Hoy, 6 de octubre, en el Evangelio de la misa es según san Lucas 10,25-37 (a leer abajo) Jesús con el relato del Samaritano explica y responder a la pregunta ¿qué significar amar al prójimo?.
«¿Qué hay, pues, que hacer? No resistir a la ordenación del Espíritu. Y esta ordenación nos dice que no nos sintamos extraños a los que participan de nuestra misma naturaleza, ni imitemos a aquellos a quienes se condena en el evangelio, al sacerdote y al levita, quiero decir, que pasaron de largo, sino conmoverse, junto al hombre de quien se nos cuenta haber sido dejado medio muerto por los bandidos (cf. Lc 10,30ss)» (San Gregorio Niseno)[1].
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Una historia real:
Un hombre honrado volvía de su trabajo, y al entrar en casa surgió un hombre de la sombra de un portal cercano y empuñando un arma le amenazó intentando robarle. Conseguido el botín, salió corriendo, y en la acelerada huida fue atropellado por un coche, quedando malherido en medio de la calzada.
El hombre asaltado, compadecido, lo recogió del suelo, lo llevó hasta su coche y lo transportó al hospital más próximo. Donde milagrosamente consiguieron salvarle la vida.
Durante el tiempo que permaneció en el hospital, nuestro buen samaritano no dejo de acudir diariamente a visitarlo.
Nadie supo que aquel enfermo fuera un delincuente.
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El samaritano es el paradigma de la actuación del cristiano frente a las necesidades del prójimo: asumir totalmente la necesidad del prójimo, hasta el punto de abandonar el programa propio y reprogramar sus acciones.
Este buen samaritano, como el del relato del evangelio, deja libre al otro. Tras ‘reincorporarlo’, se retira de su camino y continúa el suyo.
«Amor con amor se paga», reza un dicho. La deuda de amor y de reconocimiento que queda para con el que nos ha ayudado sólo ya se saldará haciendo lo mismo con otros.
Quien nos ha ayudado sea en condiciones tan dramáticas como las del relato o en otras menos significativas pero en las que nos sentíamos derrotados, afligidos, deprimidos, solos,… y de las que hemos sido levantados, lo hemos de recordar a lo largo de nuestra vida. El amor verdadero no crea dependencia ni atadura, es gratuito. Quien ama «no» saca ningún beneficio, pero el amado sí: el de sentir el amor, el de saberse que es amado. Antes no tenía (descubierta) esa realidad en sí, y ahora sí; ya no puede dejar de amar. El amor plantado no tiene más remedio que florecer amando.
El cristiano no tiene que ser sólo donación, sino creador de donadores. Difusor de un estilo de vida, que se regala, que se dona, y propaga.
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En la obra de Víctor Hugo «Los Miserables», el protagonista roba y golpea al sacerdote que lo ha acogido en su casa. Al día siguiente es capturado y llevado a presencia del clérigo para que le devuelta los objetos de plata robados. El sacerdote se conmueve viendo el negro destino de aquel miserable, y manifiesta a los guardias que los cubiertos que llevaba encima se los había dado él, e incluso, en un gesto aún mayor de generosidad, afirma que unos valiosos candelabros que también se los había regalado se los dejó olvidados, y en presencia de los guardias se los entrega; y ellos entonces le dejan en libertad. Seguidamente, nuestro sacerdote mirándole a los ojos a aquel pobre desgraciado le dice que ya no es el que era, que él ha pagado un alto «precio» por su alma, que le «pertenece», que ya es otro, que no está bajo el dominio de las fuerzas del mal sino del bien, que ya no pertenece a las tinieblas de las que ha sido arrancado, rescatado a una nueva manera de ser, a una nueva vida. ¡Y así fue!
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«Si yo pasase ante el hombre de la pulquería y la dijese: «levántate, compórtate como una persona digna”. (…) Ni le entendería, haría falta un milagro. Pero si yo lo levanto, lo llevo a mi casa, lo lavo, lo meto en la cama y mañana cuando esté en sus cabales lo trato como a un hermano, le hago entender que lo quiero y que estoy dispuesto a ayudarle, ¿lo podré salvar?
La gloria que Cristo da al Padre es de esta clase: devolver al hombre su dignidad perdida a través de una iniciativa de amor casi loco, casi utópico”[2].
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Toda la humanidad esta comprendida en el hombre concreto; quien salva a un hombre salva a la humanidad entera.
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Lectura del santo evangelio según san Lucas (10,25-37):
En aquel tiempo, se levantó un maestro de la ley y preguntó a Jesús para ponerlo a prueba:
«Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?».
Él le dijo:
«¿Qué está escrito en la ley? ¿Qué lees en ella?».
El respondió:
«“Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu fuerza” y con toda tu mente. Y “a tu prójimo como a ti mismo”».
Él le dijo:
«Has respondido correctamente. Haz esto y tendrás la vida».
Pero el maestro de la ley, queriendo justificarse, dijo a Jesús:
«¿Y quién es mi prójimo?».
Respondió Jesús diciendo:
«Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y, al verlo, se compadeció, y acercándose, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacando dos denarios, se los dio al posadero y le dijo: “Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando vuelva”. ¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo del que cayó en manos de los bandidos?».
Él dijo:
«El que practicó la misericordia con él».
Jesús le dijo:
«Anda y haz tú lo mismo».
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Palabras del papa León XIV
(Homilía, 13 julio 2025.)
El Evangelio de este domingo, que hemos escuchado, es una de las más hermosas y sugestivas parábolas narradas por Jesús. Todos conocemos la parábola del buen samaritano (Lc 10,25-37).
Este relato sigue desafiándonos también hoy, interpela nuestra vida, sacude la tranquilidad de nuestras conciencias adormecidas o distraídas y nos provoca contra el riesgo de una fe acomodada, ordenada en la observancia exterior de la ley, pero incapaz de sentir y actuar con las mismas entrañas compasivas de Dios.
