
La fe que no vitaliza, que no se traduce el resultados, en obras –que diría el apóstol Santiago en su carta– es una fe muerta. O sea, como si no existiera, o como decía los clásicos «son músicas celestiales».
Las obras tienen dos características: que son producto de lo que llevamos dentro, y se plasma -como no podría ser menos- en lo que somos y hacemos, y también que este hacer, confirma y retroalimenta lo que somos. Ambos movimientos son gracia divina; partimos hacia afuera desde lo que llevamos dentro (don dado) para desarrollarlo en tarea (obras), y retornar enriquecidos (don participado), vitalizado.
La fe está ligada al amor, lo dinamiza, dilata y expande. Porque es un Dios que es amor en quien creemos. En el Cual tiene origen nuestra fe, nuestra vida y todo cuanto de bueno somos; hemos surgido de una Amor digno de fe.
Quien no vive según ese designio de amor originario violenta su ser, se desnaturaliza.
Quien ama vive, y quien no, esta como muerto; porque amar es ser, y ser, amar.
Según la fe cristiana, creer en Cristo es entrar en la dinámica de su reino, de su voluntad reinante, que no es otra que la del amor.
El amor es de Dios y el que ama ha conocido a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor (1 Jn 4,7-8). Según el apóstol más cercano a Cristo, san Juan, el amor es un distintivo claro de conocimiento de Dios: quien carece de él, por mucho que diga creer, no cree realmente. A la fe le acompaña íntimamente el dinamismo del amor. Es decir, que del trato con Dios, se derivan unas consecuencias de vitalidad amorosa y santidad.
Si creer no te mejora como persona, seguro que te estás engañando a ti mismo. Pues es señal de la potencia de Reino de Dios, de su presencia operante amorosa, benevolente y salvadora que suscite resultados reales -los ciegos ven, los cojos anda, los enfermos quedan curados, los poseídos liberados, etc.-. Hay una transformación de todos los órdenes: espiritual -sobre todo- y físico.
Prueba de ello, lo podeos experimentar en nuestro vivir cotidiano, cada uno en sí mismo. Vivir en comunión con la fuente del amor, es decir, con el Dios que es amor, tiene el singular poder de generar en nosotros actitudes amorosas, que se plasman en hecho concretos amabilidad hacia los demás y en un talante afectuoso y bueno.
Ese carácter afectivo cordial que lo produce estar en comunión con Dios. Quien es sensible y sabe apreciar -porque aún no se ha endurecido- ese don espiritual lo reconoce con gratitud y vive bajo sus efectos (para otros intangibles, pero reales para los que tienen fe).
Tangibles son los hechos como las obras de misericordia o los que se producen en centros tutelados por comunidades de creyentes, jóvenes cristianos, por su fe en el poder del Espíritu Santo y por su oración perseverante, llegan a salvar de la ruina física y moral, cuando expertos terapeutas han fracasado, a jóvenes adictos a la heroína, a alcohol, a la prostitución, etc.
Si uno cree en Dios y no es cambiado, no cree realmente. Y no cree porque no le conoce, pues conocer verdaderamente, es ser transformado. Creer es ser configurado en Dios, o dicho con palabras del san Pablo: tener los mismo sentimientos de Cristo. Así de preciso.
El creer que es entrar en comunión con Dios, fuente de la vida y el amor, tiene el efecto fundamental de generar amor, ineluctablemente; si no, algo pasa, algo que -por nuestra parte- no estamos haciendo bien, tal vez una respuesta inadecuada (falta de humildad, de sinceridad, de confianza, de apertura a acoger la gracia…) o una falta de compromiso (de respuesta, de empeño, de servicialidad, de fidelidad, de suficiente generosidad, de no dejarse esclavizar por la mundanidad…)