El Evangelio (Jn 2,13-25) de la liturgia de hoy, 3 de marzo, tercer domingo de Cuaresma, narra la reacción de Jesús echando fuera del atrio del templo a los cambistas, que hacía pingues negocios con los judíos que acudían a ofrece en sacrificio distintos animales, cada cual según sus posibilidades.
Enojarse parece contradecir aquello que tanto se nos dice en las Escrituras en el hecho de personas santas, bondadosas, pacificas, misericordiosas… “aprender de mi que soy manso y humildes de corazón” (Mt 11,29), “bienaventurados los mansos” (Mt 5,4). Permanecer impasible ante el mal, pasar de largo sin más, y no digamos ya incluso complacerse y hasta sonreírle, denota que nuestro interior está lejos de Dios, de asemejarnos en sus sentimientos. Sentir indignación ante cualquier manifestación del Maligno, habla de nuestra sintonía y afinidad con Dios, que ama la santidad, y la verdad, y la justicia.
Lectura del santo evangelio según san Juan (2,13-25):
Se acercaba la Pascua de los judíos, y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí; no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre.»
Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora.»
Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?»
Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré.»
Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?»
Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y, cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y dieron fe a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.
Mientras estaba en Jerusalén por las fiestas de Pascua, muchos creyeron en su nombre, viendo los signos que hacía; pero Jesús no se confiaba con ellos, porque los conocía a todos y no necesitaba el testimonio de nadie sobre un hombre, porque él sabía lo que hay dentro de cada hombre.
Esta repulsa por el mal, por el pecado, por lo que contraviene la santa y bondadosa voluntad de Dios, es signo de nuestra sintonía con relación de nuestro Señor, que como en el caso de los mercaderes que se habían instalado en el atrio del templo haciendo negocio con las cosas de Dios, reaccionó airadamente, movido por el amor al lugar sagrado en que Dios se encontraba con los hombres, y que aquellos vendedores habían convertido sacrílegamente en un cueva de ladrones. ¡Sobre aquella profanación era difícil hacer la vista gorda y dejarla pasar por alto! Jesús indignado reaccionó.
También el ser humano, su corazón, es templo, lugar de encuentro con el Espíritu Santo. Cada persona se vuelve también sagrada, por la dignidad de la presencia de Dios en ella y a la que ha constituido como criatura a su semejanza y miembro de su familia. De modo que han cualquier allanamiento de esa dignidad, sobre todo de los más pobres y vulnerables, todos tenemos que reaccionar, ante cualquier menoscabo, injusticia y maldad, hemos de indignarnos santamente en su defensa.
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Palabras del papa Francisco
(Ángelus, 4 marzo 2018)
El Evangelio de hoy presenta, en la versión de Juan, el episodio en el que Jesús expulsa a los vendedores del templo de Jerusalén (cf. Juan 2, 13-25). Él hizo este gesto ayudándose con un látigo, volcó las mesas y dijo: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado» (v. 16). Esta acción decidida, realizada en proximidad de la Pascua, suscitó gran impresión en la multitud y la hostilidad de las autoridades religiosas y de los que se sintieron amenazados en sus intereses económicos. Pero, ¿cómo debemos interpretarla? Ciertamente no era una acción violenta, tanto es verdad que no provocó la intervención de los tutores del orden público: de la policía. ¡No! Sino que fue entendida como una acción típica de los profetas, los cuales a menudo denunciaban, en nombre de Dios, abusos y excesos. La cuestión que se planteaba era la de la autoridad. De hecho los judíos preguntaron a Jesús: «¿Qué señal nos muestras para obrar así?» (v. 18), es decir ¿qué autoridad tienes para hacer estas cosas? Como pidiendo la demostración de que Él actuaba en nombre de Dios. Para interpretar el gesto de Jesús de purificar la casa de Dios, sus discípulos usaron un texto bíblico tomado del salmo 69: «El celo por tu casa me devorará» (v. 17); así dice el salmo: «pues me devora el celo de tu casa». Este salmo es una invocación de ayuda en una situación de extremo peligro a causa del odio de los enemigos: la situación que Jesús vivirá en su pasión. El celo por el Padre y por su casa lo llevará hasta la cruz: su celo es el del amor que lleva al sacrificio de sí, no el falso que presume de servir a Dios mediante la violencia. De hecho, el «signo» que Jesús dará como prueba de su autoridad será precisamente su muerte y resurrección: «Destruid este santuario —dice— y en tres días lo levantaré» (v. 19). Y el evangelista anota: «Él hablaba del Santuario de su cuerpo» (v. 21). Con la Pascua de Jesús inicia el nuevo culto en el nuevo templo, el culto del amor, y el nuevo templo es Él mismo.
La actitud de Jesús contada en la actual página evangélica, nos exhorta a vivir nuestra vida no en la búsqueda de nuestras ventajas e intereses, sino por la gloria de Dios que es el amor. Somos llamados a tener siempre presentes esas palabras fuertes de Jesús: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado» (v. 16). Es muy feo cuando la Iglesia se desliza hacia esta actitud de hacer de la casa de Dios un mercado. Estas palabras nos ayudan a rechazar el peligro de hacer también de nuestra alma, que es la casa de Dios, un lugar de mercado que viva en la continua búsqueda de nuestro interés en vez de en el amor generoso y solidario. Esta enseñanza de Jesús es siempre actual, no solamente para las comunidades eclesiales, sino también para los individuos, para las comunidades civiles y para toda la sociedad. Es común, de hecho, la tentación de aprovechar las buenas actividades, a veces necesarias, para cultivar intereses privados, o incluso ilícitos. Es un peligro grave, especialmente cuando instrumentaliza a Dios mismo y el culto que se le debe a Él, o el servicio al hombre, su imagen. Por eso Jesús esa vez usó «las maneras fuertes», para sacudirnos de este peligro mortal.