Uno de los libros más interesantes que he leído este verano es Feminism against progress, de Mary Harrington. Entre otras muchas cuestiones, me ha llamado la atención un fragmento en el que Harrington expone el testimonio de un par de personas que se identifican como transgénero. Ambas expresan que, en el origen de ese proceso, se encuentra la incomodidad con el patrón de comportamiento sexual al que se supone que mujeres y varones deben ajustarse en la cultura imperante en Occidente. Me ha hecho pensar y creo que es ésta una reflexión que ayuda a comprender el fenómeno y su dimensión. Si ser mujer o ser hombre es lo que nos presentan en tantísimas ocasiones, entonces yo debo de ser otra cosa, piensan estas personas (y no les falta un punto de razón).
Traduzco unos pasajes del libro en los que se presentan los testimonios de Helena (mujer biológica que ahora se identifica como trans) y Steven (hombre biológico que ahora se identifica también como trans):
«Helena, una joven que hizo el camino hasta su identificación como transgénero, describe lo estresante que le resultó la vida como mujer adulta de modo muy similar a lo que me ocurrió a mí. Pero mientras que la cultura de la sexualidad del «todo vale» no había hecho más que empezar en los años noventa de mi adolescencia, Helena llegó a la pubertad en plena década de 2010, en la que la mayoría de los adolescentes estadounidenses tenían un smartphone y la pornografía era endémica.
Helena explica que ser una mujer adulta le parecía algo «hipersexualizado y pornificado». Pero cualquiera que pusiera en cuestión si realmente era «empoderador» para las mujeres «hacer porno, ser prostitutas o tener cualquier tipo de sexo (peligroso, pervertido…) con muchos hombres diferentes» terminaba siendo ridiculizada como «mojigata». Y «una chica mojigata no tiene ninguna posibilidad de complacer realmente a un hombre cuando compite con mujeres «empoderadas». En buena lógica, llegó a la conclusión de que si todo el mundo veía este modo de comportarse como bueno y feminista, pero ella no lo experimentaba como tal, el problema debía de ser ella: »No debo de estar hecha para ser una chica, porque si lo estuviera, todo esto no me resultaría tan aterrador y confuso«.
A Steven también le resultaba angustiosa la pubertad y compartía la incomodidad de Helena con las normas de comportamiento que ahora se han normalizado tanto para los hombres como para las mujeres en el llamado »mercado sexual«. La cultura dominante le ofrecía a Helena un papel supuestamente »empoderado« como objeto degradado del deseo masculino, mientras que a Steven le ofrecía el papel opuesto, como uno de los hombres que perpetraban esa violencia. Pero esto encerraba una trampa: los roles masculinos pornificados convertían a los hombres en violentos agresores y estigmatizaban implícitamente a cualquier hombre que no participara de estos roles, pero la cultura que normalizaba esta dinámica violenta y transaccional también castigaba a los hombres por adoptarla. Los grupos de »justicia social en los que se refugiaba Steven consideraban que no había manera de erradicar la violencia de los hombres:
Como hombre blanco, yo era directamente responsable de toda la opresión que sufrían las mujeres y las personas de color. Tenía catorce años y nunca me había peleado en mi vida ni había dicho una palabra racista o misógina a nadie, pero creía que las circunstancias de mi nacimiento me convertían en un monstruo.
Tanto para Helena como para Steven, el sexo era visto como la causa próxima de su sufrimiento y también como un potente símbolo del sistema opresivo que lo legitimaba. «Odiaba mi cuerpo», explica Helena; «debe ser porque no me gusta que sea femenino». Steven estaba aterrorizado por «lo que la testosterona me estaba haciendo», pero también por esa mancha innata en él que era la «masculinidad tóxica». «Quería transicionar porque mi cuerpo era mi enemigo», explica, «y mi cuerpo era el enemigo del mundo. Me odiaba y quería castigarme». El sexo, por tanto, tenía que ser forzado y sometido médicamente».
A fin de cuentas, no es de extrañar que sean muchos quienes se sientan ajenos a esos roles sexuales degradados que se han convertido en la norma. Son estas personas, adolescentes desorientados y perdidos, quienes fácilmente pueden caer en ese otro engaño que es el transexualismo.
Jorge Soley