¡Una gran alegría! Jesús se ha ido al cielo: el primer hombre ante el Padre. Se fue con sus llagas, que han sido el precio de nuestra salvación, y reza por nosotros. Y después nos envía el Espíritu Santo, nos promete el Espíritu Santo, para ir a evangelizar.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, en Italia y en otros países, se celebra la solemnidad de la Ascensión del Señor. La página evangélica (Mc 16,15-20) —la conclusión del Evangelio de Marcos— nos presenta el último encuentro del Resucitado con los discípulos antes de subir a la derecha del Padre. Normalmente, lo sabemos, las escenas de despedidas son tristes, causan en quien se queda un sentimiento de pérdida, de abandono; sin embargo esto no les sucede a los discípulos. No obstante la separación del Señor, no se muestran desconsolados, es más, están alegres y preparados para partir como misioneros en el mundo.
¿Por qué los discípulos no están tristes? ¿Por qué nosotros también debemos alegrarnos al ver a Jesús que asciende al cielo?
La ascensión completa la misión de Jesús en medio de nosotros. De hecho, si es por nosotros que Jesús bajó del cielo, también es por nosotros que asciende. Después de haber descendido en nuestra humanidad y haberla redimido —Dios, el Hijo de Dios, desciende y se hace hombre, toma nuestra humanidad y la redime— ahora asciende al cielo llevando consigo nuestra carne. Es el primer hombre que entra en el cielo, porque Jesús es hombre, verdadero hombre, es Dios, verdadero Dios; nuestra carne está en el cielo y esto nos da alegría. A la derecha del Padre se sienta ya un cuerpo humano, por primera vez, el cuerpo de Jesús, y en este misterio cada uno de nosotros contempla el propio destino futuro. No se trata de un abandono, Jesús permanece para siempre con los discípulos, con nosotros.
Permanece en la oración, porque Él, como hombre, reza al Padre, y como Dios, hombre y Dios, le hace ver las llagas, las llagas con las cuales nos ha redimido. La oración de Jesús está ahí, con nuestra carne: es uno de nosotros, Dios hombre, y reza por nosotros. Y esto nos debe dar una seguridad, es más, una alegría, ¡una gran alegría! Y el segundo motivo de alegría es la promesa de Jesús. Él nos ha dicho: “Os enviaré el Espíritu Santo”. Y ahí, con el Espíritu Santo, se hace ese mandamiento que Él da precisamente en la despedida: “Id por el mundo, anunciad el Evangelio”. Y será la fuerza del Espíritu Santo que nos lleva allá en el mundo, a llevar el Evangelio. Es el Espíritu Santo de ese día, que Jesús ha prometido, y entonces nueve días después vendrá en la fiesta de Pentecostés. Precisamente es el Espíritu Santo que ha hecho posible que todos nosotros seamos hoy así. ¡Una gran alegría! Jesús se ha ido al cielo: el primer hombre ante el Padre. Se fue con sus llagas, que han sido el precio de nuestra salvación, y reza por nosotros. Y después nos envía el Espíritu Santo, nos promete el Espíritu Santo, para ir a evangelizar. Por esto la alegría de hoy, por esto la alegría de este día de la Ascensión.
Hermanos y hermanas, en esta fiesta de la Ascensión, mientras contemplamos el Cielo, donde Cristo ha ascendido y se sienta a la derecha del Padre, pidamos a María, Reina del Cielo, que nos ayude a ser en el mundo testigos valientes del Resucitado en las situaciones concretas de la vida.
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