Creer o no creer, he ahí la cuestión

«Ser o no ser, ¡he aquí el problema!», decía Hamlet; pero el ser sin más, entre estas «cuadro paredes» del espacio y tiempo, tiene poco recorrido, sin consistencia perdurable. Tan solo la fe que posibilita su trascendencia hace que el problema del ser quede resuelto en el Ser.

La fe es una virtud teologal, un don que Dios otorga a todo el que lo quiere recibir. Una fuerza carácter sobrenatural que inclina a confiar en Dios.

Creer es lo más maravilloso que nos puede ocurrir; pues establece un trato de amistad con el Existente por excelencia. Ahí empieza la gran aventura: la irrupción de lo sobrenatural en esta naturaleza, la acción del Espíritu de Dios en la vida humana. Y esto es de una grandeza que sobrepasa todo lo inimaginable; un camino de sorpresas, si nos prestamos a ello, si asentimos a esa religación de amor y disponemos nuestra voluntad a que el Señor tome los mandos de nuestra vida.

Todo está en proporción directa a nuestra disposición; pues el don, la gracia divina, es seguro, por misericordia del Señor. Todo funciona a partir de que Dios encuentre la generosidad suficiente por nuestra parte; una disposición que no necesite garantías. Quien pide pruebas manifiesta que su fe es endeble. Y si las obtuviéramos, la perderíamos, pues las pruebas hacen innecesaria la fe, y carecer de fe es dejar de apoyarnos en Dios, prescindir de su gracia.

 “Cabe preguntar si el creyente, cuando pide pruebas, no estará intentando simplemente poder prescindir de la fe y del Espíritu Santo. (…) La adhesión a Jesucristo pertenece al orden de la confianza, de la fe” (E. Charpentier)[1] y la gracia.

«Deseamos tener pruebas. Somos como los judíos que le pedían a Jesús grandes señales en el cielo. Y Jesús les respondía: No vais a tener más señal que la de Jonás (Lc 11,29); Jonás predicó en Nínive sin hacer milagros y sin dar ninguna prueba, predicó simplemente. Y los habitantes percibieron en su predicación la palabra de Dios que les invitaba a la conversión. Lo mismo vosotros: también tenéis mi palabra de hombre, mi ser de hombre, y en ese ser y esa palabra tenéis que percibir el misterio«[2].

Por motivo de una pérdida de la capacidad que predispone a confiar desde que nacemos agraciados como seres humanos, puede bloquear la apertura a fe. El estado de inocencia es el estado más genuino del hombre; luego confiarse debería ser lo más natural en él. Pero sin embargo, vivimos en una época sin inocencia, de dureza de corazón, sin capacidad para la admiración, para creer lo increíble como hacen los niños («si no os hacéis como niños…» Mt 18,3), y en cambio, se ha obturado ese potencial de maravillarse ante el misterio reclamando hechos tangibles y de estricta materialidad, a eso hemos reducido nuestra relación con la realidad hoy en nuestro mundo. Y des-graciadamente, solo tenemos activa esa dimensión estrictamente material en nuestro existir. Cristo a Tomás que asumió este papel de obcecación a creer sin pruebas…, tras mostrarle las evidencias, le dijo -para todos-: «Bienaventurados los que crean sin haber visto » (Jn 20,29a). El Señor, Dios, dijo que estos son los bienaventurados.

Quien no se apoya en la Palabra, pretende apoyarse en algo del más acá, no en la experiencia mística, en el encuentro con Dios, que siempre es misterio.

Confiar hasta abandonarse en los brazos de Dios lo es todo. Creámoslo. Y a veces, sobre todo en este tiempo tan contrario a la fe, se necesita de un grado de coraje que desafíe toda duda. Ahí nos los jugamos todo. Pase lo que pase, y lleguen las dudas… y la noche oscura, «Yavé Dios, después de haber soportado por ti a lo largo de mi vida toda clase de atentados, burlas y asaltos, al final, ¿no serás tú quizá más que un espejismo, un simple vapor de agua?» (Jer 15,15-18), hay que persistir hasta el final.

«Lo que espera el cristiano no es un espejismo, está garantizado con la muerte y la resurrección de Cristo, tenemos en el bolsillo un documento firmado con sangre y sellado con gloria. Lo prometido es tan desmesurado, que excede la imaginación, pero su magnitud no mengua su certeza»[3].

Creer es una bendición y una dicha inigualable. «Bienaventurados todos los que en El confían» (Sal 2,12).

 

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[1] Para leer el Nuevo Testamento, Verbo divino, Estella (Navarra), 1982, p.19.

[2] CH, p.112.

[3] MATEOS, J., Cristianos en fiestas, Ed. Cristiandad, Madrid 1975, p.149.

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