La compasión, en efecto, está en el centro de la parábola. Y si consideramos que en el relato evangélico esta compasión se describe por medio de las acciones del samaritano, lo primero que el pasaje subraya es la mirada. De hecho, frente a un hombre herido que está al borde del camino después de haber sido despojado por unos bandidos, del sacerdote y del levita se dice: «lo vio y siguió su camino» (v. 32); del samaritano, en cambio, el Evangelio afirma: «lo vio y se conmovió» (v. 33).
Queridos hermanos y hermanas, la mirada hace la diferencia, porque expresa lo que tenemos en el corazón: se puede ver y pasar de largo o bien ver y sentir compasión. Hay un modo de ver exterior, distraído y apresurado, un modo de mirar fingiendo que no se ve, es decir, sin dejarnos afectar ni interpelar por la situación; y hay un modo de ver, en cambio, con los ojos del corazón, con una mirada más profunda, con una empatía que nos hace entrar en la situación del otro, nos hace participar interiormente, nos toca, nos sacude, interroga nuestra vida y nuestra responsabilidad.
La primera mirada de la que quiere hablarnos la parábola es de aquella que Dios ha tenido hacia nosotros, para que también nosotros aprendamos a tener sus mismos ojos, llenos de amor y compasión hacia los demás. El buen samaritano, en efecto, es sobre todo imagen de Jesús, el Hijo eterno que el Padre envió en la historia precisamente porque ha mirado a la humanidad sin pasar de largo; con ojos, con corazón, con entrañas de conmoción y compasión. Así como aquel hombre del Evangelio bajaba de Jerusalén a Jericó, la humanidad descendía a los abismos de la muerte y, aún hoy, a menudo debe lidiar con la oscuridad del mal, con el sufrimiento, con la pobreza y con la absurdidad de la muerte. Pero Dios nos ha mirado con compasión, Él mismo ha querido recorrer nuestro camino, descendió en medio de nosotros y, en Jesús, buen samaritano, ha venido a sanar nuestras heridas, derramando sobre nosotros el aceite de su amor y de su misericordia.
El Papa Francisco muchas veces nos ha recordado que Dios es misericordia y compasión, y ha afirmado que Jesús «es la compasión del Padre hacia nosotros» (Ángelus, 14 julio 2019). Él es el buen samaritano que vino a nuestro encuentro. Dice san Agustín que «el mismo Señor y Dios nuestro quiso llamarse nuestro prójimo, pues Jesucristo nuestro Señor se simbolizó en el que socorrió al hombre tendido en el camino, herido, semivivo y abandonado por los ladrones» (La Doctrina cristiana, I, 33).
Comprendemos, entonces, por qué la parábola nos desafía también a cada uno de nosotros, por el hecho de que Cristo es manifestación de un Dios compasivo. Creer en Él y seguirlo como sus discípulos significa dejarse transformar para que también nosotros podamos tener sus mismos sentimientos; un corazón que se conmueve, una mirada que ve y no pasa de largo, dos manos que socorren y alivian las heridas, los hombros fuertes que se hacen cargo de quien tiene necesidad.
La primera lectura de hoy, haciéndonos escuchar las palabras de Moisés, nos dice que obedecer a los mandamientos del Señor y convertirse a Él no significa multiplicar actos exteriores, sino, al contrario, se trata de volver al propio corazón para descubrir que precisamente allí Dios ha escrito su ley del amor. Si en lo íntimo de nuestra vida descubrimos que Cristo, como buen samaritano, nos ama y se hace cargo de nosotros, también nosotros somos impulsados a amar del mismo modo y seremos compasivos como Él. Sanados y amados por Cristo, nos convertimos también nosotros en signos de su amor y de su compasión en el mundo.
Hermanos y hermanas, hoy se necesita esta revolución del amor. Hoy, ese camino que desciende de Jerusalén a Jericó —una ciudad que se encuentra bajo el nivel del mar— es el camino que recorren todos aquellos que se hunden en el mal, en el sufrimiento y en la pobreza; es el camino de tantas personas agobiadas por las dificultades o heridas por las circunstancias de la vida; es el camino de todos aquellos que “se derrumban” hasta perderse y tocar fondo; es el camino de tantos pueblos despojados, estafados y arrasados, víctimas de sistemas políticos opresivos, de una economía que los obliga a la pobreza, de la guerra que mata sus sueños y sus vidas.
¿Y qué hacemos nosotros? ¿Vemos y pasamos de largo, o nos dejamos traspasar el corazón como el samaritano? A veces nos contentamos solamente con hacer nuestro deber o consideramos como nuestro prójimo sólo a quien es de nuestro círculo, a quien piensa como nosotros, a quien tiene la misma nacionalidad o religión; pero Jesús invierte la perspectiva presentándonos un samaritano, un extranjero y herético que se hace prójimo de aquel hombre herido. Y nos pide que hagamos lo mismo.
El samaritano —escribía Benedicto XVI— «no se pregunta hasta dónde llega su obligación de solidaridad ni tampoco cuáles son los méritos necesarios para alcanzar la vida eterna. Ocurre algo muy diferente: se le rompe el corazón […]. Si la pregunta hubiera sido: “¿Es también el samaritano mi prójimo?”, dada la situación, la respuesta habría sido un “no” más bien rotundo. Pero Jesús da la vuelta a la pregunta: el samaritano, el forastero, se hace él mismo prójimo y me muestra que yo, en lo íntimo de mí mismo, debo aprender desde dentro a ser prójimo y que la respuesta se encuentra ya dentro de mí. Tengo que llegar a ser una persona que ama, una persona de corazón abierto que se conmueve ante la necesidad del otro» (Jesús de Nazaret, 237-238).
Ver sin pasar de largo, detener nuestras carreras ajetreadas, dejar que la vida del otro, sea quien sea, con sus necesidades y sufrimientos, me rompan el corazón. Esto nos hace prójimos los unos de los otros, genera una auténtica fraternidad, derriba muros y vallas. Y finalmente el amor se abre camino, volviéndose más fuerte que el mal y que la muerte.
