Jesús llama… a la conversión

El Evangelio según san Marcos (1,21-28) de la liturgia de hoy, 13 de enero, nos narra la llama o invitación de Jesús al futuro apóstol suyo Mateo.

En este texto —y también en los paralelos: san Lucas 5,27-33 y san Mateo— encontramos una enseñanza significativa: Jesús que está en camino, nos llama a todos, gratuitamente, como a Mateo, a que le sigamos, sobre todo a los que están acomodados, haciendo algo inapropiado con sus vidas. Y esta llamada de un Dios que se hace en encontradizo, que pasa a nuestro lado, implica que dejemos la situación en que nos encontramos –»pecadora»–, que nos levantemos y hagamos camino con Él.

Esta aproximación de Jesús a los alejados, pecadores o no creyentes, sorprende a los «expertos teólogos» de su tiempo, los escribas y fariseos, que reparan en el hecho este de relacionarse con los publicanos y pecadores (como en el caso de Mateo, que ejercía de cobrador de impuestos en Cafarnaum: una profesión repudiada por ser aliado de los opresores romanos), algo mal visto y «contrario a la ley». Jesús a estas observaciones respondió: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan». Es decir, Jesús ha venido a salvar a todos, por pura misericordia; y especialmente hacía los que tiene que dirigir sus esfuerzos, es justamente a los alejados, los descarriados, los que corre en riesgo de perderse.

Ahora bien, no cabe interpretar como se hace hoy día que Dios por su inmensa bondad e infinita misericordia perdona a todos, por más pecadores que sean, y siempre; esto es cierto, lo que no lo es que Dios no pida o exija el arrepentimiento, el cambio, el levantarse de la situación de perdición y que se echa a andar siguiéndole. Hoy se da mucho el buenísimo tontorrón, complaciente con de todo el mundo «es bueno» y que todos nos vamos a salvar, pues Dios invita al cielo a todos, sin más, sin poner nada de nuestra parte. Según este planteamiento Levi, luego apóstol san Mateo, no se hubiera levanto de su sitio.

Lectura del santo evangelio según san Marcos (2,13-17):

En aquel tiempo, Jesús salió de nuevo a la orilla del lago; la gente acudía a él, y les enseñaba.
Al pasar, vio a Leví, el de Alfeo, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme.»
Se levantó y lo siguió
. Estando Jesús a la mesa en su casa, de entre los muchos que lo seguían un grupo de publicanos y pecadores se sentaron con Jesús y sus discípulos.
Algunos escribas fariseos, al ver que comía con publicanos y pecadores, les dijeron a los discípulos: «¡De modo que come con publicanos y pecadores!»
Jesús lo oyó y les dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores.»

Lucas 5,27-33:

27Después de esto, salió y vio a un publicano llamado Leví, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». 28Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió29Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa, y estaban a la mesa con ellos un gran número de publicanos y otros. 30Y murmuraban los fariseos y sus escribas diciendo a los discípulos de Jesús: «¿Cómo es que coméis y bebéis con publicanos y pecadores?». 31Jesús les respondió: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. 32No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan»

 Mateo 9,9-13:

 9Al pasar vio Jesús a un hombre llamado Mateo sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él se levantó y lo siguió. 10Y estando en la casa, sentado a la mesa, muchos publicanos y pecadores, que habían acudido, se sentaban con Jesús y sus discípulos. 11Los fariseos, al verlo, preguntaron a los discípulos: «¿Cómo es que vuestro maestro come con publicanos y pecadores?». 12Jesús lo oyó y dijo: «No tienen necesidad de médico los sanos, sino los enfermos. 13Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero y no sacrificio”: que no he venido a llamar a justos sino a pecadores». 

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Palabras del papa Francisco:

(Audiencia, 13 abril 2016)

Hemos escuchado el Evangelio de la llamada de Mateo. Mateo era un «publicano», es decir un recaudador de impuestos para el imperio romano, y por esto, considerado un pecador público. Pero Jesús lo llama a seguirlo y a convertirse en su discípulo. Mateo acepta, y lo invita a cena en su casa junto a los discípulos. Entonces surge una discusión entre los fariseos y los discípulos de Jesús por el hecho de que ellos comparten la mesa con los publicanos y los pecadores: «¡Pero tú no puedes ir a la casa de estas personas!», decían ellos. Jesús, de hecho, no los aleja, más bien los frecuenta en sus casas y se sienta al lado de ellos; esto significa que también ellos pueden convertirse en sus discípulos. Y además es verdad que ser cristiano no nos hace impecables. Como el publicano Mateo, cada uno de nosotros se encomienda a la gracia del Señor, a pesar de los propios pecados.

Todos somos pecadores, todos hemos pecado. Llamando a Mateo, Jesús muestra a los pecadores que no mira su pasado, la condición social, las convenciones exteriores, sino que más bien les abre un futuro nuevo. Una vez escuché un dicho bonito: «No hay santo sin pasado y no hay pecador sin futuro». Esto es lo que hace Jesús. No hay santo sin pasado, ni pecador sin futuro. Basta responder a la invitación con el corazón humilde y sincero.

La Iglesia no es una comunidad de perfectos, sino de discípulos en camino, que siguen al Señor porque se reconocen pecadores y necesitados de su perdón. La vida cristiana, entonces, es escuela de humildad que nos abre a la gracia.

