensiva legislativa proyecta eliminar o restringir muy severamente.

Ante el fenómeno rampante de la secularización, la Iglesia optó por replegarse en ámbitos cada vez más reducidos: frente a un Estado que evacuaba leyes lesivas del bien común, pensó que podía oponer una sociedad mayoritariamente católica; luego, cuando esa sociedad dejó de ser mayoritariamente católica, pensó que podía formar familias que fuesen baluartes frente a la secularización; cuando ese baluarte empezó a ser desmigajado, pensó que la conciencia personal era el último reducto inexpugnable.

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