Entrevista por Javier Arias (Infovaticana) a Miguel Ángel Quintana Paz, licenciado y doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación por la Universidad de Salamanca.
P-Usted ha afirmado que en sociedades como la española vivimos en tal situación que hay que volver a explicar qué es el cristianismo desde lo más básico. De hecho, ya San Juan Pablo II habló de la necesidad de una nueva evangelización. Y en un artículo reciente, El cristianismo explicado a los periodistas y los niños, usted ha afrontado ese reto de contar qué es lo esencial cristiano. Se trata de un texto que ha generado cierta polémica: el profesor de Filosofía de Derecho Jorge Urdánoz le ha acusado de despreciar una presunta comunidad de objetivos entre el cristianismo y la izquierda política; mientras que el periodista Alfonso Basalloha terciado para corroborar, en lo esencial, sus tesis de usted. Empecemos, pues, por eso que usted considera lo más básico: ¿qué es para usted el cristianismo?
R-Creo que hoy solo podemos responder esa pregunta si empezamos por distinguir dos cosas: de un lado la fe cristiana, de otro lado la civilización cristiana (o Cristiandad).
Comencemos por la Cristiandad. La civilización cristiana es esa peculiar mezcla de tres elementos muy diferentes entre sí: lo griego, lo romano y lo judío. O el pensamiento, el Derecho y la religiosidad que nos legó cada una de esas tres civilizaciones. La Cristiandad es la que nos ha hecho a los occidentales lo que somos, así que ya solo eso debería servir para apreciarla (como apreciamos a nuestros padres o abuelos). Pero además se trata de la civilización de la ciencia moderna; de Dostoievski y de Cervantes; del Derecho de gentes y de la obsesión por tener bajo control a nuestros gobernantes; del arte de Van Eyck y de la importancia de la razón.
Se trata de un brillante legado que hoy muchos combaten. En primer lugar, porque lo calumnian (como si nuestro pasado fuera solo un infierno de colonialismo, machismo, homofobia y, en suma, opresiones ubicuas). En segundo lugar, porque lo quieren sustituir por otra civilización (la denominada “justicia social”, o wokismo, o “corrección política”, o nueva izquierda identitaria). Una nueva civilización que es peor.
Es ahí donde nos surge a muchos la convicción de que hoy debemos defender nuestra civilización, la herencia grecolatina y judeocristiana, acompañados de todos aquellos (creyentes o no) que deseen preservarla.
P-Y el cristianismo como fe religiosa, ¿qué es?
R-Es algo aún más profundo: algo que da sentido a toda tu vida. Un sentido muy poderoso: lo que el cristianismo te dice, primero, es que uno de tus miedos más íntimos, el miedo a la muerte, ha sido derrotado. Y que incluso un terror aún más profundo, el terror a ser olvidado vivo o muerto, a que tu vida no importe lo más mínimo a nadie, es un terror que también se puede derrotar. Pero aún va más allá y el cristianismo también afirma algo paradójico: que el sufrimiento no solo no le quita sentido a tu existencia (¡aunque bien que lo parece!), sino que se lo puede dar. Todo esto que nos acongoja (la muerte, la indiferencia, el dolor) el cristianismo afirma que ha sido ya vencido por alguien: Jesús. Alguien que padeció todo eso él mismo. Ese es el significado de su muerte y resurrección.
Este mensaje típico del cristianismo, aunque es un buen mensaje (una buena noticia: Evangelio), resulta claramente difícil de captar. Y, por supuesto, ni hoy ni en el pasado, ha sido asumido unánimemente por toda nuestra civilización, por toda la Cristiandad. Pero sí que ha inspirado sus rasgos más característicos: su atención a los sufrientes, su convicción de que la muerte no nos deja en la nada, su confianza vital en medio de los desastres. Por tanto, aunque civilización y fe cristianas no sean idénticas, hoy cualquier cristiano debe defender la Cristiandad que el mensaje cristiano ha inspirado; y, viceversa, solo si luchamos por preservar la Cristiandad resultará aún comprensible el mensaje cristiano que la inspiró.
P-En otro escrito suyo reciente habla usted de si la derecha puede criticar a la Iglesia católica. Para no caer en tópicos, ¿cómo debería hacerse sin ser tachado de “mal católico”?
