Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad.

Y es porque Dios existe. Resulta maravilloso que —por Él y solo por Él— lo pobre, lo despreciable, lo pequeño, lo débil, lo inútil, lo descartable, etc., a los ojos del mundo…, del mundo prepotente, supremacista, orgulloso, soberbio, etc., venga a ser calificado de bienaventurado. Sólo Dios puede desafiar la contradicción: puede crear fuerza, donde hay debilidad; victoria donde hay derrota; alegría, donde tristeza; esperanza, donde todo la niega.

En la misa de hoy, 24 de junio, se lee la primera lectura (Cor 12,1-10), de la que extraemos las siguientes líneas tan bellas de san Pablo de su carta a los Corintios (12,7b-10):

 Para que no tenga soberbia, me han metido una espina en la carne: un ángel de Satanás que me apalea, para que no sea soberbio. Tres veces he pedido al Señor verme libre de él; y me ha respondido: «Te basta mi gracia; la fuerza se realiza en la debilidad.» Por eso, muy a gusto presumo de mis debilidades, porque así residirá en mí la fuerza de Cristo. Por eso, vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte.

 Esta aparente contradicción resulta fascinante. Algo irreal, que se cumple; y es así porque Dios existe. Por eso es que —tal vez— tenemos fe, porque el enunciado se revela ante nosotros como una «verdad» que tiene tirón en nuestro corazón, que causa un cierto estupor, es decir, que conmueve al alma sensible, y dentro de nosotros se produce un secreto asentamiento, que produce alegría sobrenatural. Aquí nos encontramos con una verdad de espiritualidad proclamada por Cristo: si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de Dios. Es decir, de estar en la dinámica del reinado de Dios, bajo la influencia de su Espíritu, que desde que nos creó con su soplo, sigue soplando y manteniéndonos con su aliento.

Es la actitud del niño, que carece de todo sentimiento de suficiencia y que necesita constantemente de sus padres, la que posibilita el que Dios amorosamente intervenga. El niño no presume de su fuerza, sabe que es débil, y es paradójicamente, en esa debilidad donde radica su fuerza, donada.

En la teología espiritual se sabe, como principio, que es justamente que las almas adelantan en su camino no a pesar de su flaqueza, sino a causa de su flaqueza reconocida, aceptada y amada, asumida ya como un argumento para apelar constante a quien es fuerte y viene en auxilio. La gracia de Dios viene en socorro de nuestra debilidad.

La santidad no está en tal o cual práctica piadosa; consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños en los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre” (Santa Teresa de Lisieux).

De todo ello se desprende que en este mundo tan hostil a la fe, mundano, tan lleno de zancadillas para hacernos caer por el demonio, tan frágiles y llenos de limitaciones como somos, por nuestra carne, tan tendentes a pecar…, no podemos andar de por libre, orgullosos, creyéndonos fuertes, sin echar mano a la oración, a la vida sacramental, a llevar una vida virtuosa… y a estar en disposición del Espíritu de la Gracia. No podemos casi nada; necesitamos de la gracia que se nos ofrece. Esto es todo cuanto necesitamos saber, y  practicar. Cuando el Espíritu Santo nos libere del deseo de ser por nuestra cuenta, entonces nuestra fuerza será infinita, pues ésta no conocerá otro límite que el de Dios.

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