Queridos amigos, contemplemos a Cristo buen Samaritano y sigamos escuchando hoy su voz que nos dice a cada uno de nosotros: «Ve y haz tú lo mismo» (v. 37).
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(Audiencia, 28-5-2025)
Continuamos meditando sobre algunas parábolas del Evangelio que nos ofrecen la oportunidad de cambiar de perspectiva y abrirnos a la esperanza. La falta de esperanza, a veces, se debe a que nos quedamos atrapados en una cierta forma rígida y cerrada de ver las cosas, y las parábolas nos ayudan a mirarlas desde otro punto de vista.
Hoy me gustaría hablarles de una persona experta, preparada, un doctor en la Ley, que sin embargo necesita cambiar de perspectiva, porque está concentrado en sí mismo y no se da cuenta de los demás (cf. Lc 10,25-37). De hecho, le pregunta a Jesús cómo se «hereda» la vida eterna, utilizando una expresión que la considera como un derecho inequívoco. Pero detrás de esta pregunta, quizás se esconde precisamente una necesidad de atención: la única palabra sobre la que pide explicaciones a Jesús es el término «prójimo», que literalmente significa «el que está cerca».
Por eso, Jesús cuenta una parábola que es un camino para transformar esa pregunta, para pasar del «¿quién me quiere?» al «¿quién ha querido?». La primera es una pregunta inmadura, la segunda es la pregunta del adulto que ha comprendido el sentido de su vida. La primera pregunta es la que pronunciamos cuando nos situamos en un rincón y esperamos, la segunda es la que nos impulsa a ponernos en camino.
La parábola que cuenta Jesús tiene, de hecho, como escenario un camino, y es un camino difícil y áspero, como la vida. Es el camino que recorre un hombre que baja de Jerusalén, la ciudad en la montaña, a Jericó, la ciudad bajo el nivel del mar. Es una imagen que ya presagia lo que podría ocurrir: efectivamente, sucede que ese hombre es asaltado, golpeado, despojado y abandonado medio muerto. Es la experiencia que se vive cuando las situaciones, las personas, a veces incluso aquellos en quienes hemos confiado, nos quitan todo y nos dejan tirados.
Pero la vida está hecha de encuentros, y en estos encuentros nos revelamos tal y como somos. Nos encontramos frente al otro, frente a su fragilidad y su debilidad, y podemos decidir qué hacer: cuidar de él o hacer como si nada. Un sacerdote y un levita bajan por ese mismo camino. Son personas que prestan servicio en el Templo de Jerusalén, que viven en el espacio sagrado. Sin embargo, la práctica del culto no lleva automáticamente a ser compasivos. De hecho, antes que una cuestión religiosa, ¡la compasión es una cuestión de humanidad! Antes de ser creyentes, estamos llamados a ser humanos.
Podemos imaginar que, después de haber permanecido mucho tiempo en Jerusalén, aquel sacerdote y aquel levita tienen prisa por volver a casa. Es precisamente la prisa, tan presente en nuestra vida, la que muchas veces nos impide sentir compasión. Quien piensa que su viaje debe tener la prioridad, no está dispuesto a detenerse por otro.
Pero he aquí que llega alguien que sí es capaz de detenerse: es un samaritano, es decir, alguien que pertenece a un pueblo despreciado (cf. 2 Re 17). En su caso, el texto no precisa la dirección, sino que solo dice que estaba de viaje. La religiosidad aquí no tiene nada que ver. Este samaritano se detiene simplemente porque es un hombre ante otro hombre que necesita ayuda.
La compasión se expresa a través de gestos concretos. El evangelista Lucas se detiene en las acciones del samaritano, al que llamamos «bueno», pero que en el texto es simplemente una persona: el samaritano se acerca, porque si quieres ayudar a alguien, no puedes pensar en mantenerte a distancia, tienes que implicarte, ensuciarte, quizás contaminarte; le venda las heridas después de limpiarlas con aceite y vino; lo carga en su montura, es decir, se hace cargo de él, porque solo se ayuda de verdad si se está dispuesto a sentir el peso del dolor del otro; lo lleva a una posada donde gasta su dinero, «dos denarios», más o menos dos días de trabajo; y se compromete a volver y, si es necesario, a pagar más, porque el otro no es un paquete que hay que entregar, sino alguien que hay que cuidar.
Queridos hermanos y hermanas, ¿cuándo seremos capaces nosotros también de interrumpir nuestro viaje y tener compasión? Cuando hayamos comprendido que ese hombre herido en el camino nos representa a cada uno de nosotros. Y entonces, el recuerdo de todas las veces que Jesús se detuvo para cuidar de nosotros nos hará más capaces de compasión.
Recemos, pues, para que podamos crecer en humanidad, de modo que nuestras relaciones sean más verdaderas y más ricas en compasión. Pidamos al Corazón de Cristo la gracia de tener cada vez más sus mismos sentimientos.
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Palabras del papa Francisco
(Ángeles, 10 de julio de 2022)
El Evangelio de la Liturgia de hoy narra la parábola del buen samaritano (cfr. Lc 10,25-37); todos la conocemos. Como telón de fondo, el camino que desciende desde Jerusalén hasta Jericó; a un lado, yace un hombre al que los ladrones han golpeado y robado. Un sacerdote que pasa lo ve pero no se detiene, sigue adelante; lo mismo hace un levita, esto es, un encargado del culto en el templo. «En cambio -dice el Evangelio-, un samaritano que viajaba por allí, al pasar junto a él, lo vio y tuvo compasión» (v. 33). No olvidemos estas palabras: “tuvo compasión”; es lo que siente Dios cada vez que nos ve en dificultad, en pecado, en una miseria: “tuvo compasión”. El evangelista desea precisar que el samaritano viajaba. Por tanto, aquel samaritano, a pesar de tener sus propios planes y de dirigirse a una meta lejana, no busca excusas y se deja interpelar por lo que sucede a lo largo del camino. Pensémoslo: ¿el Señor no nos enseña a comportarnos precisamente así? A mirar a lo lejos, a la meta final, poniendo al mismo tiempo mucha atención en los pasos que hay que dar, aquí y ahora, para llegar a ella.
