El relato de Pentecostés (cf. Hch 2,1-11), nos muestra dos ámbitos de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, en nosotros y en la misión; con dos características, la fuerza y la amabilidad.
La acción del Espíritu en nosotros es fuerte, como lo simbolizan los signos del viento y del fuego, que a menudo en la Biblia se relacionan con el poder de Dios (cf. Ex 19,16-19). Sin ese poder nosotros nunca podremos derrotar al mal ni vencer los deseos de la carne de los que habla san Pablo, es decir, vencer esas pulsiones del alma: la impureza, la idolatría, las discordias, las envidias (cf. Ga 5,19-21). Con el Espíritu podemos vencerlas, Él nos da la fuerza para hacerlo, porque Él entra en nuestro corazón “árido, duro y frío” (cf. Secuencia Veni Sancte Spiritus). Esas pulsiones arruinan nuestras relaciones con los demás y dividen nuestras comunidades, pero Él entra en el corazón y sana todo.
Así nos lo ha mostrado Jesús cuando, movido por el Espíritu, se retiró durante cuarenta días al desierto para ser tentado (cf. Mt 4,1-11). Y en ese momento también su humanidad crecía, se fortalecía y se preparaba para la misión.
Al mismo tiempo, el actuar del Paráclito en nosotros es amable: es fuerte y delicado. El viento y el fuego no destruyen ni incineran lo que tocan: el primero resuena en la casa donde se encuentran los discípulos y el segundo se posa suavemente, en forma de llamas, sobre la cabeza de cada uno. Y también esta delicadeza es un rasgo del actuar de Dios que encontramos tantas veces en la Biblia.
Así pues, es hermoso ver cómo la misma mano robusta y callosa que antes había arado los surcos de las pasiones, después, delicadamente, cultiva las pequeñas plantas de las virtudes, las “riega”, las “sana” (cf. Secuencia) y las protege con amor, para que crezcan y se fortifiquen, y nosotros podamos gustar, después del esfuerzo de la lucha contra el mal, la dulzura de la misericordia y de la comunión con Dios. Así es el Espíritu: es fuerte, nos da la fuerza para vencer y es también delicado. Se habla de la unción del Espíritu; el Espíritu nos unge y está con nosotros. Como dice una hermosa oración de la Iglesia primitiva: «Que tu humildad, oh Señor, more en mí, con los frutos de tu amor» (Odas de Salomón, 14,6).
El Espíritu Santo, que descendió sobre los discípulos y se hizo cercano —es decir “paráclito”— actúa transformando sus corazones e infundiéndoles una «audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima» (S. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 24). Como testimoniarán después Pedro y Juan ante el Sanedrín, cuando se les intentó prohibir que dijeran «una sola palabra o enseñaran en el nombre de Jesús» (Hch 4,18); ellos dirán: «Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído» (v. 20). Y para responder así, tenían la fuerza del Espíritu Santo.
Y esto vale también para nosotros, que hemos recibido el don del Espíritu en el Bautismo y en la Confirmación. Desde el “cenáculo” de esta Basílica, como los apóstoles, somos enviados, hoy especialmente, a anunciar el Evangelio a todos, yendo «cada vez más lejos, no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal» (Redemptoris missio, 25). Y gracias al Espíritu podemos y debemos hacerlo con la misma fuerza y la misma amabilidad.
Con la misma fuerza: es decir, no con prepotencia e imposiciones —el cristiano no es prepotente, su fuerza es diferente, es la fuerza que viene del Espíritu—, ni tampoco con cálculos y engaños, sino con la energía que proviene de la fidelidad a la verdad, esa que el Espíritu inculca en nuestros corazones y hace crecer en nosotros. Por eso nosotros nos rendimos al Espíritu, no nos rendimos al mundo, sino que continuamos hablando de paz a quien quiere la guerra; a hablar de perdón a quien siembra venganza; a hablar de acogida y solidaridad a quien cierra las puertas y levanta barreras; a hablar de vida a quien elige la muerte; a hablar de respeto a quien le gusta humillar, insultar y descartar; a hablar de fidelidad a quien rechaza todo vínculo y confunde la libertad con un individualismo superficial, opaco y vacío. Todo ello sin dejarnos atemorizar por las dificultades, ni por las burlas, ni por las oposiciones que, hoy como ayer, no faltan nunca en la vida apostólica (cf. Hch 4,1-31).
Y al mismo tiempo en que actuemos con esta fuerza, nuestro anuncio busca ser amable, para acoger a todos. No olvidemos esto: a todos, a todos, a todos. No olvidemos aquella parábola de los invitados a la fiesta que no quisieron ir: “vayan a los cruces de los caminos y lleven a todos, todos, todos, buenos y malos, a todos” (cf. Mt 22,9-10). El Espíritu nos da la fuerza para ir adelante e invitar a todos con amabilidad, Él nos da la delicadeza de acoger a todos.
Todos nosotros, hermanos y hermanas, tenemos mucha necesidad de esperanza, que no debe confundirse con optimismo, —no—, es otra cosa. A la esperanza se le representa como un ancla, allí, fija en la orilla, y nosotros aferrados a la cuerda de esa esperanza. Tenemos necesidad de esperanza, tenemos necesidad de elevar los ojos hacia horizontes de paz, de fraternidad, de justicia y de solidaridad. Este es el único camino para la vida, no hay otro. Es cierto, lamentablemente, a menudo no resulta fácil; es más, a veces se presenta sinuoso y cuesta arriba. Pero nosotros sabemos que no estamos solos: tenemos la seguridad de que, con la ayuda del Espíritu Santo, con sus dones, podemos recorrer juntos ese camino y hacerlo siempre más transitable también para los demás.
Renovemos, hermanos y hermanas, nuestra fe en la presencia del Consolador entre nosotros y continuemos rezando:
Ven, Espíritu creador, ilumina nuestras mentes,
llena de tu gracia nuestros corazones, guía nuestros pasos,
concede a nuestro mundo tu paz.
Amén.