«El misterio de la iniquidad ya está actuando. Tan sólo que sea quitado de en medio el que ahora le retiene, entonces se manifestará el Impío» (2Tes 2,7-8).
San Pablo lo llama el katéjon, el obstáculo, que se concreta en el katéjos, es decir, un ser que impide u obstaculiza. Hasta que dicho katéjon no sea “quitado de en medio” no se manifestará el Impío, el Hombre sin Ley, el Anticristo.
Opinaba san Justino que el katéjon es la misma Iglesia, cuya presencia constituía el último obstáculo para la manifestación del Anticristo. Según san Justino “Ecclesia de medio fiet”, la Iglesia será sacada de en medio. Su estructura temporal será arrasada, al menos una parte ostensible de ella, y la abominación de la desolación entrará en el lugar santo: “Cuando veáis la desolación abominable entrar adonde no debe, entonces ya es” (Mt 24,15). También San Victorino aplicó el katéjon a la Iglesia, que “será quitada”, en el sentido de que volvería a la oscuridad, a las catacumbas, perdiendo todo influjo en el orden social.
Lo que sostiene al cuerpo místico de Cristo, a su Iglesia, es la presencia de Cristo mismo en ella, y a través de ella, en el mundo, irradiando su gracia al universo entero, como sustento. La presencia más real de Cristo radica en la Eucaristía; Ella es el corazón de la Iglesia. La fe en la Eucaristía es, pues, el impedimento para que se manifieste el inicuo. De ahí todo el empeño de Satanás de acabar con la santa Misa. De modo que como objetivo supremo, el diablo siempre ha intentado, por medio de los herejes, privar al mundo de la Misa. El Anticristo, antes que cualquier otra cosa, tratará de abolir efectivamente el Santísimo Sacramento del altar.
La sacrílega corrupción del cuerpo místico de Cristo, su Iglesia, no será total. Logrará, sí, que el atrio y las naves sean conculcados. Pero el Tabernáculo o Sancta Sanctorum estará preservado.
Así, en honor a los mártires eucarísticos, Dios ha querido que su advenimiento glorioso coincida con el día de la fiesta de un mártir de la Eucaristía: tal vez, san Tarcisio. Tarcisio, mientras lleva el sacramento de Cristo fue sorprendido por unos impíos que trataron de arrebatarle su tesoro para profanarlo. Prefirió morir y ser martirizado, antes que entregar a los perros rabiosos la Eucaristía que contiene la Carne Divina de Cristo. El Papa de origen español san Dámaso mandó escribir sobre su tumba el epitafio: “Cuando una insana mano oprimía al santo Tarcisio, portador de los sacramentos de Cristo, para que los expusiese ante los profanos, él prefirió dar su vida entre heridas, a entregar a los perros rabiosos los miembros celestiales”.