Ver con los ojos del alma. Lo importante es invisible a los ojos

«Por la fe, sabemos que el universo fue formado por la palabra de Dios, de manera que lo visible tiene una causa invisible» (Heb 11,2-3). 

«No se ve bien más quien con el corazón; lo esencial es invisible a los ojos» (Saint-Exupéry, El Principito). 

“¿Aún no entendéis, no comprendéis? ¿Tenéis encallecido vuestro corazón? ¿Teniendo ojos no veis y teniendo oídos no oís?” (Mc 8,17).

  

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           Catalina había adquirido el don —que muchos otros santos han tenido— de sentir las emanaciones de un alma que vivía en pecado mortal en forma de un olor físico a podredumbre. En  Aviñón este don fue una plaga para ella. Una vez vino a visitarla una dama muy distinguida, que hacía muestras visibles de grandísimo respeto y temor de Dios; pero Catalina no quería mirarla y apartaba la cara cada vez que la dama se le acercaba. Raimaundo le riño por mostrarse tan descortés, pero Catalina le dijo:

          —Si usted pudiese percibir el olor de sus pecados, haría lo mismo.

            Poco después supo Raimundo que aquella mujer era una adúltera y la concubina de un sacerdote.[1] 

   ..ooOoo..         

 

           Le decía Yepes a santa Teresa:

          —Madre, miedo tengo de hablar con V. R., porque pienso me entiende el interior, y cuando la vengo a ver me quería primero confesar.

           Y ella se sonrió de manea que quedó más confirmado en su opinión, porque por no mentir no lo negó, y por no desconsolarle, no lo afirmó.[2]

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            «(Jesús) no necesitaba que le informasen de nadie; que El mismo sabía lo que hay en el hombre» (Jn 2,25).

            Esta capacidad de ver más allá, en las almas de las personas en el momento de la confesión, se da en los santos con frecuencia (El padre Pío, el cura de Ars, Juan de la Cruz…)

           Además de la virtud perfecta que en él (Juan de la Cruz) observan y admiran, suceden algunos casos extraordinarios, que completan la veneración de las monjas por su confesor. Están convencidas de que penetra la interioridades de los espíritus; saben que Dios le revela el estado de sus almas. [3]

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«La fe es la garantía de las cosas que se esperan, la prueba de aquellas que no se ven. Por ello recibieron testimonio de admiración los antiguos. Por la fe, conocemos que el mundo fue creado por la palabra de Dios, de suerte que lo visible tiene una causa invisible» (Heb 11,1-3).

«No desfallecemos, pues aunque nuestro hombre exterior vaya perdiendo, nuestro hombre interior se renueva de día en día. Pues el peso momentáneo y ligero de nuestras tribulaciones, produce, sobre toda medida, un peso eterno de gloria, para los que no miramos las cosas que se ven, sino las que no se ven, pues las visibles son temporales, las invisibles eternas» (2 Cor 4,16-28).

En una cultura materialista, mostrenca, no hay posibilidad a la trascendencia, no hay más que la apariencia física, donde todo caduca y queda restringido, sin más. El lenguaje del universo táctil es incapaz de abrir a lo religioso, de penetrar más allá del velo de ese mundo, de entrar en relación con Dios. Lo visible nos obstaculiza la visión de lo invisible, el Reino que no es de este mundo (cf. Jn 18,36).

La práctica religiosa infundió a Mauriac una desaforada afición por los sueños verídicos,  por la presencia de una  realidad invisible. “Antes de saber qué significaba Gracia y qué significaba Naturaleza, ya había sentido yo que la Naturaleza esta impregnada de Gracia. En la medida en que creemos que todo es Gracia, como dijo Teresa de Lisieux unos años antes que el cura rural de Bernarnos, la poesía brota en el seno mismo de la Naturaleza”.

Por eso, Mauriac descalificaba las obras materialistas de su compatriota Zola, porque en ellas el misterio y la audible invisibilidad de la trascendencia eran los grandes ausentes, y así se escondía la verdad completa al lector. “Nosotros no le pedimos al novelista que afirme nada, admitimos incluso que toda afirmación es peligrosa, le pedimos solamente que no niegue nada de lo que es espíritu y vida”. “Que no se nos niegue nada a la hora de mirar la realidad.” [4]

La fe es la luz por la que el ojo del espíritu, del ser humano, va más allá de lo que el ojo físico ve. Santo Tomás de Aquino afirma que los apóstoles vieron a Cristo tras la resurrección «oculata fide» (Suma Teológica, 3, q. 55, 1. 2): No con los ojos del cuerpo, sino con los «ojos de la fe».  

Para los que decimos creer, que hemos sido agraciados como portadores de la luz de la fe, recae una responsabilidad:  “no solo por motivos de nuestra propia salvación, sino también por la de aquellos que han de gozar de su resplandor, y ser así conducidos de la mano hacia la verdad” (san Juan Crisóstomo) (…) El mundo necesita “claridad y esplendor” (san Jerónimo)  para no vivir en las tinieblas. En nuestros días, conviene recordar lo que Paul Claudel preguntó a los cristianos: “Vosotros, los que veis, ¿qué habéis hecho de la luz?”

 

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[1] UNDSET, S.: «Santa Catalina de Siena», Ed. Orbis, Barcelona, 1983, p.163.  

[2] RUIZ, A.: «Anécdotas teresianas», Ed. Monte Carmelo, Burgos 1982, p.175.

[3] JESUS DE, CR., Vida de san Juan de la Cruz; en Vida y obras completas de san Juan de la Cruz, BAC, Madrid, 1964, p.236).

[4] ALONSO, J., “La búsqueda de lo verdadero nos une”: Alfa y Omega 286 (2001), p.31.

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