Es significativo que los primeros cristianos fuesen llamados “discípulos del Camino” (cfr. At 9,2). El creyente, en efecto, se parece mucho al samaritano: como él, está de viaje, es un viandante. Sabe que no es una persona “que ha llegado”, y desea aprender todos los días siguiendo al Señor Jesús, que dijo: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida» (Jn 14, 6). Yo soy el Camino: el discípulo de Cristo camina siguiéndolo a Él, y así se hace “discípulo del Camino”. Va detrás del Señor, que no es sedentario sino que está siempre en camino: por el camino encuentra a las personas, cura a los enfermos, visita pueblos y ciudades. Así actuó el Señor, siempre en camino.
De este modo, el “discípulo del Camino” -es decir, nosotros los cristianos- ve que su modo de pensar y de obrar cambia gradualmente, haciéndose cada vez más conforme al del Maestro. Caminando sobre las huellas de Cristo, se convierte en viandante y aprende – como el samaritano – a ver y a tener compasión. Ve y siente compasión. Ante todo, ve: abre los ojos a la realidad, no está egoístamente encerrado en el círculo de sus propios pensamientos. En cambio, el sacerdote y el levita ven al desgraciado pero es como si no lo hubiesen visto, pasan de largo, miran a otro lado. El Evangelio nos educa a ver: guía a cada uno de nosotros a comprender rectamente la realidad, superando día tras día ideas preconcebidas y dogmatismos. Muchos creyentes se refugian en dogmatismos para defenderse de la realidad. Y, además, seguir a Jesús nos enseña a tener compasión: a fijarnos en los demás, sobre todo en quien sufre, en el más necesitado, y a intervenir como el samaritano: no pasar de largo sino detenerse.
Ante esta parábola evangélica puede suceder que culpabilicemos o nos culpabilicemos, que señalemos con el dedo a los demás comparándolos con el sacerdote y el levita: “¡Este y aquel pasan de largo, no se detienen!”; o que nos culpabilicemos a nosotros mismos enumerando nuestras faltas de atención al prójimo. Pero quisiera sugerir otro tipo de ejercicio. Cierto, cuando hemos sido indiferentes y nos hemos justificado, debemos reconocerlo; pero no nos detengamos ahí. Hemos de reconocerlo, es un error, pero pidamos al Señor que nos haga salir de nuestra indiferencia egoísta y que nos ponga en el Camino. Pidámosle que nos haga ver y tener compasión. Esta es una gracia, tenemos que pedirla al Señor: “Señor, que yo vea, que yo tenga compasión, como Tú me ves a mí y tienes compasión de mí”. Esta es la oración que os sugiero hoy: “Señor, que yo vea, que yo tenga compasión, como Tú me ves y tienes compasión de mí”. Que tengamos compasión de quienes encontramos en nuestro recorrido, sobre todo de quien sufre y está necesitado, para acercarnos y hacer lo que podamos para echar una mano.
A menudo, cuando me encuentro con algún cristiano o cristiana que viene a hablar de cosas espirituales, le pregunto si da limosna. “Sí”, me dice. -“Y, dime, ¿tú tocas la mano de la persona a la que das la moneda?” -“No, no, la dejo caer”. -¿Y tú miras a los ojos a esa persona? –“No, no se me ocurre”. Si tú das limosna sin tocar la realidad, sin mirar a los ojos de la persona necesitada, esa limosna es para ti, no para ella. Piensa en esto: “¿Yo toco las miserias, también esas miserias que ayudo? ¿Miro a los ojos a las personas que sufren, a las personas a las que ayudo?” Os dejo este pensamiento: ver y tener compasión.
Que la Virgen María nos acompañe en esta vía de crecimiento. Que Ella, que nos “muestra el Camino”, esto es, Jesús, nos ayude también a ser cada vez más “discípulos del Camino”.
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Palabras del papa Benedicto XVI
(Ángelus, 11 de julio de 2010)
El Evangelio de este domingo se abre con la pregunta que un doctor de la Ley plantea a Jesús: «Maestro, ¿qué he de hacer para tener en herencia la vida eterna?» (Lc 10, 25). Sabiéndole experto en Sagrada Escritura, el Señor invita a aquel hombre a dar él mismo la respuesta, que de hecho este formula perfectamente citando los dos mandamientos principales: amar a Dios con todo el corazón, con toda la mente y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo. Entonces, el doctor de la Ley, casi para justificarse, pregunta: «Y ¿quién es mi prójimo?» (Lc 10, 29). Esta vez, Jesús responde con la célebre parábola del «buen samaritano» (cf. Lc 10, 30-37), para indicar que nos corresponde a nosotros hacernos «prójimos» de cualquiera que tenga necesidad de ayuda. (…) Este relato del Evangelio ofrece el «criterio de medida», esto es, «la universalidad del amor que se dirige al necesitado encontrado “casualmente” (cf. Lc 10, 31), quienquiera que sea» (Deus caritas est, 25). Junto a esta regla universal, existe también una exigencia específicamente eclesial: que «en la Iglesia misma como familia, ninguno de sus miembros sufra por encontrarse en necesidad». El programa del cristiano, aprendido de la enseñanza de Jesús, es un «corazón que ve» dónde se necesita amor y actúa en consecuencia (cf. ib, 31).
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Catena Aurea
Beda
El Señor había dicho antes que sus nombres estaban escritos en el cielo; de donde, como creo, el doctor de la ley tomó ocasión de tentar al Señor. Por lo que se dice: «Y se levantó un doctor de la ley, y le dijo para tentarle», etc.