R-A veces me da la impresión de que mucho católico se ha creído la parodia que los protestantes a menudo hacen de nosotros: una iglesia que sigue ciegamente al papa como la secta de Charles Mason seguía a este. O unos creyentes que sacrifican su razón en nuevas hogueras sagradas, para quedarse solo con una suerte de voto de obediencia absoluta a cualquier cosa que diga el clero.
La verdad es la contraria. El ateo Gustavo Bueno (o, mejor dicho, ateo católico, como prefería llamarse él) lo vio claro. Y se pasó toda la vida mostrando el profundo anhelo intelectual, crítico, que hay en la catolicidad, contra la tentación fideísta (el apoyo exclusivo en la fe) que acecha siempre al protestantismo. (No olvidemos que este surge bajo el lema Sola fides, es decir, que basta la fe sola para salvarse; y a veces ponerse a razonar demasiado es un incordio para tal fe solitaria).
Bibliotecas monásticas, universidades, discusiones escolásticas… todas estas instituciones católicas reflejan bien lo que el evangelio de San Juan afirma en su mismo inicio: que el Logos (traducible por la Palabra, pero también por la Razón) estaba desde el principio con Dios y era Dios. San Ireneo afirmaría poco después que “el hombre es racional y por ello semejante a Dios”. Y Clemente de Alejandría, en sus Stromata, añadiría: quien para conservar la fe huye de los razonamientos es que tiene una fe capitidisminuida, pueril. “Si la fe que tienen es tal que puede perderse con argumentos, que se pierda”, llegó a escribir.
Cuando entendemos, pues, el vínculo primordial entre ser católico y amar la racionalidad (decidido ya en los primeros siglos cristianos, al quedar derrotados, e incluso fuera de la Iglesia, los antirracionalistas Tertuliano y Taciano), la pregunta no será tanto si se puede ser buen católico y a la vez criticar a la comunidad eclesial, sino la contraria: ¿cabe serlo a la vez que uno castra por completo su razón crítica? Si la Iglesia es Madre y Maestra, ¿de veras se trata de una madre tan tiquismiquis que se ofenda, de una maestra tan insegura que se tambalee en cuanto alguien la critica?
Esto no significa, claro, que cualquier critiquita en asuntos de suma enjundia sea pertinente solo porque se me ha ocurrido a mí: de nuevo, justo porque reivindicamos la razón, ello nos permite exigir a cualquier crítico un trabajo intelectual previo. Y un trabajo muy serio.
P-Eso enlaza con otro de los debates que usted ha promovido dentro de la Iglesia, el denominado debate sobre dónde están los intelectuales cristianos en el espacio público actual.
R-Por desgracia, en los últimos tiempos la Iglesia católica desaprovecha a menudo todos los recursos que tendría para entrar con pie firme en los debates de ideas que se producen en España. Medios de comunicación como Cope o Trece TV, millones de horas de clases de Religión por todo el país, miles de colegios católicos, 18 universidades de inspiración católica… esa inmensa presencia, que ya quisieran para sí otras iglesias o partidos, ¿se está aprovechando para explicar la propuesta católica al resto de la sociedad? ¿Salen conociendo bien lo católico los millones de niños que pasan por ese tipo de educación, los millones de oyentes y televidentes de esos medios de comunicación, los universitarios con títulos a menudo muy prestigiosos de tales universidades? Me temo que esto anda lejos de ser cierto.
P-¿Quiénes son para usted los referentes actuales que mejor encarnan el pensamiento humanista cristiano?
R-Creo que René Girard nos permite entender asuntos hoy bien actuales: la moda de exhibir tu superioridad moral en redes sociales, por ejemplo. O la paradoja de que muchos que blasonan de tolerantes y abiertos sean luego inmisericordes con aquellos a los que culpan de todos los males del mundo, por “intolerantes”. O la ausencia de perdón, en la llamada “cultura de la cancelación”, hacia frases o tuits de hace tiempo, considerados hoy “pecaminosos” por “políticamente incorrectos”. Girard también nos coloca ante algo que nuestra sociedad olvida, porque es una sociedad basada en la ilusión de que podremos dar satisfacción plena a nuestros deseos: y es que, en realidad, nadie tiene del todo claros cuáles sean sus propios deseos.
P-En otro de sus últimos artículos habla usted de “un trauma que atraviesa a nuestra jerarquía católica en las últimas cinco décadas”. ¿Podría detallar a qué se refiere?
