La acción anónima del Espíritu Santo en todos

Dios está presente en todos los seres humanos; aunque hay graduaciones. Y actúa en ellos con mayor o menor intensidad. A nadie deja huérfano de su asistencia paternal; «pertenezca o no» a la Iglesia.

En la misa de ayer domingo y en la de hoy lunes el evangelio de san Lucas 9,46-50, dice en su segunda parte, vv. 49-50:

Juan tomó la palabra y dijo: «Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre y, como no es de los nuestros, se lo hemos querido impedir.»
Jesús le respondió: «No se lo impidáis; el que no está contra vosotros está a favor vuestro.»

El Espíritu actúa fuera de las “fronteras” de la Iglesia o de las Iglesias oficiales: en las Iglesias separadas de Roma desde luego que si, pero también fuera de ellas. Recuerdo esta frase acertada del ortodoxo Paul Evdokimov: “Sabemos dónde está la Iglesia, pero no nos es dado emitir un juicio y decir donde no está”. Como dice Congar, existen “venidas del Espíritu sin descifrar, no reveladas”.[1]

La presencia y acción del Espíritu divino no se restringe a un marco o lugar concreto, ni a una institución, colectivo, etc., nadie acapara ni tiene en exclusividad la «conexión» con Dios; Él se comunica en tiempo y espacio, no conoce límites y a todos los humanos llegan la noticias de  su Ser.

El Espíritu de Dios habita en el ser humano, somos templos suyo y la conciencia es el recinto sagrado donde resuena su voz. El nos sostiene y asiste anónimamente, silenciosa y discretamente, dejando margen para la autonomía humana, dignidad de la libertad con la que nos ha creado. Su presencia se traduce en imperceptibles movimientos del corazón, buenos movimientos secretos que inconscientemente brotan, inclinando la voluntad obrar bien y amar.

Decía santo Tomás que por naturaleza todo ser humano es bueno. Hemos salido de las manos de Dios, que hace todo bien: «Y Dios vio que todo era bueno» (Gen 1,12). Aunque por el pecado original se de la tentación, la concupiscencia o inclinación a quebrantar por egoísmo el orden propio creado según la naturaleza humana dada a imagen de la divina, hay una inocencia primigenia que se ve contaminada por la pecaminosidad acumulada que pervierte aquella. Pero Dios no se aleja ni abandona la impronta de su Ser en los seres humanos, aunque se imagen se entibie por los pecados, no desparece de ninguno.

“El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu” (Rm 8,16), para potenciarnos hacer el bien y a amar, a ejercer la misericordia, el servicio a los más necesitados, en pos de una comunión de todos como hermanos sin distinción de raza, clase, ideología o cualquier distinción. Todo (espíritu) el que obra según esta voluntad (del Espíritu) obra en pro del Reino de Dios, lo edifica aunque sea anónimamente por su parte, y cabe decir, según Jesucristo que, invita a no obstaculizar a quien trabaja por el bien, porque contribuye a realizar el proyecto de Dios: «No se lo impidáis; el que no está contra vosotros está a favor vuestro.» (Lc 9,46-50).  

Los que nos decimos cristianos y pertenecemos a la Iglesia de Cristo, somos los próximos al Señor, ¡y es maravilloso!, y tenemos el plus sobrenatural de gracia santificante de esta unidos a la Vid vivificante de los sarmientos; pero no debemos patrimonializar la Verdad y el Camino.  La Iglesia no tiene que replegarse sobre sí, sino estar abierta y ser acogedora de todos; en ella cabe la Humanidad entera.

Quien lo desee puede leer también el artículo: «Santos anónimos«

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[1] FERMET, A., El espíritu Santo en nuestra vida, ed. Sal Térrea, Santander, 1985, p.89.

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