Ángelus, 30 de mayo de 2021

La fiesta de hoy, pues, nos hace contemplar este maravilloso misterio de amor y luz del que procedemos y hacia el cual se orienta nuestro camino terrenal.

Está el Padre, al que rezo con el Padrenuestro; está el Hijo que me ha dado la redención, la justificación; está el Espíritu Santo que habita en nosotros y habita en la Iglesia.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En esta fiesta en la que celebramos a Dios: el misterio de un único Dios y este Dios es el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. ¡Tres personas, pero Dios es uno! El Padre es Dios, el Hijo es Dios, el Espíritu es Dios. Pero no son tres dioses: es un solo Dios en tres Personas. Es un misterio que nos ha revelado Jesucristo: la Santa Trinidad. Hoy nos detenemos a celebrar este misterio, porque las Personas no son adjetivaciones de Dios: no. Son Personas, reales, distintas, diferentes; no son —como decía aquel filósofo— “emanaciones de Dios”: ¡no, no! Son Personas. Está el Padre, al que rezo con el Padrenuestro; está el Hijo que me ha dado la redención, la justificación; está el Espíritu Santo que habita en nosotros y habita en la Iglesia. Y este nos habla al corazón, porque lo encontramos encerrado en esa frase de san Juan que resume toda la revelación: «Dios es amor» (1Jn 4,8.16). El Padre es amor, el Hijo es amor, el Espíritu Santo es amor. Y en cuanto es amor, Dios, aunque es uno y único, no es soledad sino comunión, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Porque el amor es esencialmente don de sí mismo, y en su realidad originaria e infinita es Padre que se da generando al Hijo, que a su vez se da al Padre, y su amor mutuo es el Espíritu Santo, vínculo de su unidad. No es fácil entenderlo, pero se puede vivir este misterio; todos nosotros; se puede vivir tanto.

Este misterio de la Trinidad nos fue desvelado por el mismo Jesús. Él nos hizo conocer el rostro de Dios como Padre misericordioso; se presentó a Sí mismo, verdadero hombre, como Hijo de Dios y Verbo del Padre, Salvador que da su vida por nosotros y habló del Espíritu Santo que procede del Padre y del Hijo, Espíritu de la Verdad, Espíritu Paráclito —el domingo pasado hablamos de esta palabra “paráclito”— es decir, Consolador y Abogado. Y cuando Jesús se apareció a los apóstoles después de la Resurrección, Jesús los mandó a evangelizar «a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28,19).

La fiesta de hoy, pues, nos hace contemplar este maravilloso misterio de amor y luz del que procedemos y hacia el cual se orienta nuestro camino terrenal.

En el anuncio del Evangelio y en toda forma de la misión cristiana, no se puede prescindir de esta unidad a la que llama Jesús, entre nosotros, siguiendo la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo: no se puede prescindir de esta unidad. La belleza del Evangelio requiere ser vivida —la unidad— y testimoniada en la concordia entre nosotros, que somos tan diferentes. Y esta unidad me atrevo a decir que es esencial para el cristiano: no es una actitud, una forma de decir: no, es esencial, porque es la unidad que nace del amor, de la misericordia de Dios, de la justificación de Jesucristo y de la presencia del Espíritu Santo en nuestros corazones.

María Santísima, en su sencillez y humildad, refleja la Belleza de Dios Uno y Trino, porque recibió plenamente a Jesús en su vida. Que ella sostenga nuestra fe; que nos haga adoradores de Dios y servidores de nuestros hermanos.

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