Me refiero a las consecuencias de la guerra civil. Como sabemos, uno de los dos bandos se afanó en masacrar a la Iglesia: 13 obispos, 4.184 sacerdotes, 2.365 frailes (una cuarta parte de los que había entonces en España), 283 monjas… cayeron durante esa matanza. No parece sorprendente, pues, que la Iglesia se refugiara (con dudas, y tras más de un año de conflicto bélico) en el otro bando, el franquista.
Esa connivencia con el franquismo, que daría luego numerosas ventajas a la Iglesia (aparte de la evidente: la de dejar de ser inmolada por los republicanos), aparece sin embargo hoy en la forma de trauma para muchos católicos. Como si debieran hacerse perdonar continuamente que la Iglesia se aproximase a Franco. Como si tuviesen que hacer gestos (y a veces más que gestos) de connivencia con la izquierda para ser redimidos de tal pasado. Se percibe que es un trauma porque no se aborda directamente: sí, se sigue beatificando a los mártires de esa época, pero no se explica abiertamente; no se contesta a la izquierda algo así como “Claro que nos apoyamos en el franquismo, queridos comunistas o socialistas o nacionalistas; ¡pero es que no podíamos hacer otra cosa, vuestro bando nos estaba exterminando! ¿No deberíais reflexionar y, en última instancia, pedir perdón por ese pasado tan ruin que arrastran vuestras siglas? ¡Os sería espiritualmente fecundo!”.
P-Las religiones, y en particular el cristianismo, ¿tienen algo que aportar al debate público?
R-Mucho. Y cada vez es más visible. Tras décadas en que parecía que todos debíamos abstenernos de introducir en los debates públicos nuestras creencias personales, nuestras convicciones morales más firmes, en pro del “consenso”, hoy ese modelo habermasiano-rawlsiano atraviesa una patente crisis. Pues esa vacuidad de convicciones fuertes en el espacio público ha sido aprovechada por la nueva izquierda (el neofeminismo, las teorías queer, los etnicismos, el animalismo…) para colar en semejante desierto sus visiones alternativas del mundo y del ser humano. Versiones a menudo resentidas e inmisericordes (esto es, anticristianas).
De modo que mucha gente está ya preguntándose “Oye, ¿por qué caray debo yo abstenerme, por cortesía, de hablar de mi fe, o de mis principios morales, cuando está toda esta otra gente vendiéndonos los suyos desde el Gobierno, desde las series de televisión, desde la publicidad, y además los modelos de vida que nos vende son mucho peores?”. Les ocurre incluso a liberales o progresistas de pro, dos movimientos que parecían haber aceptado que la religión se quedase en el espacio personal. Pienso ahora en Cayetana Álvarez de Toledo, que durante la presentación de su último libro habló de la nostalgia de trascendencia que sintió junto al lecho mortuorio de su padre. O pienso también en Víctor Lapuente, politólogo y articulista de El País, que acaba de publicar un libro, Decálogo del buen ciudadano, repleto de pistas sobre lo útil que sería volver a tener en cuenta a Dios para afrontar nuestra vida en común.
P-¿Nota usted un cambio en los últimos años de los temas predominantes o que más preocupan dentro de la Iglesia católica?
Me temo que la Iglesia, a grandes rasgos, no ha captado lo que la sociedad hoy ansía recibir de ella.
Como estábamos comentando, me parece patente que cada vez hay más anhelo de trascendencia; cada vez está más claro que, por muy en el siglo XXI que nos hallemos, sigue habiendo una sed de lo sagrado. Y que, si la Iglesia no la atiende, esa sed acudirá a otras fuentes: la Virgen María se sustituirá por Greta Thunberg, Dios Padre se sustituirá por la Madre Naturaleza, las romerías se sustituirán por las manifestaciones del 8-M. Y bien, mientras los humanos de hoy añoran lo sacro (porque quizá nunca les ha quedado más lejano que hoy), parecería que la Iglesia busca más bien presentarse cual una ONG más.
Esto se agrava porque muchos de sus dirigentes viven mentalmente aún en los años 70 u 80 (cuando se formaron), y creen que con hacer buenas obras bastará para que sus conciudadanos descubran detrás la mano de Dios. Pero nadie reconocerá la mano de Dios en una sociedad que ya apenas sabe nada sobre Dios.
Javier Arias
Fuente texto completo: Infovaticana