Alegraos en el Señor siempre; lo repito, alegraos. Que vuestra benignidad sea notoria a todos los hombres. El Señor está cerca. No os inquietéis por cosa alguna, sino más bien en toda oración y plegaria presentad al Señor vuestras necesidades con acción de gracias. (Fil 4,4-5).
Estas palabras bíblicas, sagradas, escritas por san Pablo, expresa nítidamente el contenido de la alegría cristiana, que proviene del hecho de sentirse alegres por estar con el Señor Dios, porque Él es alegría en grado sumo, pues supone la felicidad perfecta, la santidad y el amor. El es su origen, su fuente y culmen. Quién está con Él, se siente necesariamente alegre; si no, algo falla en ese estar con Dios, quizá no estamos tan cerca de Él como pensábamos. El padre F. W. Faber decía: «La alegría es uno de los elementos más importantes de la vida espiritual. Muchos de los que se detienen en el camino de la vida espiritual les falta».
Los cristianos no pueden estar triste ni inquietarse, en ninguna coyuntura («no os inquietéis por cosa alguna», nos dice la palabra de Dios, pues «el Señor está cerca», está con él). Cualquier pena temporal es siempre relativa, penúltima, en relación con lo que se deriva de la amistad con Dios en esta vida y la eterna. De modo que no hay lugar a la tristeza, y hasta cualquier contrariedad puede servir de ofrenda de amor al Señor, haciéndola oración de gratitud. Todo cuanto sucede puede convertirse en bien para los que a Dios aman.
La alegría es el fruto de la Gracia actuando sobre el alma humana y de la voluntad acogiéndose y acomodándose al impulso de la Gracia. Para que no decaiga esa alegría proveniente de la Gracia -el don de la presencia de Dios en nosotros, de su Espíritu Santo del que somos su templo-, que produce santidad, benignidad, que ha de brillar notoriamente ante los hombres. El semblante alegre que viene de profundis, que brota del alma donde habita el Espíritu de la Gracia es imparable, de modo que dice san Pablo: «Estas siempre alegres. Dad gracias en toda coyuntura» (1 Tes 5,16 y 18). Decía san Ignacio de Loyola dirigiéndose a sus hijos religiosos y a los seglares: «Yo quiero, hijo mío, que te rías y que seas alegre en el Señor. Que tu rostro muestre alegría para que lo exterior sea una señal de la alegría que reina en el interior«. Y el Pastor de Hermas: «Arranca pues de ti la tristeza y no atribules al Espíritu Santo que mora en ti. Porque el espíritu de Dios que fue infundido en esa carne tuya, no soporta la tristeza ni la angustia”.
Esta alegría inquebrantable, perdurable, profunda, henchida de esperanza eterna, es patrimonio excepcional del cristiano. Es fruto de la presencia del Señor y de la esperanza a que va a ser así siempre, pues Él está con nosotros de continuo y nos salva para seguir estándolo. Todo aquel que cree esto -que cree en Él- y que acepta y asume la presencia del Señor en su vida y se abre sencilla y sinceramente a la dinámica de su señorío -del Reino- se expone a la influencia de la Gracia -presencia del Espíritu Santo- y se hace partícipe de sus bienes. Así podrá también asignarsele las palabras dedicadas a la Virgen María: «alégrate» y «feliz la que ha creído»; y ella proclama: «Se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador» (Lc 1,28.45 y 47).
Ser cristiano es estar con el Señor, fuente de alegría sostenible, continua; la «alegría nadie os la podrá quitar» (Jn 16,22). «Cristo resucitado hace de la vida del hombre una fiesta contínua» (San Atanasio). «La alegría de corazón es un festín perpetuo» (Prov 15,15).