La siempre presente migración

Son constantes los dramas que se viven en los mares al norte de África o del sur de Europa. Los naufragios de embarcaciones endebles, pateras, sobrecargadas de seres humanos que a la desesperada tratan de sobrevivir, huyendo de la hambruna o la violencia…

El mundo ya parece no dar mayor importancia y atención a esta secuencia de muertes sin fin. Ha hecho cayo, y ya no siente nada. Pero aunque el mundo se olvide, la cristianos, la Iglesia de Cristo, no puede. Tanto solo el papa Francisco, con su sensibilidad especial por los más débiles, pone la cuestión migratoria en un primerísimo plano de la agenda eclesial, convencido de que la sociedad y la Iglesia se retratan en su respuesta a este desafío.

Son muchas las parroquias y los voluntarios de fe los que están verdaderamente haciendo algo por ellos. Esto es algo que no sale en los medios de comunicación (lo negativo sí); al igual que el drama cada vez también sale menos (quizá ya no venda tanto).

Ya advertía el Papa:  Las sociedades económicamente más avanzadas desarrollan en su seno la tendencia a un marcado individualismo que, combinado con la mentalidad utilitarista y multiplicado por la red mediática, produce la «globalización de la indiferencia». Las personas migrantes, refugiadas, desplazadas y las víctimas de la trata, se han convertido en emblema de la exclusión. La actitud hacia ellas constituye una señal de alarma, que nos advierte de la decadencia moral a la que nos enfrentamos si seguimos dando espacio a la cultura del descarte.

Seguro que, aparte de las causas egoístas y hasta crueles de un mundo insensible que mira hacia sí, sin importarle los demás, se dan otras razones que hasta parecen tener razón para rechazar a estas visitas que seres que desestabilización la seguridad y bienestar de los acomodados ciudadanos del primer mundo, y que afecta especialmente a las clases sociales trabajadores más humildes y menos cualificadas.

Sin embargo, aún con esto, y mientras se espera que alguien, los poderes políticos y sociales hagan algo realmente por solucionar la situación de la migración con esfuerzo real, sacrificado y resolutivo. Es decir, que los migrantes tengan las condiciones existenciales necesarias que les permita desarrollarse en sus tierras, con sus familias, sin necesidad de tener que huir a la desesperada y jugarse la vida en medio del mar o en manos de las mafias de la piratería.  Como decimos, mientas esos sucede, no podemos volverlos la espalda y no acogerlos, cueste lo que cueste; es una obligación que se impone según la lógica del Evangelio, los últimos son los primeros, y nosotros tenemos que ponernos a su servicio. En ellos se pone a prueba la calidad de nuestra fe y la fibra más sensible caridad: en el trato que dispensamos a quienes vemos en situación de dificultad, los necesitados, los pobres, los más vulnerables…  Sobre todo y especialmente la mayor caridad es la que se ejerce con quienes no pueden corresponder y tal vez ni siquiera dar gracias.

Los que somos seguidores de Cristo nos hemos de adelantar… mientras las soluciones definitivas llegan (o como si no llegan nunca). No hay excusas.

La respuesta al desafío planteado por las migraciones contemporáneas se puede resumir en cuatro verbos: acoger, proteger, promover e integrar

 

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