Un comportamiento así no es comprendido por quien tiene la presunción de creerse «justo» y de creerse mejor que los demás.

Soberbia y orgullo no permiten reconocerse necesitados de salvación, más bien, impiden ver el rostro misericordioso de Dios y de actuar con misericordia. Son un muro. La soberbia y el orgullo son un muro que impide la relación con Dios.

Y, sin embargo, la misión de Jesús es precisamente ésta: venir en busca de cada uno de nosotros, para sanar nuestras heridas y llamarnos a seguirlo con amor. Lo dice claramente: «No necesitan médico los que están fuertes sino los que están mal» (v. 12). ¡Jesús se presenta como un buen médico! Él anuncia el Reino de Dios, y los signos de su venida son evidentes: Él cura de las enfermedades, libera del miedo, de la muerte y del demonio. Frente a Jesús ningún pecador es excluido —ningún pecador es excluido— porque el poder sanador de Dios no conoce enfermedades que no puedan ser curadas; y esto nos debe dar confianza y abrir nuestro corazón al Señor para que venga y nos sane. Llamando a los pecadores a su mesa, Él los cura restableciéndolos en aquella vocación que ellos creían perdida y que los fariseos han olvidado: la de los invitados al banquete de Dios. Según la profecía de Isaías: «Hará Yahveh Sebaot a todos los pueblos en este monte un convite de manjares frescos, convite de buenos vinos: manjares de tuétanos, vinos depurados. Se dirá aquel día: Ahí tenéis a nuestro Dios: esperamos que nos salve; éste es Yahveh en quien esperábamos; nos regocijamos y nos alegramos por su salvación» (25, 6-9).

Si los fariseos ven en los invitados sólo pecadores y rechazan sentarse con ellos, Jesús por el contrario les recuerda que también ellos son comensales de Dios.

De este modo, sentarse en la mesa con Jesús significa ser transformados y salvados por Él. En la comunidad cristiana la mesa de Jesús es doble: está la mesa de la Palabra y la mesa de la Eucaristía (cf. Dei Verbum, 21). Son estas las medicinas con las cuales el Médico Divino nos cura y nos nutre. Con la primera —la Palabra— Él se revela y nos invita a un diálogo entre amigos. Jesús no tenía miedo de dialogar con los pecadores, los publicanos, las prostitutas… ¡Él no tenía miedo: amaba a todos! Su Palabra penetra en nosotros y, como un bisturí, actúa en profundidad para liberarnos del mal que se anida en nuestra vida.

A veces esta Palabra es dolorosa porque incide sobre hipocresías, desenmascara las falsas excusas, pone al descubierto las verdades escondidas; pero al mismo tiempo ilumina y purifica, da fuerza y esperanza, es un reconstituyente valioso en nuestro camino de fe. La Eucaristía, por su parte, nos nutre de la vida misma de Jesús y, como un remedio muy potente, de modo misterioso renueva continuamente la gracia de nuestro Bautismo. Acercándonos a la Eucaristía nosotros nos nutrimos del Cuerpo y la Sangre de Jesús, y sin embargo, viniendo a nosotros, ¡es Jesús que nos une a su Cuerpo!

Concluyendo ese diálogo con los fariseos, Jesús les recuerda una palabra del profeta Oseas (6, 6): «Id, pues, a aprender qué significa aquello de: misericordia quiero, que no sacrificio» (Mt 9, 13). Dirigiéndose al pueblo de Israel el profeta lo reprendía porque las oraciones que elevaba eran palabras vacías e incoherentes. A pesar de la alianza de Dios y la misericordia, el pueblo vivía frecuentemente con una religiosidad «de fachada», sin vivir en profundidad el mandamiento del Señor. Es por eso que el profeta insiste: «misericordia quiero», es decir la lealtad de un corazón que reconoce los propios pecados, que se arrepiente y vuelve a ser fiel a la alianza con Dios. «Y no sacrificio»: ¡sin un corazón arrepentido cada acción religiosa es ineficaz! Jesús aplica esta frase profética también a las relaciones humanas: aquellos fariseos eran muy religiosos en la forma, pero no estaban dispuestos a compartir la mesa con los publicanos y los pecadores; no reconocían la posibilidad de un arrepentimiento y, por eso, de una curación; no colocan en primer lugar la misericordia: aun siendo fieles custodios de la Ley, ¡demostraban no conocer el corazón de Dios! Es como si a ti te regalaran un paquete, donde dentro hay un regalo y tú, en lugar de ir a buscar el regalo, miras sólo el papel que lo envuelve: sólo las apariencias, la forma, y no el núcleo de la gracia, ¡del regalo que es dado!

Queridos hermanos y hermanas, todos nosotros estamos invitados a la mesa del Señor. Hagamos nuestra la invitación de sentarnos al lado de Él junto a sus discípulos. Aprendamos a mirar con misericordia y a reconocer en cada uno de ellos un comensal nuestro. Somos todos discípulos que tienen necesidad de experimentar y vivir la palabra consoladora de Jesús. Tenemos todos necesidad de nutrirnos de la misericordia de Dios, porque es de esta fuente que brota nuestra salvación. ¡Gracias!

 

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