«Nuestro Dios es fuego devorador» (Hb 12,29)

En el evangelio de la misa de hoy, 26 de octubre, según san Lucas 12,49-53, Jesús nos dice lo que supone experimentar la vida de Dios en nosotros, el estar bajo la acción de la abrasadora gracia divina. “Vine a traer fuego a la tierra, ¡y cuánto deseo ya que arda!” (Lc  12,49).

Lectura del santo evangelio según san Lucas (12,49-53):

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla.¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»

 

La fe deribada del Evangelio es incompatible con la tibieza, como posturas acomodadas; creer en el Dios cristiano supone pasión, el deseo ardiente de santificación, de unión con Dios. Todo lo que se oponga a esto queda arrasado por ese devorador fuego divino. Así, pues, un cristiano se convierte en signo de contradicción en medio de un mundo en falsa paz, indiferente, inerte, mundanizado; de modo que es normal, o mejor, una exigencia que surja una fricción entre los contrarios (a veces incluso gentre cercana): lo santo y su negación.

Todos los santos han experimentado ese fuego divino, y algunos lo han mencinado:

 “¡Oh fuego santo, qué dulcemente ardes, qué secretamente luces, qué deseablemente abrasas!” (San Agustín, Soliloquios, c. 34).

«¡Oh llama de amor viva,

que tiernamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!» (San Juan de la Cruz).

Una experiencia de gracia divina de los hermanos pastorcillos de Fatima: Jacinta exclamaba: “Me gusta mucho decirle a Jesús que lo amo. Cuando se lo digo muchas veces, parece que tengo un fuego en el pecho, pero no me quema”. Y Francisco decía: “Lo que más me ha gustado de todo, fue ver a Nuestro Señor en aquella luz que Nuestra Madre puso en nuestro pecho. Quiero muchísimo a Dios”. (Memórias da Irmā Lúcia, I, 40 e 127).

 

El mundo hoy día como nunca necesita de personas ardientes de fe y santidad, de verdaderos contemplativos, almas de Dios, profetas, personas abrazados por el fuego del Espíritu Santo, repletos de fe, entregados a la voluntad de Dios, como brasas ardientes hasta consumirse en el amor de divino.

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Palabras del papa Francisco

(Ángelus, 18 agosto 2013)

La Palabra de Dios de este domingo contiene una palabra de Jesús que nos pone en crisis, y que se ha de explicar, porque de otro modo puede generar malentendidos. Jesús dice a los discípulos: «¿Pensáis que he venido a traer paz a la tierra? No, sino división» (Lc 12, 51). ¿Qué significa esto? Significa que la fe no es una cosa decorativa, ornamental; vivir la fe no es decorar la vida con un poco de religión, como si fuese un pastel que se lo decora con nata. No, la fe no es esto. La fe comporta elegir a Dios como criterio- base de la vida, y Dios no es vacío, Dios no es neutro, Dios es siempre positivo, Dio es amor, y el amor es positivo. Después de que Jesús vino al mundo no se puede actuar como si no conociéramos a Dios. Como si fuese una cosa abstracta, vacía, de referencia puramente nominal; no, Dios tiene un rostro concreto, tiene un nombre: Dios es misericordia, Dios es fidelidad, es vida que se dona a todos nosotros. Por esto Jesús dice: he venido a traer división; no es que Jesús quiera dividir a los hombres entre sí, al contrario: Jesús es nuestra paz, nuestra reconciliación. Pero esta paz no es la paz de los sepulcros, no es neutralidad, Jesús no trae neutralidad, esta paz no es una componenda a cualquier precio. Seguir a Jesús comporta renunciar al mal, al egoísmo y elegir el bien, la verdad, la justicia, incluso cuando esto requiere sacrificio y renuncia a los propios intereses. Y esto sí, divide; lo sabemos, divide incluso las relaciones más cercanas. Pero atención: no es Jesús quien divide. Él pone el criterio: vivir para sí mismos, o vivir para Dios y para los demás; hacerse servir, o servir; obedecer al propio yo, u obedecer a Dios. He aquí en qué sentido Jesús es «signo de contradicción» (Lc 2, 34).

Por lo tanto, esta palabra del Evangelio no autoriza, de hecho, el uso de la fuerza para difundir la fe. Es precisamente lo contrario: la verdadera fuerza del cristiano es la fuerza de la verdad y del amor, que comporta renunciar a toda violencia. ¡Fe y violencia son incompatibles! ¡Fe y violencia son incompatibles! En cambio, fe y fortaleza van juntas. El cristiano no es violento, pero es fuerte. ¿Con qué fortaleza? La de la mansedumbre, la fuerza de la mansedumbre, la fuerza del amor.

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