Me ha gustado leer el discurso del papa Francisco, pronunciado el pasado 14 de junio ante los líderes del G7, en la sesión dedicada a la Inteligencia Artificial. Uno podría preguntarse por qué el papa se ha de ocupar de estos temas, que parecen más propios de ingenieros informáticos. La respuesta a este interrogante tiene que ver con la incidencia que la ciencia y la tecnología tienen en la comprensión de lo que significa ser humano, en la conciencia de la dignidad de la persona y de los desafíos éticos que derivan de esta dignidad y de la percepción de su valor. Nada humano puede resultarle indiferente a quien es seguidor de Jesucristo, el hombre perfecto, la realización ejemplar de lo que significa ser hombre. En él, en Jesucristo, “la naturaleza humana ha sido asumida, no absorbida; por eso mismo, también en nosotros ha sido elevada a una dignidad sublime”, enseña el concilio Vaticano II.
La Inteligencia Artificial es un instrumento – una herramienta – calificado por el papa con dos adjetivos: “fascinante” y “tremendo”. Estos términos evocan, aunque invirtiendo el orden de los mismos, el lenguaje de Rudolph Otto cuando se refiere a “lo sagrado”; un misterio a la vez “tremendo y fascinante”. Una sensación de temor y de atracción podemos experimentar nosotros también ante la grandeza, que intuimos arcana, de esa herramienta “sui generis”, que “puede adaptarse de forma autónoma a la tarea que se le asigne y, si se diseña de esa manera, podría tomar decisiones independientemente del ser humano para alcanzar el objetivo fijado”, nos dice el papa.
Nunca se subrayará suficientemente que la Inteligencia Artificial es, como ya se ha apuntado, un instrumento que “funciona mediante un encadenamiento lógico de operaciones algebraicas, realizado en base a categorías de datos, que se comparan para descubrir correlaciones y mejorar su valor estadístico mediante un proceso de autoaprendizaje basado en la búsqueda de datos adicionales y la automodificación de sus procedimientos de cálculo”. Los beneficios o los daños que deriven de esta herramienta dependerán de su uso. En el fondo, hablar de tecnología es hablar del hombre, de libertad y de responsabilidad; en suma, de ética.
La máquina puede “elegir” por medio de cálculos, de algoritmos. El hombre no solo elige, sino que con el corazón es capaz de “decidir”, haciéndose cargo de las eventuales consecuencias para muchas personas que entraña la decisión. Se requiere, entonces, algo más que la capacidad de calcular. Hace falta lo que los griegos llamaban “phrónesis”, prudencia o sabiduría. Siempre debería garantizarse, por obligación ética, un espacio de control del ser humano sobre los procesos de las máquinas. Está en juego la misma dignidad humana.
La Inteligencia Artificial, útil para resolver problemas específicos, no debe suplir la capacidad y el esfuerzo del pensamiento humano a la hora de realizar deducciones generales, incluso de orden antropológico, aspirando a la objetividad, a la certeza y a la universalidad. La Inteligencia Artificial, nos dice el papa, no es propiamente “generativa”, no desarrolla conceptos o análisis nuevos. Es, más bien, “reforzadora”, pues tiende a reordenar los contenidos existentes.
La reflexión antropológica y ética ha de poner en el centro la dignidad de la persona humana. No hay que pensar solo en resultados, sino también en valores y en deberes. La política deberá contribuir a no detener la creatividad humana, sino a orientarla hacia el bien. En síntesis, “corresponde a cada uno hacer un buen uso de ella [de la Inteligencia Artificial], y corresponde a la política crear las condiciones para que ese buen uso sea posible y fructífero«.
Guillermo JUAN-MORADO.
Publicado en Atlántico Diario.