Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días, buena fiesta!
Hoy, solemnidad de la Epifanía, contemplamos el episodio de los magos (cf. Mt 2,1-12), que emprenden un largo y extenuante viaje para ir a adorar al «Rey de los judíos» (v. 2). Los guía el signo prodigioso de una estrella, y cuando al final llegaron a la meta, en lugar de encontrar algo prodigioso, ven a un niño con su madre. Podrían haber protestado: “¿Todo un largo camino y tantos sacrificios para ver a un niño pobre?”. Y, sin embargo, no se escandalizan y no se sienten defraudados. No se quejan. ¿Qué hacen? Se postran. «Entraron en la casa ―dice el Evangelio―; vieron al niño con su madre María y, postrándose, le adoraron» (v. 11).
¡Pensemos en estos sabios que llegan de lejos, ricos, cultos y famosos, y se postran, es decir, se inclinan hasta el suelo para adorar a un niño! Parece una contradicción. Sorprende este gesto tan humilde de hombres tan ilustres. Postrarse ante una autoridad que se presentaba con los signos del poder y la gloria era normal en aquellos tiempos. E incluso hoy no sería extraño. Pero frente al Niño de Belén no es fácil. No es fácil adorar a este Dios, cuya divinidad permanece oculta y no parece triunfante. Significa acoger la grandeza de Dios, que se manifiesta en la pequeñez: este es el mensaje. Los magos se rebajan ante la inaudita lógica de Dios, acogen al Señor no como lo imaginaban, sino como es, pequeño y pobre. Su postración es el signo de quienes dejan de lado sus ideas y dan espacio a Dios. Se requiere humildad para hacer esto.
El Evangelio insiste en esto: no dice solamente que los magos adoraron, subraya que se postraron y adoraron. Tomemos esta indicación: la adoración va junto con la postración. Al hacer este gesto, los magos demuestran que acogen con humildad a Aquel que se presenta en la humildad. Y así se abren a la adoración de Dios. Los cofres que abren son imagen de su corazón abierto: su verdadera riqueza no consiste en la fama y el éxito, sino en la humildad, en el hecho de considerarse necesitados de salvación. Y así es el ejemplo que nos dan los magos, hoy
Queridos hermanos y hermanas, si en la base de todo nos ponemos siempre a nosotros con nuestras ideas y presumimos de tener algo de qué jactarnos antes Dios, nunca lo encontraremos plenamente, no llegaremos a adorarlo. Si no caen nuestras pretensiones y vanidades, nuestro pundonor y deseo de sobresalir, es posible que acabemos adorando a alguien o algo en la vida, ¡pero no será el Señor! Si, por el contrario, abandonamos nuestra pretensión de autosuficiencia, si nos hacemos pequeños por dentro, redescubriremos el asombro de adorar a Jesús. Porque la adoración pasa por la humildad de corazón: quien tiene el afán de adelantar, no nota la presencia del Señor. Jesús pasa cerca y es ignorado, como les sucedió a muchos en aquel tiempo, pero no a los magos.
Hermanos y hermanas, fijándonos en ellos, hoy nos preguntamos: ¿cómo está mi humildad? ¿Estoy convencido de que el orgullo impide mi progreso espiritual? Ese orgullo, manifiesto u oculto, que cubre siempre el impulso hacia Dios. ¿Trabajo sobre mi docilidad, para estar disponible para Dios y los demás, o estoy siempre centrado en mí mismo, en mis exigencias, con ese egoísmo oculto que es la soberbia? ¿Sé dejar de lado mi punto de vista para abrazar el de Dios y el de los demás? Y finalmente, ¿rezo y adoro solo cuando necesito algo, o lo hago constantemente porque creo que siempre necesito a Jesús? Los magos comenzaron el camino mirando una estrella y hallaron a Jesús. Caminaron mucho. Hoy podemos seguir este consejo: mira la estrella y camina. Nunca dejes de caminar, pero no olvides mirar la estrella. Este es el consejo de hoy, fuerte: mira la estrella y camina, mira la estrella y camina.
Que la Virgen María, sierva del Señor, nos enseñe a redescubrir la necesidad vital de la humildad y el ardiente deseo de la adoración. Nos enseñe a mirar la estrella y a caminar.
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