San Juan de la Cruz, datos de sus vida

Sucesos y cosas curiosas e interesantes de San Juan de la Cruz, que revelan su personalidad y santidad

 

San Juan de la Cruz era de cuerpo menudo, de tal forma que cuando lo vio Santa Teresa junto con otro fraile para emprender la reforma del Carmelo, dijo: “Ayúdenme, hijas, a dar gracias a Dios Nuestro Señor, que ya tenemos fraile y medio para comenzar la reforma de los religiosos” .

Tras nueve meses preso de la Inquisición:

No le queda a fray Juan el menor resentimiento en el corazón. Le duelen, sin duda, la dureza y la incomprensión de sus hermanos. Pero los excusa. El carcelero, testigo de sus amarguras de alma y de cuerpo, no le oye una queja. Y más tarde, cuando libre ya de su cruel encerramiento, relate fray Juan los episodios de los nueve meses de cárcel, nadie le oirá un apalabra contra sus perseguidores; hasta los defiende, diciendo que “lo hacían por entender acertaban”.

Tras ser elegido prior y consiliario general:

A pesar de su oficio y calidad de prelado, fray Juan de la Cruz ha elegido para sí la celda más pobre y estrecha del convento. Es un cuarto viejo del noviciado. Es un cuartito viejo del noviciado. La ha preferido a otras de nueva construcción que hay en una de las recientes aplicaciones hechas en la casa. En la celdilla no hay, aparte de la pobre tarima en que duerme, más que una cruz de palo, una estampa de Nuestra Señora, una Biblia y el breviario. Es todo su ajuar.

No le importa humillarse cuando ve que con ello va a ganar al súbdito rebelde o encolerizado. Un día reprende a un religioso mozo, ya sacerdote. Está presente el padre Jerónimo de la Cruz. El reprendido se encoleriza, responde agriamente al Prior y le dice que es un ignorante. Fray Juan se quita humildemente la capilla, se postra, pone la boca en el suelo y permanece así hasta que el exaltado jovenzuelo deja de hablar. Cuando el Prior se levanta del suelo y besa su escapulario, diciendo: “Sea por amor de Dios”, el religioso está ya confuso, avergonzado y arrepentido.

Tiene la delicadeza de consultar y pedir parecer a sus religiosos; que no es porfiado ni arrimado a su propio parecer y juicio; que no le han visto nunca airado, enojado ni apasionado; que es el primero en los más humildes oficios; servir a la mesa, barrer, fregar, limpieza de excusados; que mientras a ellos les regala cuanto puede, él se priva de la comida y se ejercita en todo género de mortificaciones -comida a pan y agua de rodillas en medio del refectorio, largo rato con los brazos en cruz, besar los pies al terminar la comida o ponerse sin capilla a la puerta del refectorio para que los que salen le abofeteen el rostro-.

Juan Evangelista le sorprende absorto, con los brazos en cruz, haciendo oración debajo de los árboles. Tan absorto está, que no advierte la presencia de su secretario, por más que éste hace para distraerle.  (…) En vano le tira del hábito para hacerle volver en sí, sacándole de su embeleso. Fray Juan continúa inmóvil y su secretario se queda al pie en espera de que pase aquel arrobamiento, que a veces dura hasta la madrugada. Cuando el Santo se recobra y ve al padre Evangelista a su lado, le dice con extrañeza: “¿Qué hace aquí?”, o “¿A qué ha venido?” El efecto de la oración le dura todo el día. El hermano Bernabé de Jesús observa en una ocasión que el padre Prior, mientras pasea por el claustro hablando con un seglar, se da en la pared con los nudillos de las manos para poder atender a lo que tratan. Tanto y tantas veces se golpea, que tiene los artejos descalabrados.

Suceden algunos casos extraordinarios, que completan la veneración de las monjas por su confesor. Están convencidas de que penetra la interioridades de los espíritus; saben que Dios le revela el estado de sus almas.

El Reformador se puso a decir misa, que oyen todas las monjas. Estando fray Juan en el altar, la madre nana advierte un resplandor misterioso que sale del sagrario y envuelve al celebrante. La luz aumenta en intensidad a medida que adelanta al santo sacrificio. En el momento de la comunión observa la priora que el rostro de fray Juan resplandece, mientras sus ojos destilan “unas lágrimas muy serenas”.

Toda su ilusión es promover el perfeccionamiento espiritual de sus hijas. Se lo conocen ellas hasta sin hablar. Sólo con mirarle echan de ver que “trae el corazón suspenso en Dios”. Parece que todas sus preocupaciones de prior y consiliario general las deja abajo. Hasta se le olvida qué ha comido. Las monjas se lo preguntan intencionadamente, y él, esforzándose por recordarlo, dice: “Esperen; ahora; esperen…”, y tiene que dejarlo por imposible. A veces, como si le tiraran constantemente hacia el interior, pierde el hilo de lo que está tratando, y dice a la madre priora, María de la Encarnación: “Dígame en qué estábamos hablando”. En cambio, cuando en las conversaciones, que ordinariamente son sobre Dios, que mezclan asuntos temporales, solucionados en pocas palabras, la ataja rápidamente, diciendo a la priora: “Dejemos esas baratijas y hablemos de Dios”. 

En ocasiones necesita usar de toda su paciencia y de su sabiduría mística. Mariana de la Cruz es un espíritu intuitivo. No puede discurrir en la oración y se desanima, resuelta a abandonarla, porque lo cree tiempo perdido. Comunica el caso con el padre Juan, que la entiende en seguida: no puede meditar porque es de natural poco discursivo. Su oración ha de ser la quietud sencilla en fe. Y comienza a adoctrinarla en este ejercicio. Mariana sigue luchando; le parece que no hace nada de provecho: no siente la divina influencia. Pero no importa; fray Juan insiste; hay que mantenerse así hasta que el paladar espiritual, destemplado aún, recobre el saboreo de esa noticia sencilla, casi imperceptible.

Isabel, apellidada de Cristo, se acusa un día de sentir demasiado algunas cosas. “Hija -le dice fray Juan-, trague esos bocados amargos, que cuanto más amargos fueren para ella, son más dulces para Dios”.

Isabel de Santo Domingo, gran mujer, predilecta de la madre Teresa y priora muchas veces de Segovia, se decide a poner a fray Juan en guardia con relación a una persona, para que no se deje engañar de ella en cosas de espíritu. “No sea de esa manera -le replica el Santo- ni tenga malos pensamientos, que perderá la pureza del corazón. Más vale que se deje engañar”.

Aluden a lo mal que se han portado con él los capitulares. Pero fray Juan corta rápidamente: “En eso no se hable”, le dice. Y no consiente el menor comentario a lo ocurrido.

Olor parecido al almizcle. (…) Olor delicioso tienen las vendas, hilas y paños con que le curan, y quedan empapados en materia. Lo han notado todos. Lo experimentan especialmente doña María de Molina y sus dos hijas Catalina e Inés de Salazar, que son las que se han encargado de lavarlos. (…) más que paños empapados en pus, están manoseando rosas.

Estas líneas han sido tomadas del libro: JESUS DE, CR., Vida de san Juan de la Cruz; en Vida y obras completas de san Juan de la Cruz, BAC, Madrid, 1964.