San Cirilo
Había ciertos charlatanes que recorrían todo el territorio de los judíos, acusando a Cristo y diciendo que llamaba inútil a la ley de Moisés al mismo tiempo que enseñaba doctrinas nuevas. Queriendo, pues, aquel doctor de la ley seducir a Jesús para que hablase algo en contra de la ley de Moisés, se presenta tentándole, llamándole maestro y no sufriendo ser enseñado. Y como el Señor acostumbraba a hablar de la vida eterna a todos los que venían a El, el doctor de la ley se servía de sus propias palabras; y como lo tienta con astucia, no oye otra cosa que lo que Moisés había enseñado. Por eso sigue: «Y El le dijo: ¿En la ley qué hay escrito? ¿Cómo lees?»
San Ambrosio
Era uno de aquellos que creían conocer la ley, y que poseen de ella la letra pero que ignoran el espíritu; por eso, con el texto mismo de la ley les prueba que la ignoran, demostrando que la ley anunció desde el principio al Padre, al Hijo y el misterio de la encarnación del Señor. Prosigue, pues: «Y El respondiendo dijo: Amarás al Señor tu Dios de todo tu corazón, y de toda tu alma, y de todas tus fuerzas, y de todo tu entendimiento».
San Basilio
En cuanto dice «con todo tu entendimiento», no admite división con las criaturas. Porque cualquier afecto que se invierta en las cosas ínfimas, ha de faltar necesariamente al todo. Así como cuanto se derrame de un vaso lleno de licor, tanto faltará a su plenitud; así en el alma, cuanto de su amor emanare para lo ilícito, tanto disminuye necesariamente en el amor que debe a Dios.
San Gregorio Niceno, lib. De hominis creat., cap. 8
Tres potencias se distinguen en el alma. Una es sólo aumentativa y nutritiva, la cual se halla también en las plantas; otra que siente y es común en la naturaleza a los animales irracionales; y otra que es la perfecta actividad del alma racional, que se observa en la naturaleza humana. Así, diciendo corazón, significó la sustancia corporal, esto es, la nutritiva; diciendo alma, designó la del medio o la sensibilidad, y diciendo mente, designó la naturaleza más elevada, esto es, la potencia inteligente y reflexiva.
Teofilato
Esto debe entenderse respecto de que todas las potencias del alma deben estar sometidas al amor divino, ardientemente y no con tibieza; por eso se añade: «Y con todas tus fuerzas».
San Máximo
Con este fin la ley nos habla de una triple dirección hacia Dios, para apartarnos de la triple tendencia del mundo hacia las pasiones, la gloria y la sensualidad; con las cuales también fue tentado Cristo.
San Basilio
Si alguno pregunta cómo puede adquirirse el amor divino, diremos que el amor divino no se aprende. No aprendemos de otro a alegrarnos de la presencia de la luz, ni a amar la vida, ni amar a nuestros padres, ni a nuestros amigos, ni mucho menos podemos aprender las reglas del amor divino. Sino que hay en nosotros cierto sentimiento íntimo, que tiene sus causas intrínsecas, que nos inclina a amar a Dios; y el que obedece a ese sentimiento, practica la doctrina de los divinos preceptos y llega a la perfección de la divina gracia. Amamos naturalmente el bien; amamos también a nuestros prójimos y parientes, y además damos espontáneamente a los bienhechores todo nuestro afecto. Si, pues, el Señor es bueno, y todos desean lo bueno, lo que se perfecciona por nuestra voluntad reside naturalmente en nosotros. A El, aunque no le conozcamos por su bondad, en el mero hecho de que procedemos de El, tenemos obligación de amarle sobre todo, como principio nuestro que es. Es también mayor bienhechor que todos los que se aman naturalmente. El primero y principal mandamiento es, por consiguiente, el del amor a Dios. El segundo, que completa al primero y es completado por él, nos manda amar al prójimo. Por esto sigue: «Y a tu prójimo como a ti mismo». Recibimos de Dios las fuerzas necesarias para cumplir este precepto; pues ¿quién no conoce que el hombre es un animal manso y comunicativo, no solitario ni silvestre? Nada hay tan conforme con nuestra naturaleza como el comunicarse con los demás, favorecerse mutuamente y amar a los parientes. El Señor, previniéndonos, nos ha infundido la semilla de todo esto y, por consecuencia, exige los frutos.
Crisóstomo, hom. 32 in 1 ad Cor
Tú considera, sin embargo, cómo pide con el mismo empeño el cumplimiento de uno y otro precepto; pues de Dios dice: «Con todo tu corazón»; del prójimo: «Como a ti mismo». Lo cual si se observase bien, no habría siervo, ni libre; ni vencedor, ni vencido (mejor aún, ni príncipe ni súbdito); ni rico, ni pobre; ni el diablo se hubiese conocido nunca. Con más facilidad resistirían las pajas el fuego, que el diablo los afectos de la caridad. Todo lo vence la constancia del amor.
San Gregorio, Moralium 19, 20
Cuando se dice: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo», ¿cómo puede ser compasivo con otro, el que viviendo injustamente es implacable para sí?
Crisóstomo
Cuando el doctor de la ley respondió lo que en ella se contenía, Cristo, para quien todo es conocido, le rompió las redes de su malicia; porque sigue: «Y El le dijo: Bien has respondido: haz eso, y vivirás».
Orígenes
De todo esto se deduce indudablemente que la vida que se predica según Dios, Creador del mundo, y según las antiguas Escrituras, dadas por El, es la vida eterna. El Señor lo atestigua tomando del Deuteronomio aquellas palabras: «Amarás al Señor tu Dios» ( Dt 6,4), y del Levítico: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» ( Lev 19,18). Esto se ha dicho contra los sectarios de Valentino, Basílides y Marción; porque ¿qué otra cosa quiso que hiciésemos para conseguir la vida eterna, sino lo que contienen la Ley y los Profetas?
San Cirilo
Alabado el doctor de la ley por el Salvador, porque había respondido bien, se llenó de soberbia, no creyendo que habría alguien que pudiera ser su prójimo; como si no hubiese quien pudiera compararse con él en justicia. Por esto dice: «Mas él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Jesús: ¿Y quién es mi prójimo?». Le asediaban, por decirlo así, alternativamente los vicios. Después de la falacia con que había preguntado, tentando, cae en la arrogancia. Al preguntar: «¿Quién es mi prójimo?», ya se muestra vacío del amor del prójimo; y por consecuencia se muestra vacío del amor divino, porque no amando al hermano, a quien ve, no puede amar a Dios, a quien no se ve ( 1Jn 4,20).
