- Este debería ser el primer mandamiento del cristiano: el dejarse amar por Dios. Todo empieza —y sigue— por sentirse amado. El cristiano es alguien que se ha sentido amado extraordinariamente. Me atrevería a decir que creer y aceptar ser amados son la misma cosa.
- Entregarse a la vida que nos sale al encuentro en cada momento, en la confianza de que lo querido será transcendido. La caridad tiene la virtualidad de trascender lo por ella creado. Es ponerlo en la corriente de Dios.
- Estar disponibles en la caridad, e interpretarlo todo desde ella, es un ejercicio que requiere de la gracia, de la purificación constante de nuestros egoísmos y deslealtades. Es el acceso a la nobleza, a la confianza en que la Trascendencia va a comprometerse con su gracia.
- El amor hace felices. Vivir preocupado de los demás, amándoles, esponja el alma y ahuyenta obsesiones y fijaciones sobre sí mismo.
- La tristeza tiene mucho que ver con estar demasiado pendiente de uno mismo.
- El egoísmo que repliega a la persona a un universo mínimo, cerrado, claustrofóbico, que empieza y acaba en uno mismo. Las neurosis, los fantasmas, los miedos, los demonios…, permanecen en sí, porque no tienen dónde ir.
- Dar, es la presencia del sujeto que se ofrece, el objeto dado solo es la excusa, el medio, y este carece de importancia; da igual que se dé, lo importante es el verbo, la acción de dar.
- A veces no hay mucho que dar, pero… la presencia, el tiempo, el olvido de sí, la mirada, la escucha… Esto está al alcance de todo el mundo.
- Amar, dar, darse, ser generoso…, y hacerlo sin esperar nada a cambio; a lo sumo la esperanza que proviene de la fe: «vuestra recompensa será grande en el cielo».
- La fe, la confianza en Dios, elimina cualquier tentativa egoísta, pues requiere de la humildad, del agradecimiento, de la caridad… que vivifica, que da el ser. De forma que a más capacidad de caridad —de amor puro, carente de egoísmo— más ser.