El respeto de Dios por los seres humanos

Es inaudita la sutileza en el comportamiento de Dios con arreglo a la relación con sus creaturas —a las que ha dado algo de sí, de su imagen y semejanza— e hijos adoptivos, los seres humanos, e hijos en Hijo por el bautismo. A los que coronó de gloria y dignidad (Cf. Sal 8,6; Hb 2,7).

La maravillosa y excepcional grandeza de la Humanidad a la que ha dotado de una dignidad con la libertad de ser ellos mismos, de decidir cómo como ser, como determinarse y como forjar su destino, es algo que nunca comprenderemos del todo, pues desborda nuestro entendimiento, los límites del insuficiente pensamiento humano en las condiciones presentes. De modo que ante la dignidad «sagrada» de cada persona humana, que lleva el sello divino en su alma, solo cabe un respeto de inmaculado silencio. Su creador, Dios mismo, al dotarle de inteligencia y voluntad, lo ha hecho intocable, hasta para Él mismo.

Esta grandeza excepcional con la que la humanidad ha sido creada hace de esta especie personas, a nivel espiritual, equiparados a otros seres, los ángeles, con los que está invitados a vivir eternamente en la comunión de la corte celestial. Esta creación de excepción, de seres nuevos, únicos, llamados a la vida del reino del amor de Dios, es una obra maravillosa, genial y de un caridad divina inimaginable para nosotros en la grandeza de la decisión del seno trinitario, nos rebasa, nos trasciende…, y tan solo cabe admiración y gratitud hacia nuestro Creador.

En este hecho creador del ser humano había —se daba— como una «cuadratura del círculo»: cómo compaginar la libertad, que proporciona la dignidad para que el amor —cuanto salga del corazón humano tenga la cualidad de la donación y entrega benevolente y generosa— sea del valor y condición de la imagen y semejanza al de la comunión personal de la vida trinitaria: pues no hay esta cualidad de amor agápe, santo, sin el componente de la libertad. Y para que se dé esta condición de grandeza Dios se lo debió de pensar mucho para cómo conseguir derramar su amor creando un nuevo ser —espiritualmente humano— y que tal nueva persona que obra libremente según la dignidad otorga y que no se le fuera de las manos, es decir, que no se «estropeara el invento», que no se le perdiera, que no se frustrara dramática y dolorosamente, condenándose… La figura de Jesucristo, es decir, la asunción de la condición humana, de incorporarla por encarnación la persona humana a la divina, redimiéndola de cualquier mal uso de la libertad… Aquí se ve el desmedido amor de Dios por el ser humano, al que crea y salva, al que le da la vida y le invita a la vida eterna. La vocación del hombre es una «vocación celestial» (Hb 3,1). Dios quiere «llevar a la gloria» celestial a «muchos hijos» (Hb 2,10).

El respeto de Dios por los seres humanos, por su libertad, es tan grande y maravilloso que el Señor todopoderoso se «retira» del espacio propio de cada persona para no invadir su voluntad, para no imponer nada que pueda menguar la condición de sus actos libres que lleven la cualidad de amor personal. Dios, pues, se detiene —aunque «le cueste», «impotente» (dada la autoimposición a la hora de crear al ser humano)— a la distancia que no coarte, limite o condicione la capacidad decisoria del ser humano, aunque esta le resulte penosa por equívoca y perversa.

Tengamos siempre presente que Dios está cerca, muy cerca de nosotros -tanto que somos templo del Espíritu Santo-, para darnos de su parte la gracia necesaria para obrar libremente el bien; pero que está tan respetuosamente ahí dispuesto a ello, que no osará estropear la grandeza de libre albedrio de cada persona, su dignidad; aunque esta, a veces, le decepcione y disguste tremendamente. 

Dios, sin ingerirse en la libérrima decisión del cada persona, para que esta se conduzca por el camino del bien y de la vida, y no del error, del mal y la perdición, procura todo tipo de señales sutiles, casi inaudibles, inapreciables según el grado de unión —intimidad— con Él, unión por la fe, la santidad, el estado de gracia, la sensibilidad, la ternura del corazón, la sencillez…  

Y en esto hay una grandísima responsabilidad por nuestra parte. Es el hecho de ser persona a imagen y semejanza de la divina, chispita divina designada a resplandecer siempre según la «imagen» (cf. Gn 1,26).

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