San Ambrosio
Respondió también que no conocía a su prójimo, porque no creía en Cristo; y quien no conoce a Cristo, desconoce la ley, porque ignorando la verdad, ¿cómo puede conocer la ley que anuncia la verdad?
Teofilato
El Salvador no determina el prójimo por las acciones o por las dignidades, sino por la naturaleza. Como si dijese: No creas que, aunque seas justo, no tienes prójimo. Todos los que tienen la misma naturaleza que tú, son tus prójimos. Hazte tú, pues, prójimo de ellos (no por el lugar, sino por el afecto), y cuídalos. Y a este fin adujo el ejemplo del samaritano. Por esto sigue: «Y Jesús, tomando la palabra dijo: Un hombre bajaba», etc.
Griego
Empleó bien la palabra del género, porque no dijo: «Bajaba un cierto», sino, «un hombre», porque se refería a toda la humanidad.
San Agustín, De quaest. Evang. 2, 19
Este hombre representa a Adán y a todo el género humano. Jerusalén, ciudad de la paz, representa la Jerusalén celestial, de cuya felicidad había caído. Jericó quiere decir luna, y significa nuestra mortalidad, porque nace, crece, envejece y muere.
San Agustín, Hypognosticon lib. 3
O Jerusalén, que se interpreta visión de la paz, representa el paraíso; porque antes que el hombre pecara, estaba en la visión de la paz, esto es, en el paraíso. Todo lo que veía era paz y alegría; pero bajó de allí (como humillado y abatido por el pecado) hacia Jericó, esto es, al mundo, en donde todo lo que nace, desaparece como la luna.
Teofilato
No dice que bajó, sino que bajaba, porque la naturaleza humana siempre tendía a descender; y no en parte, sino con todo lo pasible de la vida.
San Basilio ex illius Ethicis
Para comprender esto conviene examinar los lugares. Jericó está situado en los valles de la Palestina, mientras Jerusalén lo está en la altura, ocupando la cumbre del monte. Bajaba, pues, el hombre de las alturas al valle, cuando fue cogido por los ladrones que habitaban el desierto. De donde sigue: «Y dio en manos de los ladrones».
Crisóstomo
En primer lugar debemos deplorar la desgracia de este hombre, que, solo e indefenso, cae en manos de los ladrones, y que, despreocupado e incauto, eligiera aquel camino, donde no podía evadir las manos de los ladrones; pues no podía ahuyentar el inerme a los armados, el imprevisor a los malvados, el incauto a los bandidos. Tanto más, cuanto que la malicia siempre está armada de engaños, cercada de crueldad, fortificada de artificios y dispuesta a la perversidad de hacer daño.
San Ambrosio
¿Quiénes son esos ladrones sino los ángeles de la noche y de las tinieblas, en manos de los que no hubiera caído, de no exponerse a su encuentro, apartándose de los mandamientos celestes?
Crisóstomo
Al principio, pues, del mundo, empleó el demonio su astucia en tentar al hombre, contra quien ejerció el virus del engaño e hizo el blanco de su malicia.
San Agustín, ut sup
Cayó, pues, en poder de los ladrones, esto es, del diablo y sus ángeles, que por la desobediencia del primer hombre despojaron al género humano del ornato de la inocencia; y le hirieron, incapacitándolo para el buen uso de su libre albedrío. Por esto sigue: «Los cuales le despojaron, y, después de haberle herido, se fueron». Le hicieron una llaga, induciéndole al pecado; y a nosotros más, porque al pecado que hemos contraído añadimos muchos pecados.
San Agustín, De quaest. Evang., lib. 2, q. 19
O despojaron al hombre de la inmortalidad; y, cubriéndolo de llagas (inclinándolo al pecado), lo dejaron medio muerto, porque por la parte que puede entender y conocer a Dios es hombre vivo; mas por la parte que sucumbe y es oprimido por el pecado es hombre muerto; y esto es lo que se añade: «Dejándole medio muerto».
San Agustín, Hypognosticon lib. 3
Estaba medio muerto el movimiento vital (esto es, el libre albedrío), herido el cual no era suficiente para volver a la vida eterna que había perdido. Por esto se encontraba tendido, porque no le bastaban sus propias fuerzas para levantarse, sino que necesitaba un médico para sanar (esto es, a Dios).
Teofilato
O se dice medio muerto el hombre después del pecado, porque su alma es inmortal, pero su cuerpo mortal; de modo que la mitad del hombre sucumbe a la muerte. O porque la naturaleza humana esperaba conseguir la salvación en Cristo, y así no morir enteramente. O porque la muerte, que había entrado en el mundo por el pecado de Adán, debía ser vencida por la redención de Cristo.
San Ambrosio
O nos despojan de los vestidos de la gracia espiritual, que hemos recibido, y después nos hieren; porque, si guardamos íntegros los vestidos que hemos recibido, no podremos sentir las llagas de los ladrones.
San Basilio
Puede entenderse también que le robaron después de haberlo herido. Las heridas siempre se hacen antes del despojo, para que conozcamos que el pecado precede siempre a la pérdida de la gracia.
Beda
Los pecados se llaman heridas, porque por ellos se destruye la integridad de la naturaleza humana. Se marcharon, no cesando de poner acechanzas, sino ocultando el fraude de sus insidias.
Crisóstomo
Este hombre, a saber, Adán, estaba tendido sin auxilio saludable, traspasado por las heridas de sus pecados, a quien ni el sacerdote Aarón, pasando, pudo socorrer con el sacrificio. Pues sigue: «Y aconteció que pasaba por el mismo camino un sacerdote, y cuando le vio, pasó de largo», etc. Ni aun su hermano, que era levita, pudo curarle por medio de la ley. Por esto sigue: «Y así mismo, un levita, llegando cerca de aquel lugar, y viéndole, también pasó de largo».
San Agustín, ut sup
En el sacerdote y en el levita se representan los dos tiempos, el de la Ley y el de los Profetas; en el sacerdote la ley, por la cual se instituyeron el sacerdocio y los sacrificios; en el levita los vaticinios de los profetas, en cuyo tiempo no pudo curarse la humanidad, porque la ley daba a conocer los pecados, pero no los perdonaba.
Teofilato
Dice: «Pasó», porque la ley vino y duró hasta el tiempo ya marcado; y no pudiéndole curar pasó. Nótese también que la ley no había sido dada en la previsión de que curase al hombre, porque al principio el hombre no podía recibir el misterio de Cristo; por eso dice: «Aconteció, pues, que cierto sacerdote», como acostumbramos a decir de aquellas cosas que no se hacen premeditadamente.
San Agustín, De Verbo Dom., serm. 37
O porque el hombre, que bajaba de Jerusalén a Jericó, era israelita; y entonces puede entenderse que el sacerdote que pasó cerca de él era su prójimo por la raza y que el levita que le despreció era también de su raza.
Teofilato
Acaso el primer pensamiento de ellos fue de compasión, pero después, vencidos por la dureza, retrocedieron; esto significa lo que dijo: «Pasó de largo».
San Agustín ut sup
Pero un samaritano, lejano por la raza, próximo por la misericordia, hizo lo que sigue: «Mas un samaritano, que iba su camino, llegó a él», etc. Nuestro Señor Jesucristo quiso ser representado por ese samaritano. En efecto, samaritano quiere decir guarda, y de El se dice: «No dormitará ni dormirá el que guarda a Israel» ( Sal 120,4), porque resucitando de entre los muertos ya no muere ( Rom 6,9). Finalmente, cuando se le dijo: «Porque samaritano eres, y tienes demonio» ( Jn 8,48); negó que tuviese demonio, puesto que expulsaba a los demonios; pero no negó que era el guarda del enfermo.
Griego
Cristo se llama aquí samaritano oportunamente; porque hablando a un legista, que se enorgullecía con la ley, quiso manifestar que ni el sacerdote, ni el levita, ni los que vivían en la ley, cumplían las prescripciones de la misma, pero que El vino a consumarlas.
San Ambrosio
Este samaritano también bajaba: «¿Quién es, pues, el que baja del cielo y que sube al cielo, sino el Hijo de Dios que está en el cielo?» ( Jn 3,13).
Teofilato
Dice «yendo de camino», como para especificar que había venido a curarnos.
San Agustín Hypognosticon lib. 3
Vino en semejanza de carne de pecado ( Rom 8,3), por tanto cerca de él, para semejarse a él.
Griego
O vino junto al camino, porque fue verdaderamente viador, no desviador, bajando a la tierra para nuestro bien.
San Ambrosio
Viniendo, pues, se hizo nuestro prójimo, tomando nuestra naturaleza; y nuestro vecino, por el don de la misericordia. De donde sigue: «Y cuando le vio se movió a compasión», etc.
San Agustín ut sup
Viéndole tendido, sin fuerzas y sin movimientos, se movió a compasión. No halló mérito alguno en él, que le hiciese digno de ser curado; pero él condenó el pecado en la carne del pecado; por esto sigue: «Y acercándose, le vendó las heridas, echando en ellas aceite», etc.
San Agustín de verb. Dom. serm 37
¿Qué cosa más distante, ni más apartada que Dios de los hombres, el inmortal del mortal, el justo de los pecadores, no lejos no por el espacio, sino por la desemejanza? Como tenía en sí dos bienes (la justicia y la inmortalidad), y nosotros dos males (la injusticia y la mortalidad), si hubiese tomado dos males, sería nuestro igual, y hubiera tenido necesidad de libertador para nosotros. Para ser, pues, no lo que nosotros, sino estar cerca de nosotros, no se hizo pecador como nosotros, sino que se hizo mortal como nosotros; tomando sobre sí la pena, no la culpa, y borrando la pena y la culpa.
San Agustín, de quaest. evang. 2, 19
El vendaje de las heridas representa la represión de los pecadores; el óleo es el consuelo de la buena esperanza, dada por el perdón para la reconciliación de la paz; el vino es exhortación para obrar fervientemente en el Espíritu.
San Ambrosio
O liga nuestras heridas con una ley más austera; así como con el óleo reanima, perdonando el pecado, y con el vino excita el arrepentimiento, anunciando el juicio.
San Gregorio, 20, Moral., cap. 8 super Job 29, 25
O el vino es el rigor de su justicia y el óleo la dulzura de la misericordia. El vino baña las llagas corrompidas, el óleo reanima las que deben curarse. Debe, pues, mezclarse la dulzura con la severidad y temperar la una con la otra, para que no se llenen de úlceras los súbditos con la excesiva aspereza, ni se relajen con la excesiva benignidad.
Teofilato
O de otro modo: El óleo representa su naturaleza humana y el vino su naturaleza divina, la cual sola nadie podría soportar; por eso obró ciertas cosas como hombre y otras como Dios, y derramó el óleo y el vino, salvándonos con su humanidad y divinidad.
Crisóstomo
También derramó el vino (esto es, la sangre de su pasión), y el óleo (esto es, la unción del crisma), para que se nos diese el perdón por medio de su sangre y se confiriese la santificación por medio de la unción del crisma. El Médico celestial liga las heridas abiertas, que reteniendo en sí mismas la medicina, por sus efectos saludables se restituyen a su salud primera. Derramado que hubo el vino y el óleo, lo colocó sobre un jumento; por ello sigue: «Y poniéndole sobre su jumento», etc.
San Agustín, De quaest. Evang., lib. 2, cap. 19
Su jumento es la carne en la que se dignó venir a nosotros. Ser puesto sobre el jumento es creer en la encarnación de Cristo.
San Ambrosio
O nos pone sobre la bestia, cargando con nuestros pecados y sufriendo por nosotros ( Is 53); porque el hombre se había hecho semejante a la bestia ( Sal 48). Nos puso sobre su jumento a fin de que no seamos ya como el caballo o el mulo ( Sal 31); y así, por la asunción de nuestro cuerpo, destruyó la enfermedad de nuestra carne.
Teofilato
También puede entenderse que nos colocó sobre su bestia, esto es, sobre su cuerpo, porque nos hizo miembros suyos y participantes de su cuerpo. La ley no admitía a todos, porque se dice: «Los mohabitas y ammonitas no entrarán en la Iglesia de Dios» ( Dt 23,3); mas ahora todo el que teme a Dios en toda nación es recibido por El, queriendo creer y formar parte de la Iglesia; por esto dice que lo llevó a un hospedaje.
Crisóstomo
La Iglesia es un hospedaje, colocado en el camino de la vida, que recibe a todos los que vienen a ella, cansados del viaje o cargados con los sacos de sus culpas, en donde, dejando la carga de los pecados, el viajero fatigado descansa, y, después que ha descansado, se repone con saludable alimento. Y esto es lo que dice con aquellas palabras: «Y tuvo cuidado de él». Todo lo que es contrario, perjudicial y malo está fuera, mientras que dentro del hospedaje se halla el descanso completo y toda salubridad.
Beda
Y se díce bien que puesto sobre el jumento lo llevó al hospedaje, porque ninguno entrará en la Iglesia si no se une al cuerpo de Cristo por medio del santo Bautismo.
San Ambrosio
Mas como este samaritano no podía permanecer mucho en la tierra, debía volver al lugar de donde había bajado. Por eso sigue: «Y al día siguiente sacó dos denarios», etc. ¿Cuál es este día siguiente, sino acaso el de la resurrección del Señor, del que se ha dicho: «Este es el día que hizo el Señor» ( Sal 117,24)? Los dos denarios representan los dos Testamentos, que llevan impresa en sí la imagen del Rey inmortal, con cuyo precio se curan nuestras heridas.
San Agustín, de quaest. evang. 2, 19
Los dos denarios también representan los dos preceptos de caridad que recibieron los apóstoles del Espíritu Santo para predicar la promesa de la vida presente y de la futura.
Orígenes in Lucam hom. 34
Los dos denarios me parece que son el conocimiento del misterio por el que el Padre está en el Hijo y el Hijo en el Padre; conocimiento que el ángel de la Iglesia recibe como recompensa para que cure con todo celo al hombre que se le ha confiado, a quien El había curado también algún tiempo. Y se promete pagarle inmediatamente todo lo que gastare en su curación; por lo que sigue: «Y cuanto gastares de más, yo te lo daré cuando vuelva».
San Agustín ut sup
El hospedero fue el apóstol que gastó de más, ya sea por aquel consejo que da: «En cuanto a las vírgenes, no tengo mandamiento del Señor: mas doy consejo» ( 1Cor 7,25); o porque también trabajó con sus manos para no gravar a alguno de los enfermos con la nueva del Evangelio (1 Tes 2,9), aunque le era lícito vivir del Evangelio (1Cor 9,14). Los apóstoles gastaron también mucho de más, y en el transcurso del tiempo los doctores (que expusieron el Antiguo y Nuevo Testamento) por lo cual recibirán retribución.
San Ambrosio
Bienaventurado, pues, el hospedero, que puede curar las heridas de otro. Bienaventurado aquél a quien dice Jesús: «Y cuanto gastares de más, yo te lo daré cuando vuelva». Pero ¿cuándo volverás, Señor, sino en el día del juicio? Porque aunque estás siempre en todas partes, y aun cuando estando entre nosotros no te vemos, llegará tiempo en que toda carne te verá volver. Entonces darás lo que debes a los bienaventurados de quienes eres deudor. ¡Ojalá que nosotros seamos buenos deudores, que podamos pagar lo que hemos recibido!
San Cirilo
Una vez dicho esto, pregunta el Señor al doctor de la ley: «¿Cuál de estos tres te parece que fue el prójimo de este hombre que cayó en manos de los ladrones?». Y el doctor le respondió: «El que usó misericordia con él». Ni el sacerdote ni el levita se hicieron prójimos del paciente, sino aquel que se compadeció de él. Es inútil la dignidad del sacerdocio y el conocimiento de la ley, si no se confirma con las buenas obras; por esto sigue: «Pues ve, le dijo entonces Jesús, y haz tú lo mismo», etc.
Crisóstomo in eaden ex hom. ad hebraeo homil 10
Como diciendo: Si ves alguno abatido, no digas: «Es un necio», sino que, sea gentil o judío, si necesita auxilio, no caviles; tiene derecho a tu favor, cualquiera que sea el daño que le haya sobrevenido.
San Agustín de doctr.christ. 1, 30
Vemos por esto que el prójimo es aquel a quien debemos prestar asistencia y misericordia, si la necesita, o a quien la deberíamos prestar si la necesitase. De lo cual se deduce que aquel de quien debemos recibirla es también nuestro prójimo; pues la palabra prójimo es relativa, y ninguno es prójimo sin reciprocidad. Pero ¿quién no ve que a nadie debe negarse el oficio de caridad, cuando dice el Señor: «Haced bien a los que os aborrecen» ( Mt 5,44)? Además, es manifiesto que este precepto de amar al prójimo se extiende hasta los santos ángeles, que nos dispensan tantos beneficios de caridad. También el mismo Señor quiso llamarse nuestro prójimo, dando a entender que fue El quien ayudó al que estaba medio muerto tendido en el camino.
San Ambrosio
No es el parentesco el que hace el prójimo, sino la misericordia, porque la misericordia es según la naturaleza; y nada hay tan en armonía con la naturaleza, como favorecer a un consorte de naturaleza.
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[1] SB, n.297.
[2] PAOLI, A., Creando fraternidad, Sígueme, Salamanca 1984, p.27.
[3] Ángelus, 10 de julio de 2022.
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